FOTO SEPIA

EL RHIN
José Luis Muñoz

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Observen conmigo esta foto y estudien a los dos chicos. Chico y chica dirían ahora por culpa de la obsesión genérica.Lo primero que se advierte en sus rostros, sanos, de redondos mofletes, es un aura de felicidad. ¿Porque tienen muy pocos años? Sí, pero no sólo por eso. Bueno, daré una pista: ella está enamorada, y ello es visible en su mirada soñadora. Del chico que le hace la foto que es alto, rubio y de ojos azules, el prototipo perfecto de la raza aria. El muchacho, que aparece despeinado por una ráfaga de viento, aparenta nueve años. Creo que los tiene. La chica le dobla, es decir, dieciocho recién cumplidos. Nadie lo ve, pero ambos navegan a bordo de uno de esos barcos de turistas que bajan por el Rhin con la cubierta empapada de cerveza. Es la primera vez que ambos visitan Alemania y que salen al extranjero. No debe de hacer frío puesto que el niño va con manga corta, pero tampoco brilla el sol y se intuye un cielo nuboso. El peinado de ella es de la época: 1960. Alemania está dividida y semiocupada. Cuando han ido a coger ese barco, por el trayecto de carretera, se han cruzado con convoyes de las fuerzas norteamericanas que permanecen estacionadas en el país. Si nos fijamos detenidamente en sus caras observaremos una cierta similitud en sus rostros, lo que nos lleva a pensar que son hermanos. El pelo del chico es rebelde y así será toda su vida, hasta cuando encanezca, símbolo de su corazón. Y ambos tienen sueños que cumplirán a su debido tiempo y en esos momentos ignoran cuándo. Ella, por ejemplo, sueña con América, como un mito de libertad fuera de la España asfixiante en donde nació y de la que intenta huir una y otra vez hasta que lo conseguirá. El sueña con muchas vidas y lo hace a través del lápiz y el papel, escribiendo, sin saber que esa va a ser su vocación y su profesión.

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Me cuesta reconocerme en ese crío despeinado de nueve años. Es el aire del Rhin, por el que navegamos en un barco de turistas 49 años atrás. De ese viaje fluvial recuerdo las pésimas salchichas blancas de gruesa piel, que escupía al suelo, y un incidente racista en el urinario en donde un germano filonazi, o nazi a secas, exteriorizó su desprecio por mi aspecto meridional. Tengo cara de buen chico, saludable. Como mi hermana. Ambos estamos como en gracia, relajados e inocentes, disfrutando de la travesía y éste debe de pertenecer a uno de los escasos momentos en que yo estaba quieto después de trotar arriba y abajo, de popa a proa. Ella es la inductora de mi pasión por el cine que dura a día de hoy. Y siempre que veo Apache, de Robert Aldirch, con Burt Lancaster, piel roja de ojos azules, y Jean Peters, me acuerdo de ella y de los novillos del cole para irnos a los cines de barrio de Gracia de sesiones dobles. La chica no sabe que va a ser norteamericana, aunque en los cajones de su cómoda almacene fotos de todos los astros de Hollywood dedicadas y sueñe con las playas de California adonde finalmente irá a parar, ni yo que veintiseis años más tarde voy a publicar mi primer libro, aunque ya haya escrito miles de páginas y tenga una novela que, mira por dónde, premonitoriamente se llama Auschwitz y escribí cuarenta y tres años antes de El mal absoluto. Trato de acordarme de qué color es el niki que llevo. No lo consigo. Un alemán rubio, por eliminación, hace la foto. Aún hoy siento el aire y el tacto de la bancada de madera sobre la que estoy sentado.