LITERATURA / GREGORIO
GREGORIO
publicado en El Cotidiano
Como Bigas Luna, antes de hacer mutis del escenario del mundo, que los
prohibió expresamente, yo tampoco creo
en los homenajes póstumos y reivindico, en cambio, todos los que se puedan hacer
en vida. Tampoco sé qué sentido tiene, más allá del propio exorcismo, hablar de
alguien que ya no está y que, por lo tanto, no recibirá mi mensaje de aprecio,
que sería de su agrado si viviera. Para que lo aprecien y lo conozcan, me
respondo, tras muchas dudas y poco convencido. Así es que desgrano palabras para
un muerto, en estado de shock, como creo que él las habría desgranado de haber
intercambiado nuestros papeles.
La
muerte llega, pero uno nunca se la cree, a pesar de que siempre nos ronda,
porque nacemos y vivimos por pura casualidad sin aceptarlo, así es que cuando
un colega del sur, Miguel Arnas Coronado,
me dice que Gregorio Morales ya no
está, primero lo pongo en duda, me entristezco a continuación, luego me
derrumbo y trato de asumirlo mientras desenrosco el tapón de la botella de
whisky.
Su
último post, un artículo en el diario El
Ideal de Granada, en el que colaboraba desde hacía muchos años con sus
impecables escritos, más literarios que periodísticos, se subió el 23 de junio,
cuando ya llevaba veinticuatro horas muerto. A Gregorio Morales le falló el corazón en Granada, poco antes de
entrar en el verano, en la víspera del día más largo del año, y con ese infarto
en un corazón que amaba la vida, se truncaba una carrera literaria atípica de
un escritor apasionado con su oficio que
sacaba punta a sus palabras hasta convertirlas en dardos acerados, cosa que le
creaba, con frecuencia, enemigos.
Conocí a Gregorio Morales durante mi exilio en Granada, cuando daba
carpetazo a mi séptima vida para emprender la octava, y fue uno de los hitos
positivos en esa reconstrucción personal que hice. Conducía él, por entonces,
una tertulia literaria, la del Salón, a la que fui invitado y en la que hice buenos
amigos como los escritores Miguel Arnas
Coronado, Celia Correa, Manuel Villar Raso, Fernando de Villena, Miguel Ángel Contreras y la actriz de
teatro Eva María Velázquez Valverde,
que todavía conservo. Gregorio Morales
tenía unos ojos enormes, como ventanales, protegidos por gafas, que te
repasaban de arriba abajo, atisbándote el alma, frente despejada y cabello
anudado en coleta, y hablaba con apasionamiento, de forma tan torrencial cómo
lo que escribía, siempre con una sonrisa en la boca y una jovialidad contagiosa.
Enseguida hizo hueco a este recién llegado
y le introdujo en la sociedad literaria granadina, compleja, abriéndome sus puertas.
Gregorio Morales
apreciaba sinceramente mis libros, y por esa razón sus presentaciones, en la
librería Picasso de la calle Obispo Hurtado, eran siempre generosas y llenas de
loas inmerecidas que llegaban a sonrojarme. Escribía para la ocasión piezas
literarias que recitaba con su enjundia habitual. Luego, fieles a las costumbres
de esa ciudad, acabábamos charlando, entre copas y tapas, en alguna de las
terrazas de la villa nazarí hasta altas horas de la madrugada, o paseábamos por
las calles empedradas del Albaicín a paso de montañero, una pasión compartida
aunque nunca hiciéramos una excursión juntos, mientras discutíamos de lo divino
y lo humano.
Durante muchos años, hasta el mismo
día de su muerte, Gregorio Morales
tuvo esa columna fija en el diario El
Ideal de Granada, en la que solía despacharse a gusto con los políticos de
toda especie y condición, sin casarse con ninguno, y en ella hablaba, tanto de
temas universales como locales, con una prosa precisa y alambicada que
convertía el artículo en una pieza literaria de primer orden que debía leerse a
pequeños sorbos, como ese vino Calvente, afrutado, de la zona. Jugaba el
escritor y académico granadino con la palabra, pulía frases llenas de metáforas
e ingenio, llegaba a la esencia de las cosas, ejercía de culterano fuera de
época sin importarle lo más mínimo su desubicación, las modas o lo que querían oír
los lectores, porque no se casaba con nadie, era irreductible, y esa era,
precisamente, una de sus virtudes que yo admiraba.
Ideológicamente
se sentía cómodo siendo incómodo, pero era difícil ubicarlo en la derecha o en
la izquierda, porque él estaba en otra dimensión. Gregorio Morales era genuinamente libertario, republicano
convencido, admirador confeso de Manuel
Azaña, anticlerical y militante de Izquierda Republicana, y estaba en todas
las manifestaciones republicanas.
Durante los años jóvenes que vivió
en Madrid, fue un elemento importante de la movida.
En la capital del reino colaboró en las revistas literarias Ínsula y La Luna de Madrid y allí trabó una amistad indisoluble con Antonio Gómez Rufo. En el ámbito
literario, su obra se adscribe a una corriente minoritaria, dentro de la
literatura española, la literatura cuántica, de la que él fue principal abanderado,
obsesionado por el plano espacio temporal.
Novelas como La individuación,
Puerta del Sol, Nómadas del tiempo; ensayos como El cadáver de Balzac; libros de relatos como Erótica Sagrada o El
devorador de sombras; poemarios como Sagradas
palabras obscenas; y obras de teatro como Marilyn no es Monroe, pueden aproximar al lector a la compleja y
atípica figura literaria que fue Gregorio
Morales, un escritor radical que no sólo creaba sino que parecía empeñado
en capitanear movimientos literarios allá por donde fuera, como Quijote ajeno a
los molinos de la vulgaridad.
La víspera de San Juan, la noche más hermosa
del año, la más corta, me llega la noticia de su muerte prematura, y, con ella,
su último artículo, brillante como todos, publicado en El Ideal de Granada, Perder
el alma. He perdido a un amigo, alguien a quien me hubiera gustado tratar
más, pero no se ha perdido su alma ni su esencia porque la ha dejado repartida,
en partículas, entre los que lo conocimos, disfrutamos de su amistad y lo
leíamos. Así es que cuando leo lo último que dejó escrito Gregorio Morales, antes de que su corazón reventara, le oigo
declamar sus párrafos con esa voz potente de vate que poseía y que tan bien
modulaba, lo siento a mi lado. Y lo sigo oyendo mientras escribo esto y
reflexiono sobre el milagro de la vida en un día presidido por la muerte de un
gran amigo, al que siempre quise y respeté.
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TE ARRASTRARÁS SOBRE TU VIENTRE (El
Humo del Escritor, 2014) Envíe sus señas postales a joseluismunoz33@gmail.com y la
recibirá dedicada sin gastos de envío. Envíe sus señas postales a joseluismunoz33@gmail.com y la recibirá dedicada sin gastos de
envío. "Te arrastrarás sobre tu vientre" sabe a clásico del
género, a peli negra, negrísima, estadounidense, de esas en las que el humo de
los cigarrillos deambula bajo los haces de luz de los flexos y de las
lamparillas de los bares de copas. Pero ocurre algo especial. El escritor
salmantino ha reemplazado el escenario norteamericano y sus protagonistas por
espacios y tipos genuinamente hispanos, estos últimos incorporan la mala baba
típica que caracteriza a los protagonistas de las mejores novelas negras
peninsulares. Ocurre, al menos a mí me pasa, que la sangre nativa me duele más
que la estadounidense o la europea y los mamporros, bofetadas y disparos los
oigo con distinto resabio, le resultan más cercanos, más creíbles, menos
artificiales, en suma, más dolorosos. La descripción de lugares es suficiente.
Cuatro trazos. No hay alardes. No hace falta. Cuando el escritor salmantino
explica que el final de la barra del Lennox Club hay una puerta cerrada de la
que cuelga un letrero que reza Privado, no miente, es cierto. Esa puerta está
allí, está cerrada y en su letrero se puede leer Privado. Yo lo sé, puedo dar
fe porque he estado en Lennox Club y la he visto sin moverme del orejero donde
leo. Me guiaron hasta allí las palabras escritas por José Luis Muñoz. HERME
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