DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 2 de enero de 2012
Nada como ver una película a solas. Es otra película. Eres libre de explicitar tus emociones. Aunque esa película la hayas visto unas cuantas veces antes, no importa. Además, hoy era día de cine. Llovía después del vendaval nocturno que trajo nubes y agua. Nevaba en las altas cumbres, por donde yo andaba ayer. Los bosques que veía por la ventana de la buhardilla estaban espolvoreados de azúcar glas, como me dijo Miss Apple. Las nubes parecían brotar de ellos, como humo de un incendio imposible. Los caballos pastaban en el prado que es mi cuadro de todos los días, indiferentes a la lluvia como antes lo fueron a la nieve. Así es que no salí de casa. O sí salí, lo imprescindible, un instante, para comprobar que había dormido con la puerta de la casa abierta, que se me olvidó cerrarla anoche, por lo que alguien pudo entrar y visitarme, y tras cerrarla de un portazo me fui a comprar Público a mi amiga paraguaya. No hubo cerveza en el bar de El camarero que leía a Thomas Mann puesto que no había mesas fuera y seguía lloviendo. Así es que regresé a casa con el periódico bajo el brazo, lo leí por encima, miré cómo llovía y caían las gotas de los tejados vecinos y organicé la tarde.
Hice un buen fuego después de comer verdura y carne. Me arrimé a las llamas que enseguida prendieron, a pesar de estar húmedas (los leños que cogí en la excursión de ayer estaban empapados de agua, pero el fuego los seca pronto) y me dispuse a ver Las amistades peligrosas, una de mis películas favoritas, por sexta o séptima vez, algo que suelo hacer siempre con las películas que me gustan porque en cada visión descubro algo que me pasó inadvertido en la anterior, porque el que se sienta a ver la película nunca es el mismo espectador de años atrás. Menos inocente, más escéptico, más de vuelta de todo. La disfruté una vez más, y no pude evitarlo. La disfruté como nunca lo había hecho en todos los visionados anteriores, y no pude evitarlo. Capté en toda su agudeza los diálogos sin desperdicio del gran Christopher Hampton, el guionista de la reciente Un método peligroso, que adaptaba brillantemente para la pantalla la novela de Choderlos de Laclos, militar metido y escritor, que en su día leí en la colección La Sonrisa Vertical. Gocé, y no pude evitarlo, de la magistral puesta en escena de su director, Stephen Frears, que estaba en estado de gracia en 1988 y en el mejor momento de su carrera cinematográfica. Y me derretí literalmente, y no pude evitarlo, con las interpretaciones de John Malkovich, con su cara de serpiente, encarnando al perverso vizconde Valmont, y Glen Close como marquesa de Merteuil, dos malos malísimos pero tremendamente vulnerables al fin y al cabo. Me recorrió un escalofrió por la espalda, y no pude evitarlo, cuando Valmont, cumpliendo su papel de seductor desalmado que juega con los sentimientos de las personas, y está enterrando los propios sin él saberlo, y condenándose, hiere una y otra vez a la virtuosa Madame de Tourvel (maravillosa Michelle Pfeiffer que interpreta con la mirada acuosa de sus ojos azules) repitiendo como un mantra la frase Y no pude evitarlo cuando le miente y le dice que no la quiere, que le ha sido multitud de veces infiel, que le aburre estar con ella, que la abandona, que se busque otro amante, y no puede evitar ser tan cruel con ella un Valmont esclavo de si mismo, de su reputación, caído en la zanja de su propia trampa: enamorado hasta el tuétano como su víctima lo está de él. Me estremecí, y no pude evitarlo, con esa secuencia del duelo en la nieve en la que Valmont / Malkovich se deja matar por el estoque del caballero Danceny (un Keanu Reeves casi en la adolescencia) y le ruega, en su agonía, que le diga a la moribunda Madame de Tourvel lo mucho que la quiso y le perdone por haberla maltratado. Y se me erizó la piel, y no pude evitarlo, en el broche final de este film memorable, con esa desoladora imagen de la marquesa de Merteuil / Glen Close huyendo de la ópera, abucheada por la platea, que trastabilla, que se quita todo el maquillaje ante el espejo, cuando llega a su palacio, que se enfrenta a sí misma sin artificios, a su más completa soledad, a la realidad desprovista de máscaras y trampas. Así es que como estaba solo, y no podía evitarlo, como yo era el único espectador de mi cine, como nadie me veía salvo yo mismo, me harté de llorar, sí, por la película, primero, luego quizá por otras cosas, aprovechando la coyuntura, y confieso que fue un ejercicio saludable, porque lloré esta vez por todas las veces que vi Las amistades peligrosas en compañía y no lo hice por decoro, por las que las vi en el cine y me aguanté las lágrimas cuando encendían las luces, las que vi en compañía de mis hijos porque no quería que vieran a un padre sensiblero, las que vi en compañía de las mujeres de mi vida, ante las que no podía deshacerme en lágrimas por lo que hubieran pensando de mí. Y lloré porque Las amistades peligrosas, además de ser una película tristísima, como era el día de hoy en cuanto me alcé de la cama, triste y lluvioso día de cine, romántica que no cursi (lo siento, o no lo siento, pero el romanticismo fue uno de los más fructíferos movimientos artísticos de la humanidad), es una obra maestra, redonda hasta en sus más insignificantes detalles, con actores inspiradísimos que van desde esa Uma Thurman interpretando a Cecile de Volanges, inocente y sensual que ofrece sus nalgas como escritorio de las perversas misivas que escribe Valmont con pluma de ganso, a un Keanu Reeves mucho antes de ser el famoso actor que luego fue. Sí, lloré por la perfección artística de esta película espléndida, como lloré la primera vez que vi La Alhambra de Granada o se me hizo un nudo en la garganta al ver con mis ojos el Taj Mahal o el Cañón del Colorado. Lloré como cada vez que escucho a Mahler, y por eso no le escucho.
Y me doy cuenta, y no puedo evitarlo, de que los usos amorosos no han cambiado esencialmente de aquella época, el siglo XVIII, a la actual, el XXI, salvo en las formas. Si entonces los enamorados y los futuros amantes se enviaban, por medio de criados, esas misivas lacradas, perfumadas y envueltas en cintas de colores que estaban llenas de insinuaciones y florido lenguaje amoroso de doble sentido para conseguir una cita, el método es ahora el sms o el mensaje vía FB, exactamente igual, con el mismo fin, con la misma mecánica. Lo escrito, en papiro, papel de barba, teléfono móvil u ordenador, puede ser más turbador, y desde luego más cómodo, que la comunicación directa que luego vendrá o no. Otro asunto sería saber cómo se relacionaban los campesinos de aquel siglo XVIII antes de que guillotinaran a sus petimetres aristócratas, pero esos no concitaron el interés de la literatura.
Tiramos el sedal a los ríos y esperamos pacientemente a que el salmón pique. Y el salmón, alguna vez, nos arrastra río abajo y nos ahoga. Y no podemos evitarlo.
Comentarios