DIARIO DE UN ESCRITOR

Arán, 1 de enero de 2012



Empecé el 2012 escribiendo. Sí, me puse ante el ordenador, después de saltarme las uvas, que odio, dicho sea de paso, y las doce campanadas, entretenido en contestar una serie de sms que entraban en ese momento y en comer los canapés y los espárragos con mayonesa que fueron mi última cena, esto tiene un cariz siniestro, del condenado a muerte, del 2011. Casi cayó una botella entera de cava. Así es que me puse a escribir, diez páginas de golpe, un relato de terror que me ha pedido el amigo y colega Fernando Marías para una próxima antología y deberá estar listo para el día de Reyes, por lo que no dispongo de mucho tiempo. Lo tenía en la cabeza, pero ahora había que trasladarlo al papel, digo, al ordenador, y nunca se sabe lo que puede suceder en ese tránsito, lo cual siempre es un estímulo para el que lo escribe. Lo empecé a escribir bajo los efluvios del cava (no soy un escritor alcohólico como Malcom Lowry, Dashiell Hammeth, William Faulkner, Edgar Alan Poe o Bukowski, y ahí sigue, al mismo nivel de siempre, esa botella de whisky que adorna mi estudio, lo hace más literario) y, mientras lo hacía, me estremecía: de terror. Es una norma de oro para los escritores, es mi modesta opinión. Si uno escribe un relato de horror, hay que sentir pánico; si lo que se escribe es uno de violencia, te tiene que saltar la sangre a la cara; si lo que se hace es uno erótico, tienes que excitarte. Sólo de esa forma conseguirás excitar, horrorizar y asquear al lector. Claro que también hay literatura sin emociones, cómoda, light, pero esa no es la mía.
A las dos de la madrugada recibí una llamada femenina, la primera de las tres, de este año. Una voz argentina que me llegaba desde Barcelona. Reímos. Ya estaba en la cama. Hablamos de mi incidente en la pista de hielo y de mi solitaria despedida de año en las montañas. Estuvimos diez minutos hablando jocosamente. Ella, aunque no me lo confesó, también había bebido y estaba algo eufórica. Intentó psicoanalizarme. Lógico, era argentina. A propósito de mi incidente en la pista de hielo. Estás buscando un castigo, me dijo. Seguramente, tengo múltiples pecados sobre mi conciencia y un sustrato cristiano de mi época con los jesuitas y claretianos. Luego, me dormí, hasta que a las once y media de la mañana (el despertador sonó y sonó sin que le hiciera el más mínimo caso) me despertó una voz cantarina del sur que me hablaba desde Estambul. Hablé con la propietaria de esa voz de Estambul, de las cisternas, lo que más me gustó de esa maravillosa ciudad puente. La voz cantarina se acordaba de mí porque estaba comiendo un pastel de pistacho y sabía lo que me gustaba. Lástima que no llegue vía telefónica ese dulce exquisito. Me levanté, entonces. Muy tarde para desayunar, pensé. Me hice un zumo de naranja. Me vestí. Cogí el coche. Me fui directamente al Coth de Baretges. Pero no subí hasta arriba. La pista estaba helada de principio a fin y yo seguía traumatizado por mi incidente de días atrás. Las roderas de los coches que habían subido estos días eran sendas pistas de patinaje, puro y duro hielo de diez centímetros de espesor. Así es que dejé el coche aparcado sobre el enorme bloque de hielo de la entrada de la pista forestal, me bajé, resbalando, y subí andando.
La nieve era discontinua. Como el hielo. A veces tropezaba con tramos de pista helada que ponían a prueba mi sentido del equilibrio. Andaba entonces muy despacio, mirando en donde ponía en pie, buscando el hielo más quebradizo. Otras veces me iba hacia el borde del camino, buscando un trozo de hierba sin nieve. No había nadie. Ni personas ni animales. Pero la temperatura era buena, mejor a medida que ascendía e iba al encuentro del sol que asomaba de vez en cuando entre las ramas de ese bosque tupido y gigantesco que precede al cuello de montaña hacia el que me dirijo. Encontré un turismo aparcado en la pista. Me pregunté cómo había sido capaz de subir por aquellos repechos de pista convertidos en placas de hielo. Un misterio. Lo inspeccioné. Ni siquiera llevaba cadenas. Sentí un enorme complejo por no haber cogido yo el coche y haber hecho lo mismo. Pero inmediatamente me recordé patinando marcha atrás en aquella maldita curva de aquella maldita pista forestal y me alegré de seguir acomplejado por mi torpeza. Luego oí un par de estampidos de escopeta: un cazador en acción. Pero, ¿dónde se encontraban los animales? Seguí subiendo por el camino, sin víveres (así bajaba la desmesurada cena de nochevieja y así me castigaba por mis excesos con el alcohol limpiando mi cuerpo) y, a medida que lo hacía, la nieve sustituía al hielo, hasta llenar toda la pista. A veces me hundía en ella hasta más allá del tobillo, Otras estaba dura y era fácil progresar por ella. Vi el rastro de un excursionista que me precedía con raquetas de nieve. Me dije que tendría que hacerme con unas si quiero seguir haciendo excursiones por estos parajes hibernales.
Recibí entonces la tercera llamada femenina de este 2012: Mademoiselle Bonnaire que me llamaba desde la vecina Foz. De fondo oía a sus ocas reclamar su pitanza de Año Nuevo. Hablamos de cómo habíamos pasado nuestras respectivas nocheviejas. Ninguna mención a ese largo beso en la puerta de mi casa. Empiezo a temer que fue fruto de imaginación. ¿Y ahora, subiendo al Coth de Baretges, es real o también es imaginación? Decido tocar la nieve con la mano. Es real. Me despido de Mademoiselle Bonnaire y sigo montaña arriba.
Poco antes de llegar al Coth la nieve era muy abundante, excesivamente. Había verdaderas montañas de nieve virgen, no pisada por nadie, en la que me hundía casi hasta la rodilla. Decidí dar media vuelta, derrotado a diez minutos de alcanzar mi meta, pero rectifiqué y decide dejar la pista y tomar una senda más corta y empinada que, monte a través, me llevaba hasta Baretges. Unos excursionistas con raquetas descendían por ella, precisamente, y trazaban en la nieve la dirección exacta. Seguí el surco que iban dejando y subí. La nieve en la ladera era mucho más escasa y estaba mucho más dura que la que invadía la pista. A los diez minutos de marcha, sobre las tres de la tarde, empecé a coronar y a ver, emergiendo sobre el enorme prado nevado que sepultaba la hierba del Coth de Baretges, las picudas agujas de la Maladeta. Y seguí subiendo hasta tener la panorámica completa para fotografiarla. Las tres y media. Buena hora para el descenso teniendo en cuenta que a las cinco y media empieza a oscurecer y tenía las botas empapadas de agua aunque sentía los pies calientes. En la bajada mi máximo cuidado era el hielo, no resbalar en él, estar muy atento a las numerosas placas y evitarlas. No podía caerme. Ya no quedaba nadie en la zona, todos los excursionistas (tropecé con otro con esquíes de fondo) habían iniciado ya el descenso y yo era el último que quedaba por el paraje. El camino de regreso se me hizo largo, eterno. Te das cuenta entonces, de todo lo que has subido y te sorprendes de haber sido capaz de hacerlo. Además empecé a sentir hambre. Y sueño. Un sueño atroz que siempre me coge cuando camino por encima de la nieve crujiente. De vez en cuando me detenía, me apoyaba en el bastón y echaba un ligero sueñecito de treinta segundos que me reconfortaba para seguir el descenso. Estuve a punto de caer al pisar una traicionera placa de hielo oculta bajo la nieve. Reaccioné a tiempo y evité la caída apoyándome en el bastón. Seguía sin hacer frío. Había mucha leña cortada a lo largo del camino, gran cantidad de troncos y ramas de árboles, pero no me veía con fuerzas para acarrearlas hasta el coche. Al cabo de una eternidad, a las cinco de la tarde, llegaba al coche y entonces sí cargaba toda la leña que veía a su alrededor, montaba y emprendía el descenso a casa, muerto de sueño. Por el camino dirimía si comer o dormir. Finalmente, cuando llegué a casa, rendido, decidí que más me aprovecharía dormir, así es que me fui a la cama, a las seis menos cuarto, y de ella no salí hasta las nueve de la noche, justo para ver las noticias y comer alguna cosa: un plato de espárragos con mayonesa y un filete de pargo enharinado y frito. La casa no estaba excesivamente fría, a pesar de que en todo el día no había encendido el fuego, pero decidí que era el momento de hacerlo y estuve un buen rato batallando con unos cuantos troncos que subí del garaje hasta que prendieron. Luego ascendí a la buhardilla, me puse un CD de Bjork y con su voz como fondo musical seguí escribiendo ese relato de terror que me sigue aterrorizando a medida que avanza. Y mientras, fuera de la casa, sopla el viento con fuerza. Veremos que nos trae mañana. Y, como en el relato que acabo de escribir, un mueble de mi casa, a altas horas de la madrugada, cruje estrepitosamente, o puede que sea uno de los troncos que he metido en la estufa de leña y se esá quejando porque el fuego se ha apagado y tiene frío. Investigaré.

Comentarios

Poma ha dicho que…
Supongo que cada escritor tiene su metodo. Auster comentó una vez " Si estas terriblemente triste escribe sobre alegría y viceversa"-
No sé, cuando garabateo en mi terapía me fluye más hacerlo al compás del estado anímico.
Feliz 2012
José Luis Muñoz ha dicho que…
Buena terapia, la de Auster. Pero yo, cuando estoy triste, soy incapaz de escribir párrafos optimistas. Ya me gustaría. Debe de haber en mí un componente claramente masoquista que en esas situaciones depresivas escribo para hundirme más en el abismo. Claro que luego salgo a la superficie dando un talonazo. Por cierto, hoy luce un día maravillosamente triste, con el sol entre nubes, sin acabar de salir, cumbres nevadas y bosques espolvoreados de blanco.
Poma ha dicho que…
Comase esos bosques espolvoreados como si fuesen "Ensaimadas", será entonces un día DULCE y maravilosamente triste.

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