LOS LIBROS DE MIS AMIGOS
Conocí a David Torres en una Semana Negra, en Gijón, hace cinco años. Me lo presentó Juan Bas, que le consultaba tecnicismos de boxeo para LA CUENTA ATRÁS en la terraza del mítico Don Manuel. Ambos eran aficionados a ese deporte y, ocasionalmente, practicantes. Luego, este año, tuve la suerte de coincidir con él en un par de ocasiones: la feria del libro de Sevilla y en la Semana Negra con ocasión de la promoción de NIÑOS DE TIZA por su parte y EL MAL ABSOLUTO, por la mía. Además de escritor de raza es un contador de chistes desternillantes, casi tan bueno como Juan. Si se junta con David Panadero, la combinación suele ser explosiva.
NIÑOS DE TIZA
NIÑOS DE TIZA

Mucho se hacen esperar los libros de David Torres. Un buen puñado de años, cinco, los que van desde EL GRAN SILENCIO, finalista del premio Nadal, a NIÑOS DE TIZA, premio Tigre Juan, que podría considerarse una secuela del primero. Pero mientras tanto el escritor madrileño no ha perdido el tiempo y tiene una cita continuada en las columnas del diario El Mundo en el que es un asiduo colaborador con artículos de brillante factura que ha recopilado en otro hermoso libro: BELLAS Y BESTIAS, un conjunto de retratos magistrales.
Vuelve NIÑOS DE TIZA al barrio, por el que Torres siente una especial querencia al definirse como niño de la última generación que utilizó la calle como patio de juegos ─ los niños de ahora no saben lo que es girar una peonza, jugar a las canicas, hacer carreras de chapas ni nada que se le parezca ─ del que volvían con heridas de guerra, esos costrones que siempre caían antes del tiempo y sobre los que las madres aplicaban algodones con agua oxigenada que quemaban como el demonio. En un mundo de realidad virtual eso suena a cosas del Pleistoceno, pero David Torres es joven, pertenece a esa generación que vivió, de pantalón corto, el final de la dictadura de Franco.
De esos niños del barrio de San Blas trata la novela de David Torres, de los de su barrio entre los que David jugaba en las postrimerías del franquismo como cierre de una etapa vital a partir de la cual las cosas iban a ser diferentes y se perderían las calles a favor de los coches, de los niños que, ya en el colegio, perfilan su personalidad, y de su deriva cuando se hacen mayores, de cómo ya entonces eran amigos o enemigos y de como esa relación se agudiza y se vuelve más tensa cuando crecen, de cómo esos enfrentamientos a puñetazos o pedradas en los váteres, fuera de clase, se convierten luego en cuchilladas o pistoletazos en las calles de la ciudad, porque la novela de David Torres tiene un pie en la nostalgia, que mira con ternura, y otro en la novela negra cuyos entresijos domina a la perfección con párrafos de una dureza extrema, saltando en el tiempo, constantemente, sin que se resienta un ápice su impecable estructura narrativa.

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