DIARIO DE UN ESCRITOR
Escondido, 1 de mayo de 2013
El 1 de
mayo no se celebra en el país que dio lugar a esa fecha reivindicativa de los
obreros de todo el mundo. Una paradoja. La memoria de los mártires de Chicago,
los anarcosindicalistas que fueron ejecutados por luchar por la jornada de ocho
horas, parece haber sido borrada del calendario estadounidense. La única
manifestación que veo en Balboa Park,
San Diego, es la de los cristianos maronitas que reparten hojas explicando sus
creencias, o los de Hare Krisna que entonan sus pesados cánticos mientras un speaker barbado y con aspecto de pasado
de vueltas lee párrafos de la Biblia a nadie que le escucha. Los cristianos
maronitas, de todos los sexos, edades y colores de piel, van vestidos todos
igual, con largas faldas ellas y pelo recogido en trenzas, con anticuados
trajes ellos, y se agrupan para cantar frente a los rapados monjes de Hare
Krisna que entran en trance con su música lisérgica repetida hasta la
extenuación. Frente a frente, cuando podían buscarse otra ubicación en el
gigantesco parque, y cantando para solaparse. Pero no se enfadan. Cada uno a su
historia y a su música. Primero de mayo en Balboa Park, con sol, un día que ni
siquiera es festivo. Ni rastro de Sacco y Vanzetti. Ninguna bandera roja, ni
por equivocación, en el paraíso del capitalismo que olvida que tuvo una clase
trabajadora luchadora que dio su sangre por los derechos laborales. Maronitas,
Hare Krisna y un chalado con la Biblia en la mano. Y yo que paseo entre
espectaculares rosaledas o me dejo seducir por las gardenias del invernadero.
La
gente en este país es habladora y expansiva. Nos ha hablado, sin soltarnos, una
norteamericana de origen chino en el Balboa Park para relatarnos las barbaridades
que hace China con los ejecutados (venta de órganos, exhibición como esculturas
humanas en una repugnante y macabra exposición titulada Bodies) a lo que M.J. responde con un reiterativo Oh my goodness mántrico. Habla el tipo
que nos vende las entradas de un multicines de Escondido mientras nos alarga un
fajo de papeles impresos, quizá porque se aburra, y habla el maduro empleado
que nos las corta en el vestíbulo de las salas. La película, Mud, no me interesa, me aburre en
extremo. Echo un sueñecito. Bigas Luna me hablaba de ese placer que obtenía
echando una ligera cabezadita cuando la película no le interesaba. No me acabo
de creer que no vaya a verlo más. No me lo creo. Tengo su correo electrónico,
su teléfono, y me resisto a borrarlos.
Horas
más tarde, en la cola de un supermercado, mientras esperamos ante la cajera
para pagar las compras que diligentes empleados meten en bolsas de plástico,
declaro en voz alta mi extrañeza ante un país en el que pronto llevaré un mes
comiendo y durmiendo y no entiendo.
─No es
éste un país muy cómodo y es extraño.
─¿Extraño?
¿Qué tiene de extraño?─pregunta una M.J. patriota dispuesta a defender lo suyo
a capa y espada.
─Bueno,
resulta extraño, mucho, a los ojos de un europeo. Resulta incómodo, y caro, que
para ir a comprar tengas que coger el coche, tomar unas cuentas autopistas y
encontrar un centro comercial. Gastas tiempo y dinero por la gasolina.
─Compro
con más frecuencia porque estás tú. Si no estuvieras, sólo iría una vez al mes
al supermercado. ¡Mira qué cómodo!
─En
Europa sales a la calle y te diriges andando a la tienda de la esquina, hablas
con su dueño y vas a otra a comprar lo que te falta.
─Olvídate.
Aquí la mayor parte de las ciudades no tienen tiendas de barrio. Quizá en Nueva
York, en Boston o en Chicago, pero son excepciones.
─O que
para ir al cine tengas que ponerte al volante y buscar una sala en no se sabe
dónde, recorrer una docena de millas o más para ver una película. Yo voy al
cine andando.
─Estamos
acostumbrados. Es nuestra forma de vida. Nos parece cómoda.
─No
sois nada sin el coche.
─Por
eso todos conducimos, desde los quince años, porque el coche es necesario para
vivir. Hasta a los que retiran, por burros, el carnet de conducir, se les
permite llevar el coche al trabajo, porque si no perderían el empleo.
El
coche son las piernas de los norteamericanos, como antes lo eran los caballos.
Las inmensas distancias, los núcleos de población dispersos, el diseño de unas
ciudades que no es a escala humana sino pensando en el automóvil, tienen la
culpa de esa motorización excesiva a ojos de un europeo. Pagamos y cargamos las
bolsas en el maletero del Hyundai. Regresamos a casa por tres autopistas y
cinco carreteras salvando unas cuantas cordilleras. Y todo es la ciudad.
Mientras
cientos de miles de personas salen a las calles europeas para protestar por el
expolio social, en Estados Unidos las únicas manifestaciones que he visto son
religiosas. Extraño país en el que llamar socialista a Obama es casi un insulto
que rápidamente el mandatario rechaza.
Leo una
noticia positiva en El País. Según las encuestas el PP madrileño se desploma y
sube como la espuma UPyD e IU, la única esperanza para la izquierda. Si el PP
pierde su feudo de la capital es que está en desbandada. Maravilloso currículo
el de Rajoy. Eso sí, sin perder la calma. Rajoy es tal como Peridis lo dibuja:
un tipo que se balancea en una hamaca mientras fuma su cigarro puro y deja que
las cosas pasen sin mover un dedo. Eso también es hacer política: no hacer
nada.
Cenamos
a las seis. Una comida light. Tilapa
a la plancha; brócoli y espárragos trigueros al vapor; una ensalada de hojas
diversas con huevo duro y aceitunas rellenas de pimiento. Mi estómago ya se ha
acostumbrado a los horarios americanos, a cenar cuando luce el sol, a no comer
nada al mediodía. Pero echo de menos
unos macarrones y un arroz con bogavante.
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