LA FIRMA INVITADA
EL AHOGADO IMPOSIBLE
© José Antonio Leal Canales
Es la hora de partir. ¡Oh, abandonado!
Pablo Neruda.
Tras deshacer el nudo desplazó la alambrada a su derecha, dejando sólo el hueco que necesitaba para pasar, y volvió al coche para recoger el candado y la cadena. Luego, sin hacer caso al letrero que informaba del peligro de derrumbamiento, se introdujo con alguna dificultad a la otra parte y echó a andar a lo largo del dique que avanzaba en el mar, hasta llegar donde las aguas alcanzaban al muro.
La piedra, como era lógico, seguía allí, en el mismo sitio donde la viera el día anterior, como una invitación muda arrancada a la estructura de hormigón armado, que mostraba la simbiosis perfecta del cemento y el hierro, como si alguien a conciencia la hubiera puesto allí, justo al borde del mar, para que sirviera de consuelo a los enfermos crónicos de amor.
Aún no había anochecido, aunque la luna dejara ver ya su reflejo cómplice detrás de las nubes, y a lo lejos, colgada en la montaña, la ciudad encendiera las primeras luces de la noche.
Recordó las palabras de un amigo lejano que fue salvado de las aguas en el último instante: parece mentira que en tan poco tiempo se le vengan a uno encima tantos recuerdos.
Morir ahogado, en definitiva, era una muerte más. El resultado sería el mismo si se arrojara al vacío desde una torre, si pusiera su cabeza sobre el raíl de una vía y esperara al tren, o se abriera las venas con estoicismo senequista sumergido en una bañera de agua tibia. Sin embargo, algo había en esta muerte que lo atraía, y quizás fuera saber qué vivencias perdidas cualquier día entre los pliegues inútiles de su memoria, aflorarían de súbito para darle, en el momento final, un repaso de urgencia a lo que había sido su vida. Sabía que los recuerdos que visitan al ahogado en su agonía no son precisamente aquéllos que se esperan. Por eso, suponía que antes de su muerte las imágenes que ahora no tenía desfilarían ante él como los trozos de la cinta, empalmados en desorden, que habían sido arrojados por él mismo, en el rodar de su vida, a la honda papelera de la desmemoria, para completar en segundos la mala película de una vida a la que había decidido poner fin.
Aunque en el fondo le daría lo mismo, decidió llevar a cabo el acto de su muerte con la dignidad que requieren las cosas que se hacen por amor, y comenzó a desnudarse por los pies. Se quitó los zapatos y los puso a un lado, con el mismo cuidado que los pone un niño en la noche de Reyes; desabrochó los botones de su camisa muy despacio y se despojó al fin del pantalón, que dobló cuidadosamente por la raya como si tuviera que colgarlo en un armario. Tras dudar un instante se quitó también los calzoncillos, pero los arrojó con fuerza hacia la otra parte del dique, por pudor. Se quedó desnudo y solo frente al mar en la noche de octubre. Se preguntó si el agua estaría fría y, para comprobarlo, flexionó la pierna izquierda tratando de alcanzar el agua con los dedos de su pie contrario: estaba helada. Pensó que hubiera sido mejor suicidarse en verano, pero se conformó admitiendo que antes de helarse le llegaría la asfixia, porque no tenía mucha confianza en sus negros pulmones de fumador incorregible, y este pensamiento le hizo recordar que un condenado a muerte siempre tiene derecho a un último deseo. Buscó en el bolsillo del pantalón y sacó el tabaco y las cerillas, que luego volvió a colocar en su sitio. Fumó despacio, sin poder evitar que el humo, al envolverle, lo llevara a ella sin remedio. Recordó una vez más que su muerte sería una ofrenda de amor y se preguntó si en el fondo del mar, mientras se ahogaba, ella vendría presurosa a su memoria; si en el último instante de su vida ella invadiría una vez más su mente sumergida con la misma fuerza que le había perseguido su recuerdo inevitable en los últimos días sobre la tierra. No podría entender que, en el desordenado desfile de imágenes que asaltan al ahogado en su agonía, ella no estuviera presente, aunque tan sólo fuera para recordarle que estaba muriendo por amor.
Lanzó con un impulso del corazón contra el pulgar la colilla del cigarro al agua, espoleado por el último pensamiento. Introdujo la cadena entre los hierros que sobresalían de la piedra y fue enrollándola despacio en su tobillo derecho. Metió después la armella del candado abierto en los dos eslabones que quedaron sueltos y la encajó con una leve presión de sus dedos. En el silencio de la noche el sonido metálico del candado al cerrarse le pareció un disparo. Sacó la llave y la mantuvo un instante apretada en el puño. Luego extendió la mano cerrada sobre el mar y la fue abriendo muy despacio, hasta sentir que la llave escapaba entre sus dedos y se hundía en el agua. Puso la planta de su pie desnudo sobre la piedra, sintiendo el contacto rugoso del cemento, y la fue empujando lentamente hasta el borde del dique, donde la piedra dudó un instante antes de caer y arrastrarlo tras ella. Un grito terrible hizo enmudecer los cantos tristes de una fauna otoñal y dispersa. Su primer contacto con el agua le hizo estremecer, pero no tardó en hundirse siguiendo la trayectoria confusa de la piedra, notando en el pie la tirantez de la cadena que lo arrastraba al fondo.
El descenso le pareció eterno, porque no había pensado que pudiera ser tanta la profundidad en esa parte de la costa, pero al fin sintió el abrazo vegetal de las aguas profundas cuando la piedra tocó fondo y su cuerpo fue envolviéndose entre mantos viscosos y verdes, que le pusieron frías caricias en la piel y despertaron sentimientos de pánico en su alma inundada. Desesperadamente intentó volver a la superficie, sin conseguirlo. Su cuerpo había quedado definitivamente anclado y de nada le sirvió que agitara sus brazos, o tratara de impulsarse desde el limo del fondo con su único pie libre. Se sintió perdido y pensó en ella: buscó el recuerdo de su boca en la penumbra, donde tantas veces halló el aire que necesitaba para seguir viviendo, donde quiso hallar ahora un largo manantial de beso que le inundara para tener el consuelo de saber que estaba muriendo por amor. Pero no vino ningún otro recuerdo a su memoria, ni su mente de suicida se sintió asaltada por visiones turbulentas. Entonces dudó de la veracidad de los ahogados rescatados en naufragios y, atrapado por las algas en el fondo del mar, aún tardó algún tiempo en darse cuenta de que algo sorprendente, insólito, que nadie creería si pudiera tener la oportunidad de contarlo, le estaba sucediendo. Su cuerpo debería tener alguna propiedad que lo acercaba en parentela a los habitantes profundos, porque debajo del agua se sentía como uno más entre los peces que picaban suavemente el cebo de sus pies: por alguna extraña razón que no podía entender, estaba respirando.
Y si esto era así, por imposible que le pareciera; si no le llegaba la asfixia; si no se producía su muerte en el instante, para qué permanecer allí, atrapado en el fango, perfectamente vivo. Una vez más trató de impulsarse hacia arriba, pero no logró subir un palmo porque se lo impidió el peso de la piedra; intentó alcanzar la cadena que lo sujetaba, pero en su torpe movimiento sólo encontró la aparente suavidad de una cortina verdosa y cegadora que lo había atrapado por completo. Se sintió impotente y ridículo envuelto entre las frondas y atado por un pie a una cadena que le unía, como un cordón umbilical, a una piedra perdida en el légamo del fondo.
Sólo le quedaba la esperanza de que llegara pronto un animal capaz de devorarlo, un pez enorme que pusiera fin al terrible martirio de estar vivo e inútil atrapado en las aguas.
Tuvo la sensación de haber invocado a la muerte con el pensamiento, aunque lo más probable fuera que la hubiera invocado con su olor: no lejos de él había advertido ya la muda y ondulante presencia del animal más temible que surca el océano: el tiburón. No había pretendido esta muerte y sintió miedo, pero no tenía elección: morir de cualquier forma era mejor que permanecer allí, sorprendente y eterno como una secular reliquia de naufragio. Quiso hacer un movimiento con sus brazos para llamar la atención del animal, pero apenas logró mover las yemas rugosas de sus dedos. Los brazos se le habían paralizado y se había convertido en un ahogado inmóvil e imposible. Se dio cuenta de que ahora el animal estaba más cerca y tuvo la seguridad de que había sido descubierto. Esperó la embestida, la dentellada fría sobre su cuello, el mordisco eficaz que lo desprendiera de un tajo de la situación terrible en que vivía. Pero nada sucedió. Abrió sus ojos espantados y apenas pudo ver entre las aguas el ágil movimiento de la aleta horizontal que se alejaba. Sólo pudo encontrar una explicación que justificara la indiferencia del escualo: no tenía hambre.
Como no existen leyes en el mar que hagan regir los horarios, nunca pudo saber el tiempo que se mantuvo vivo flotando entre las aguas antes de advertir el movimiento de un nuevo animal de largos miembros que se acercó hasta él y lo miró con su único ojo enorme y cristalino. Era un animal raro, que se movía con torpeza entre las aguas. Tuvo que fijarse más para advertir que lo que había confundido con un monstruo marino era una silueta humana, un hombre ataviado con un traje submarino que llevaba a sus espaldas dos botellas de oxígeno. Entonces pensó que lo estarían buscando, al haber encontrado en el dique sus ropas y más allá el coche abandonado, pero le extrañaba que el hombre diera vueltas a su alrededor sin advertir su presencia. Quiso levantar una mano para tocarlo, pero no pudo conseguir movimiento alguno en su cuerpo; olvidado del medio en el que estaba, quiso gritar, pero su boca abierta se le había inundado y el agua entraba en ella como en una gruta, donde también entraban y salían los peces más pequeños. Notó apenas que el hombre tocaba la cadena enrollada en su tobillo y removía la piedra en las arenas del fondo, y sintió el contacto de la piel artificial cuando le pasó por debajo. Luego el hombre se alejó, y él pensó que no tardaría en volver con la ayuda necesaria para rescatarlo.
Esperó en vano durante mucho tiempo, y es posible que aún esté esperando, si no ha llegado a entender todavía que los que mueren por amor quedan condenados para siempre a vivir contemplándose en las aguas eternas del olvido.
Es la hora de partir. ¡Oh, abandonado!
Pablo Neruda.
Tras deshacer el nudo desplazó la alambrada a su derecha, dejando sólo el hueco que necesitaba para pasar, y volvió al coche para recoger el candado y la cadena. Luego, sin hacer caso al letrero que informaba del peligro de derrumbamiento, se introdujo con alguna dificultad a la otra parte y echó a andar a lo largo del dique que avanzaba en el mar, hasta llegar donde las aguas alcanzaban al muro.
La piedra, como era lógico, seguía allí, en el mismo sitio donde la viera el día anterior, como una invitación muda arrancada a la estructura de hormigón armado, que mostraba la simbiosis perfecta del cemento y el hierro, como si alguien a conciencia la hubiera puesto allí, justo al borde del mar, para que sirviera de consuelo a los enfermos crónicos de amor.
Aún no había anochecido, aunque la luna dejara ver ya su reflejo cómplice detrás de las nubes, y a lo lejos, colgada en la montaña, la ciudad encendiera las primeras luces de la noche.
Recordó las palabras de un amigo lejano que fue salvado de las aguas en el último instante: parece mentira que en tan poco tiempo se le vengan a uno encima tantos recuerdos.
Morir ahogado, en definitiva, era una muerte más. El resultado sería el mismo si se arrojara al vacío desde una torre, si pusiera su cabeza sobre el raíl de una vía y esperara al tren, o se abriera las venas con estoicismo senequista sumergido en una bañera de agua tibia. Sin embargo, algo había en esta muerte que lo atraía, y quizás fuera saber qué vivencias perdidas cualquier día entre los pliegues inútiles de su memoria, aflorarían de súbito para darle, en el momento final, un repaso de urgencia a lo que había sido su vida. Sabía que los recuerdos que visitan al ahogado en su agonía no son precisamente aquéllos que se esperan. Por eso, suponía que antes de su muerte las imágenes que ahora no tenía desfilarían ante él como los trozos de la cinta, empalmados en desorden, que habían sido arrojados por él mismo, en el rodar de su vida, a la honda papelera de la desmemoria, para completar en segundos la mala película de una vida a la que había decidido poner fin.
Aunque en el fondo le daría lo mismo, decidió llevar a cabo el acto de su muerte con la dignidad que requieren las cosas que se hacen por amor, y comenzó a desnudarse por los pies. Se quitó los zapatos y los puso a un lado, con el mismo cuidado que los pone un niño en la noche de Reyes; desabrochó los botones de su camisa muy despacio y se despojó al fin del pantalón, que dobló cuidadosamente por la raya como si tuviera que colgarlo en un armario. Tras dudar un instante se quitó también los calzoncillos, pero los arrojó con fuerza hacia la otra parte del dique, por pudor. Se quedó desnudo y solo frente al mar en la noche de octubre. Se preguntó si el agua estaría fría y, para comprobarlo, flexionó la pierna izquierda tratando de alcanzar el agua con los dedos de su pie contrario: estaba helada. Pensó que hubiera sido mejor suicidarse en verano, pero se conformó admitiendo que antes de helarse le llegaría la asfixia, porque no tenía mucha confianza en sus negros pulmones de fumador incorregible, y este pensamiento le hizo recordar que un condenado a muerte siempre tiene derecho a un último deseo. Buscó en el bolsillo del pantalón y sacó el tabaco y las cerillas, que luego volvió a colocar en su sitio. Fumó despacio, sin poder evitar que el humo, al envolverle, lo llevara a ella sin remedio. Recordó una vez más que su muerte sería una ofrenda de amor y se preguntó si en el fondo del mar, mientras se ahogaba, ella vendría presurosa a su memoria; si en el último instante de su vida ella invadiría una vez más su mente sumergida con la misma fuerza que le había perseguido su recuerdo inevitable en los últimos días sobre la tierra. No podría entender que, en el desordenado desfile de imágenes que asaltan al ahogado en su agonía, ella no estuviera presente, aunque tan sólo fuera para recordarle que estaba muriendo por amor.
Lanzó con un impulso del corazón contra el pulgar la colilla del cigarro al agua, espoleado por el último pensamiento. Introdujo la cadena entre los hierros que sobresalían de la piedra y fue enrollándola despacio en su tobillo derecho. Metió después la armella del candado abierto en los dos eslabones que quedaron sueltos y la encajó con una leve presión de sus dedos. En el silencio de la noche el sonido metálico del candado al cerrarse le pareció un disparo. Sacó la llave y la mantuvo un instante apretada en el puño. Luego extendió la mano cerrada sobre el mar y la fue abriendo muy despacio, hasta sentir que la llave escapaba entre sus dedos y se hundía en el agua. Puso la planta de su pie desnudo sobre la piedra, sintiendo el contacto rugoso del cemento, y la fue empujando lentamente hasta el borde del dique, donde la piedra dudó un instante antes de caer y arrastrarlo tras ella. Un grito terrible hizo enmudecer los cantos tristes de una fauna otoñal y dispersa. Su primer contacto con el agua le hizo estremecer, pero no tardó en hundirse siguiendo la trayectoria confusa de la piedra, notando en el pie la tirantez de la cadena que lo arrastraba al fondo.
El descenso le pareció eterno, porque no había pensado que pudiera ser tanta la profundidad en esa parte de la costa, pero al fin sintió el abrazo vegetal de las aguas profundas cuando la piedra tocó fondo y su cuerpo fue envolviéndose entre mantos viscosos y verdes, que le pusieron frías caricias en la piel y despertaron sentimientos de pánico en su alma inundada. Desesperadamente intentó volver a la superficie, sin conseguirlo. Su cuerpo había quedado definitivamente anclado y de nada le sirvió que agitara sus brazos, o tratara de impulsarse desde el limo del fondo con su único pie libre. Se sintió perdido y pensó en ella: buscó el recuerdo de su boca en la penumbra, donde tantas veces halló el aire que necesitaba para seguir viviendo, donde quiso hallar ahora un largo manantial de beso que le inundara para tener el consuelo de saber que estaba muriendo por amor. Pero no vino ningún otro recuerdo a su memoria, ni su mente de suicida se sintió asaltada por visiones turbulentas. Entonces dudó de la veracidad de los ahogados rescatados en naufragios y, atrapado por las algas en el fondo del mar, aún tardó algún tiempo en darse cuenta de que algo sorprendente, insólito, que nadie creería si pudiera tener la oportunidad de contarlo, le estaba sucediendo. Su cuerpo debería tener alguna propiedad que lo acercaba en parentela a los habitantes profundos, porque debajo del agua se sentía como uno más entre los peces que picaban suavemente el cebo de sus pies: por alguna extraña razón que no podía entender, estaba respirando.
Y si esto era así, por imposible que le pareciera; si no le llegaba la asfixia; si no se producía su muerte en el instante, para qué permanecer allí, atrapado en el fango, perfectamente vivo. Una vez más trató de impulsarse hacia arriba, pero no logró subir un palmo porque se lo impidió el peso de la piedra; intentó alcanzar la cadena que lo sujetaba, pero en su torpe movimiento sólo encontró la aparente suavidad de una cortina verdosa y cegadora que lo había atrapado por completo. Se sintió impotente y ridículo envuelto entre las frondas y atado por un pie a una cadena que le unía, como un cordón umbilical, a una piedra perdida en el légamo del fondo.
Sólo le quedaba la esperanza de que llegara pronto un animal capaz de devorarlo, un pez enorme que pusiera fin al terrible martirio de estar vivo e inútil atrapado en las aguas.
Tuvo la sensación de haber invocado a la muerte con el pensamiento, aunque lo más probable fuera que la hubiera invocado con su olor: no lejos de él había advertido ya la muda y ondulante presencia del animal más temible que surca el océano: el tiburón. No había pretendido esta muerte y sintió miedo, pero no tenía elección: morir de cualquier forma era mejor que permanecer allí, sorprendente y eterno como una secular reliquia de naufragio. Quiso hacer un movimiento con sus brazos para llamar la atención del animal, pero apenas logró mover las yemas rugosas de sus dedos. Los brazos se le habían paralizado y se había convertido en un ahogado inmóvil e imposible. Se dio cuenta de que ahora el animal estaba más cerca y tuvo la seguridad de que había sido descubierto. Esperó la embestida, la dentellada fría sobre su cuello, el mordisco eficaz que lo desprendiera de un tajo de la situación terrible en que vivía. Pero nada sucedió. Abrió sus ojos espantados y apenas pudo ver entre las aguas el ágil movimiento de la aleta horizontal que se alejaba. Sólo pudo encontrar una explicación que justificara la indiferencia del escualo: no tenía hambre.
Como no existen leyes en el mar que hagan regir los horarios, nunca pudo saber el tiempo que se mantuvo vivo flotando entre las aguas antes de advertir el movimiento de un nuevo animal de largos miembros que se acercó hasta él y lo miró con su único ojo enorme y cristalino. Era un animal raro, que se movía con torpeza entre las aguas. Tuvo que fijarse más para advertir que lo que había confundido con un monstruo marino era una silueta humana, un hombre ataviado con un traje submarino que llevaba a sus espaldas dos botellas de oxígeno. Entonces pensó que lo estarían buscando, al haber encontrado en el dique sus ropas y más allá el coche abandonado, pero le extrañaba que el hombre diera vueltas a su alrededor sin advertir su presencia. Quiso levantar una mano para tocarlo, pero no pudo conseguir movimiento alguno en su cuerpo; olvidado del medio en el que estaba, quiso gritar, pero su boca abierta se le había inundado y el agua entraba en ella como en una gruta, donde también entraban y salían los peces más pequeños. Notó apenas que el hombre tocaba la cadena enrollada en su tobillo y removía la piedra en las arenas del fondo, y sintió el contacto de la piel artificial cuando le pasó por debajo. Luego el hombre se alejó, y él pensó que no tardaría en volver con la ayuda necesaria para rescatarlo.
Esperó en vano durante mucho tiempo, y es posible que aún esté esperando, si no ha llegado a entender todavía que los que mueren por amor quedan condenados para siempre a vivir contemplándose en las aguas eternas del olvido.
JOSÉ ANTONIO LEAL CANALES (CÁCERES , 1958)
Ha obtenido los premios literarios Francisco Casanova (1982), Felipe Trigo(1987), Miguel de Unamuno (1982), Bacarola (1988), Mislata (1998), y González Castell (2000) entre otros. Sus preferencias se han inclinado más por el relato corto. Algunos de sus cuentos están publicados en el libro Maneras de morir (2000) o aparecen en diferentes antologías y revistas literarias. Ha publicado también las novelas cortas El Valbanera o la esperanza (1987) y Cita en La Habana (1998), además de cultivar el género negro con la publicación de su novela Los pasos del camaleón (2005). Con El fuego y las cenizas (Imagine Ediciones, 2008) ganó el premio de novela romántica Ciudad de Seseña.
Ha obtenido los premios literarios Francisco Casanova (1982), Felipe Trigo(1987), Miguel de Unamuno (1982), Bacarola (1988), Mislata (1998), y González Castell (2000) entre otros. Sus preferencias se han inclinado más por el relato corto. Algunos de sus cuentos están publicados en el libro Maneras de morir (2000) o aparecen en diferentes antologías y revistas literarias. Ha publicado también las novelas cortas El Valbanera o la esperanza (1987) y Cita en La Habana (1998), además de cultivar el género negro con la publicación de su novela Los pasos del camaleón (2005). Con El fuego y las cenizas (Imagine Ediciones, 2008) ganó el premio de novela romántica Ciudad de Seseña.
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