EL RELATO

Este blog sobrepasó las 100.000 visitas y, para celebrarlo, un relato galardonado con el Premio Dulcinea 2010 que permanece inédito en papel. Y el título es ambiguo.
LA ÚLTIMA CORRIDA
José Luis Muñoz
Siempre los miraba a los ojos, salieran desbravados, o pegando brincos y haciendo cabriolas en el aire. Mirar siempre a los ojos del enemigo para congraciarse. Aunque se rieran los espadas. Y lo que vio al principio no le gustó. Como el presagio de la tarde anterior. Cuando estaba con la mujer. El toro como aquella mujer de negro que lo estuvo persiguiendo hasta conseguirlo, haciéndose la encontradiza con él hasta que se encontraron realmente en la cama de la habitación y batallaron el uno sobre el otro sin articular palabra, sólo gemidos. La mujer de negro de piel oscura, pátina de aceituna, ojos grandes, insondables, cejas marcadas, a un paso de unirse, y la boca ancha de las hembras sensuales. La mujer parecía el fantasma de Ava Gardner y él tenía la suerte de Luis Miguel Dominguín o Mario Cabré. Un mujer recia de formas muy marcadas, como la devoradora de hombres norteamericana, de una sensualidad felina, agresiva en la cama, embistiendo de forma salvaje, robándole el placer a regañadientes, desarbolando toda su resistencia tras besar una a una todas las cicatrices de su cuerpo.
—Maestro, le esperamos para cenar.
El jefe de cuadrilla había llamado quedo a la puerta. Le había dicho que diera tres golpes. Lo oyó a pesar del sofoco. Los tres golpes coincidiendo con esa enorme corrida con la que se vació y con sus involuntarios gemidos que aquella boca grande y húmeda, pegada a la suya, como ventosa, ahogaba mientras le clavaba los dedos en la carne. Y la hembra encima, desnuda, con las caderas abrazadas, los pechos afilados como los pitones del toro descendiendo sobre él en el final de la última cabalgada, dándole la puntilla.
No tenía nombre. Carmen, Dolores, María, Misericordia, cualquiera sabe. Tampoco se lo pidió. No se iban a ver más. La admiró mientras se vestía de espaldas a él y metía las nalgas generosas en ropa interior de encaje que eran como un marco resaltando la obra de arte de sus curvas. La vio mientras sus torneadas piernas eran abrazadas por las medias de nylon que dibujaban sus pantorrillas y afilaban sus muslos. Y ni un beso. Ni un gesto de la mano de despedida. Sólo coger el pomo de la puerta, retorcerlo, salir al pasillo del hotel y perderse los pasos de sus zapatos de tacones afilados por la moqueta roja. Una coleccionista de toreros. Una de esa chifladas que asedian a los matadores y les quieren sorber su semen antes de la corrida.
Estaba en la cena. Con sus cuadrilla. Con Bartolo, el banderillero, su fiel escudero, que tenía una cornada en la ingle que le dio un toro mihura en la plaza de Tomelloso por salvarle. Y con Jacinto, el picador, quien más caballos había visto con las tripas fuera, que tenía un brazo de hierro capaz de mantener a distancia a las bestias.
—La hemos visto, patrón.
—¿A quién?
Besaba la copa y el vino fino de las tierras de Andalucía pasaba por su gaznate para ahogar la ración de gambas al ajillo que ya trituraba su estómago. Buscó fuego para su cigarro habano. Fue Jacinto quien le prendió la punta con un fósforo.
—La real hembra—resopló con admiración Bartolo—. Guapa, sí señor, y poderío por los cuatro costados. Una mujer de raza por la que no me importaría morir empitonado. ¡Jesús! ¡Qué temperamento!
Ahora miraba los ojos de la fiera y veía en ellos a los de la misteriosa mujer de negro que había sido suya por capricho. Había salido brava la res, como si los días de encierro y hambre que pesaban sobre ella de nada le hubieran servido. Irrumpió en la plaza saliendo del callejón, dando cabezadas a derecha e izquierda, levantando el polvo de la plaza, y tras embestir a los capotes de los banderilleros se dirigió derecho contra él, como si intuyera que era el maestro. Hincó el torero la rodilla en tierra, le lanzó el capote con una mano, se envolvió en él y dejó que el toro girara a su alrededor, rozándole con los pitones mientras la plaza se ponía en pie, como un solo hombre, y coreaba “Olé”.
Mordió el capote y dio la señal al picador para que entrara en acción. La bestia, desde el centro de la plaza, cargó sin previo aviso contra Jacinto y su ciega montura. La pica se hundió en su lomo y saltó la sangre con violencia manchando las defensas del podenco. El brazo de Jacinto, tras la embestida, mantuvo a distancia al toro que cabeceó inútilmente buscando el vientre del caballo, para abrirle la tripa, y el caballo, ciego, aterrorizado, husmeaba la muerte mientras se desplazaba de lado por la barrera sin conseguir tocar con los cuatro cascos el suelo.
—Tenga cuidado, maestro—le dijo Jacinto—. Está bien picado, pero tiene redaños de sobras el hijoputa ese.
Preguntó su nombre. ¿Cómo coño se llamaba esa fiera de cuatro patas? No se acordaba. Bartolo le refrescó la memoria.
—Albero, maestro.
Salieron los banderilleros mientras sonaban los clarines. Corrieron por la plaza, haciendo requiebros con la cintura, hasta acercarse al toro e hincaron en sus carnes castigos de fuego que lo encabritaron. Corrió furioso el toro tras ellos, pero corrieron más los banderilleros y se pusieron a salvo saltando la barrera con agilidad de atletas.
—Suerte, maestro—le deseó Bartolo—. Anda, que el toro ya es suyo.
Salió con la muleta y la espada y se situó en el centro de la arena. Junto a la barrera, una mancha de sangre que absorbía la arena, indicaba la gravedad del castigo. Giró en redondo, con la montera en la mano, y la lanzó a ciegas hacia el público. Quedóse helado cuando vio a la mujer de la noche anterior, vestida de negro, con un traje entallado y peineta en los cabellos, alzarse de su asiento y cogerla al vuelo.
—Espera después de la corrida, hembrita—murmuró entre dientes, excitado.
El toro iba a la muleta. Los primeros pases fueron nerviosos. Luego la bestia se calmó y pudo mirarla a los ojos.
—Sé bueno—le dijo—. Déjate torear, Albero, y esta noche, te lo juro, me correré a tu salud.
Pasó lento, rozándole con el lomo ensangrentado, hiriéndole con los pares de banderillas el rostro, abriendo un surco en la mejilla que se llenó de polvo y se añadió a las muchas cicatrices que ya tenía. Hizo quiebros de cintura, movió la muleta y la espada sobre su cornamenta con elegancia y la bestia pasó obediente bajo ellas, como hipnotizada.
—¡Olé!—rugió la plaza y empezó a sonar el pasodoble de la orquesta.
—Bravo, Albero, Alberito—le dijo el maestro, tocándole la testuz con la punta de la espada, girando a continuación, alejándose de espaldas, descubierto, el pecho henchido, la chaquetilla destellando mil luces al sol, arropado por salvas de aplausos del respetable que se izaba de los bancos como una marea unánime.
—Suerte, maestro—le deseó Bartolo, cambiándole la espada.
Miró un momento hacia el tendido. La hermosa mujer de negro se destacaba entre muchachas rubias con trajes entallados de colores y guirnaldas en los cabellos. A su lado dos hombres ceñudos, encorbatados, humeando el aire de la plaza con sus cigarros incandescentes. Se había cubierto la real hembra sus grandes ojos de almendra con gafas oscuras y la boca, pintada de rojo fuerte, brillaba entre la perfecta nariz y la curvada barbilla prometiendo besos. La deseó el torero para acabar su tarde de gloria y la imaginó desnuda sobre tacones de alfiler recorriendo la habitación antes de sentarse a horcajadas sobre él. La miró y ella sonrió de forma distraída mientras aferraba con maneras de fetichista la montera y la estrujaba contra su pecho.
—¡Vamos, Albero!
Las bestia estaba cansada y una espesa baba colgaba de su morro que exhalaba su agrio aire. La sangre de las heridas le corría patas abajo y todo su cuerpo era como una desordenada bandera libertaria brillando al sol de la arena. Los pares de banderillas ya no estaban enhiestos, sino que se habían tumbado por los costados entre capotazos y carreras. Miró al hombre que se acercaba con la capa roja y se aproximó a él forzando una corta carrerilla. Volvió a pasar por donde el torero quería y volvió a oír los gritos del respetable.
—Ahora sé bueno, Albero. Déjate matar de una buena estocada.Se hizo el silencio. La orquesta enmudeció y los fumadores mordieron con tensión las boquillas de sus cigarros mientras las mujeres aventaban el aire cálido de la plaza con miles de abanicos. Sólo tres pasos separaban torero de toro cuando el maestro se puso de puntillas, bajo la capa y desnudó la espada. La bestia miró el sol reflejado en el acero y luego, de súbito, sacó fuerzas de la debilidad y se arrancó con furia. La espada rebotó en la giba y saltó de la mano del torero girando en el aire. El cuerno derecho de la bestia le entró en la ingle, le abrió el escroto, le aplastó los testículos mientras un grito de pavor se alzaba de toda la plaza y los peones salían con sus capotes en auxilio del maestro prendido de la cornamenta de Albero. De esa guisa dio su vuelta triunfal el toro la vuelta al ruedo, con el muñeco de sangre empotrado entre sus cuernos, hasta que se situó delante de la misteriosa dama de negro. Y entonces, agachó la cabeza, y lo lanzó sobre el tendido con un movimiento potente de cuello. Cayó el maestro, con el traje de luces hecho jirones y entintado, en brazos de la mujer, tiznó de sangre su vestido y trazó con sus dedos chorretones de rojo en sus mejillas antes de caer inmóvil a sus pies, desangrado, la cara grisácea, la boca abierta y convulsa.
—¿Sabes una cosa, hermosa?—le dijo el torero a la mujer, sonriente, tomándola del brazo, cuando se cubría los pechos y se subía a sus zapatos de aguja—. Que da muy mal fario que la noche anterior a una corrida estés con una mujer. Pero a mi me da igual, que no soy ningún supersticioso y el toro que me ha de matar aún no ha nacido.

Comentarios

Javier Márquez Sánchez ha dicho que…
Un gran relato, sí señor, cargado de tensión y de erotismo, con una excelente recreación del ambiente a ambos lados del burladero...
Anónimo ha dicho que…
Excelente relato,José Luis.Como bien dice Javier, cargado de erotismo y tensión. Vaya dos fieras con las que tuvo que lidiar el pobre torero...
José Luis Muñoz ha dicho que…
Pues eso es un buen elogio, Javier, viniendo de un sevillano. Lo siento, pero a mí es que los toros y todo el ambiente me gusta. ¡Qué le vamos a hacer!
José Luis Muñoz ha dicho que…
Pues sí, Pilar. Hay fieras en todas partes. Me alegro que te haya gustado el relato

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