RESACA DE UN VIAJE

EL MISTICISMO
DE LA INDIA
Fotos y texto: José Luis Muñoz
Dicen que, inexorablemente, la India le cambia a uno, que, después de un viaje, que se considera iniciático, a la perla del Imperio Británico, ya no eres el mismo, te vuelves un místico o te replanteas la existencia desde parámetros distintos porque en ese reino de miseria profunda, que afecta a millones de seres, mientras más oscuros de piel más despreciados, solo puede brillar el espíritu.
Quizá es que me encuentre en una etapa de la vida marcada por un profundo escepticismo y haya demorado en exceso este viaje, pero confieso haber regresado de ese país fascinante y contradictorio más o menos igual a como marché, con algunos kilos menos ─ por mucho empeño que uno tenga siempre hay alguna bacteria que invade tu intestino ─ y la barba más larga.
La literatura y el cine, de una forma u otra, están en el centro de mis viajes, también en éste. Viajé imaginariamente a la India cuando era muy joven y devoraba las novelas de Rudyard Kipling, y también las de Emilio Salgari, ese novelista estejanovista que solo viajó a través del papel de sus libros; navegué por el Ganges cuando Jean Renoir me lo enseñó en su obra maestra “El río”, que nadie edita en DVD; lo hice en cada una de esas películas de aventuras que glosaban las heroicidades de los uniformados rojos de Su Majestad en detrimento de esos bandidos oscuros y fanáticos, envueltos en sus turbantes y con puñales torvos, que justificaban sus asesinatos rituales con ofrecimientos a la sanguinaria diosa Kali. Luego Luis Malle en su “Calcuta” y Mira Nair en su “Sadam Bombay” me impactaron con su India de miseria y barro gris y espectros vagando por sus calles.
La India es tan tremendamente hermosa, a nivel visual, como sucia y caótica en el tortuoso trazado de sus mal llamadas ciudades; ruidosa hasta el ensordecimiento por la sinfonía cotidiana de cláxones de camiones, autos, motos y bicicletas que se entrecruzan endiabladamente en calles desventradas, de las que huyó el asfalto sin posibilidad de retorno, sin colisionar nunca. La India puede ser tranquila y silente en los poéticos atardeceres de Udaipur, con la ciudad reflejándose en el espejo rojizo del lago Pichula mientras el tiempo se detiene, o en las barcas que remontan, con el suave aleteo de sus remos, el Ganges siguiendo la orilla escalonada de la ciudad santa de Varanasi en cuyos gaths arden los cadáveres perfumados por el humo de la madera de sándalo. La India es un conglomerado de buenos y malos olores que se confunden, viscosa por la humedad selvática alimentada por el monzón que la inunda año tras año o árida por la quemazón del desierto de Thal que se extienda al norte de Rajastán. La India es profundamente religiosa, salpicada por templos de todas las creencias, desde maravillas arquitectónicas, que hacen que miremos con otros ojos nuestras catedrales, a vulgaridades naif de colores chillones y esculturas de parque temático, desde monumentos grandiosos que descuellan en la desolación de la ruinosa edificación que pulula alrededor al más modesto templete que yergue el vecino piadoso con el arte de sus manos en cualquier esquina. La India es tremendamente colorida con la paleta de sus especias que condimentan una cocina del olfato que tizna de amarillo los labios y transforma nuestras insípidas verduras en platos suculentos; país contradictorio en los sentimientos que despierta en el viajero, incapaz de comprenderla hasta en su enrevesado pasado histórico de invasores cegados por sus riquezas que siempre detentaron unos pocos; brutal en sus contrastes entre los que lo tienen absolutamente todo, y siguen amasando sin pausa sus fortunas, regentando hoteles, palacios y fortificaciones, y quiénes no tienen absolutamente nada y su única esperanza es morir para reencarnarse en alguien más afortunado.
Quizá haya sido eso lo que más me ha impresionado, la brutal desigualdad social ante la que parece existir un dramático conformismo transmitido generación tras generación. Y la incapacidad de vislumbrar un futuro de esperanza para esos mil millones de hindúes.
Si hay una imagen que resuma todo ese sentimiento quizá sea ésta que capté en Udaipur por casualidad, porque los dos elementos de esa fotografía coincidieron en el campo visual de mi Nikon 200: la más miserable chabola, apenas unos palos y una tela que cualquier viento desarbola, a pocos pasos del más lujoso hotel del continente, con habitaciones de 600 euros la noche y suites de 3000, por cuyos pasillos se mueve un turismo de lujo que circula por el entramado de las caóticas calles del subcontinente indio sin apearse de su limusina─ la versión moderna del palanquín con que eran transportados los marajás─ y con mascarilla cuando baja la ventanilla para librarse de las miasmas de un aire espeso.
Las estadísticas afirman que La India es un pujante tigre asiático, que va camino de convertirse en una potencia mundial. No nos tomemos en serio esa estadística, puede aconsejarnos nuestro sentido común después de viajar por un subcontinente en donde falta todo menos miseria, las carreteras son un bache continuo, que nadie se molesta en arreglar, y ratas y cucarachas campan a sus anchas por los vagones de sus trenes sin que nadie, salvo el extranjero, se inmute por ello. La estadística dice que si tu vecino se come dos pollos y, mientras, a ti el hambre te muerde el estómago, tú comes ese pollo imaginario que tranquiliza a la humanidad. Las fortunas inconmensurables de los que viven en medio de un lujo asiático ─ aquí se entiende el adjetivo en toda su extensión, que es como vivir como un marajá ─ maquillan la balanza de la miseria de los que se hacinan en los suburbios ─ aunque casi todo sea suburbio ─ de las grandes ciudades.
Es el hindú un pueblo amable, sonriente, que no se inmuta ni alza la voz por nada ni nadie, que da, aunque no tenga, y pide por el espejismo de que quien los visita nada en la abundancia del euro o el dólar. Son los hindúes vendedores natos y tozudos capaces de vencer cualquier resistencia, insistentes hasta el agotamiento, prestidigitadores que deslumbran en el arte de exhibir su mercancía, sea ésta la que sea, en tiendas que no tienen fondo y almacenan infinitas mercaderías que se remontan al tiempo de las caravanas. Hoy las caravanas no las forman recuas de camellos sino modernos boings en donde toda esa mercadería excelsa, obra de la paciencia y manos expertas, entra en nuestro mundo a precio de saldo. Y son los hindúes mansos. Ése, el de la amable mansedumbre, el de la sonrisa que no desaparece aunque el hambre muerda el estómago, quizá sea su verdadero problema, que no puedan, o no sepan, estallar de rabia y cerrar el puño, que no sean capaces de sacudirse de encima siglos de tradiciones y costumbres que les impiden avanzar, que sigan admirando a unos marajás hacia los que sienten agradecimiento por haberles construido con su sudor y sangre palacios de mármol y oro, que tengan unos gobernantes capaces de convertirlos en potencia atómica pero incapaces de darles dignidad ciudadana, techo, comida o defenderlos de las catástrofes de la naturaleza.
Mientras en Europa nuestros reyes y gobernantes, sin olvidar dotarse de palacios de ensueño, se afanaron en tener las ciudades más hermosas del mundo ─ París, Londres, Praga, Viena, San Petersburgo…─, de las que sus ciudadanos se sienten orgullosos y tienen como suyas, en la milenaria India ese tesón se empleó en ornar con oro los tejados de mármol de los innumerables palacios de los marajás dejando las mal llamadas ciudades a su suerte. La bella y caótica Jaipur, un zoológico por cuyas calles caminan personas, monos, camellos, elefantes, vacas y perros en perfecta armonía, fue pintada de rosa hace cien años, y nadie repinta sus fachadas desconchadas. Los hermosos havelis de Mandawa pierden inexorablemente sus pinturas y se desploman en ruinas en donde crece la maleza y sirve de comida a las cabras.
Y nosotros acudimos al subcontinente indio, cegados por el brillo de ese contraste y porque esa miseria, colorida, es pasto de nuestra mirada.

Comentarios

elastichica ha dicho que…
Espectacular las fotos y relato.
Anónimo ha dicho que…
Dices que el viaje no te ha cambiado (yo te dije que en algún modo, lo haría), que sólo te ha afectado alguna bacteria, que sólo te ha crecido la barba. No lo creo. Yo diría que has vuelto, a la vista del excelente texto escrito a vuela pluma (eso se nota), algo más prosaico, un tanto más poético. En lo que no has cambiado es en tu capacidad para hacer extraordinarias fotos. Éstas lo son. Ah, sí, también: el turbante de marajá te sienta como un guante. Yo me lo pondría por casa. Un abrazo, querido amigo. Julio Murillo.
Felisa Moreno ha dicho que…
Hermoso texto y hermosas fotos. Por un momento me he trasladado a las calles de Jaipur, con sus monos y sus elefantes, he probado las verduras condimentadas y me ha ensordecido el ruido callejero. He sentido la rabia de ver el lujo contrapuesto a la más absoluta de las miserias y me he sublevado contra esa mansedumbre, esa docilidad de los indios.

La foto que más me ha gustado: la niña. En su rostro se refleja la inocencia, atrapada en unos rasgos bellos, perfectos. Esa media sonrisa ajena al futuro de miseria que le espera.

Mis felicitaciones por tu crónica, es muy buena.

Ah, y gracias por visitar mi blog.
Anónimo ha dicho que…
Amigo José Luis, con tu relato he comprendido más y mejor qué es hoy realmente la India que acudiendo a cualquier tratado sociológico. También, la desmitificación del mito del viajero iniciático. Sin duda, uno puede "descubir" el espíritu y la conciencia viajando a la India, pero también sin salir de casa.
Un abrazo
Santiago Trancón (http://hacer-pensar.blogspot.com)
José Luis Muñoz ha dicho que…
Gracias Santiago, gracias Julio, gracias Felisa. Me alegro de que os guste el texto y las fotos.
Anónimo ha dicho que…
Es tu mirada valiosa. tus apreciaciones, producto de lo que sos y pensás.
tu manera de escribir, exquisita.
Disfruté este texto por lo que dice y como lo dice.
Aún así me quedo pensando, pensando..pensando...
Alhucema ha dicho que…
Estaba en una hora "baja", tu estupendo viaje a la India me ha fascinado y remontado...¡Gracias!
Al final no sé si te envié mis libros,recuerdo que te lo prometí, pero ¡con esto de las vacaciones!
Las mías no han sido tan apasionantes como las tuyas, estuve haciendo de campesina en Borges Blanques (Lérida)y me entretuve, entre otras cosas, escribiendo y haciendo mermeladas
y melocotón en almibar.
Recuerdos de Luis Vea. Dime si te envié los libros o no.
Hasta pronto.

Inma Arrabal

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