DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 4 de enero de 2012
Ahora que todo el mundo deja de fumar yo, que nunca había fumado sino ocasionalmente, cuando alguien me ofrecía un cigarrillo, fumador social, fumo, sin engancharme al vicio. Una o dos pipas diarias. Tabaco Amsterdamer, porque era el que fumaba cuando era muy joven y también tenía pipa. Además, la cazoleta incandescente y humeante es una buena compañía para el escritor, le seda, le hace ser más reflexivo, no tan abocado al texto porque debe cuidar que no se le apague la pipa.
Estuve los tres días últimos escribiendo ese relato de terror que ha resultado no serlo; fantástico, si hubiera que definirlo. Inquietante con dosis de amor. Amor por un fantasma. Lo he escrito en primera persona, pero no soy yo el protagonista, aunque tenga alguna de mis características: es escritor. Pero de novela fantástica. He tomado prestado del pasado un escenario que vi, una enorme casa del Ensanche barcelonés que, durante mi sexta vida, visité con la intención de comprar. Era uno de los pisos más grandes y hermosos que había visto, en pleno centro de la ciudad, pero antiguo, con pasillos enormes sin fin (había visto ya El resplandor de Kubrick) y seguro que lleno de fantasmas porque tuve la percepción de que en aquella casa de principios de siglo había muerto mucha gente antes, quizá en las propias habitaciones, porque antes la gente, no como ahora, moría en sus casas y allí se las velaba. Así es que fueron todos esos pensamientos lúgubres los que me hicieron desistir de comprar aquella casa a dos pasos del hotel Ritz, señorial, con chimenea y un salón de estar ideal para dar fiestas, pero con largos y oscuros pasillos y vecinos ancianos que se irían muriendo a poco que me instalara. La casa quedó aparcada en mi memoria, y ahora me la descargo para ese relato fantástico con algún que otro escalofrío de horror. No sé por qué razón el protagonista de esa historia, que también es el narrador, es de origen ruso. Quizá lo haya tomado de la pareja de La chica que admiraba a León Trotsky que nació en Rusia. Sí, algo de él tiene. He robado el alma y el físico a un portero que tuve en la tercera casa de mi sexta vida, alguien que habría contratado David Lynch para interpretar El hombre elefante tal cual, sin añadir nada a su monstruosa apariencia. Y le he robado el físico, y casi el alma, a una chica que conozco para que sea el fantasma que inquieta los sueños de mi protagonista ruso, que se le aparece y desaparece noche tras noche sin que llegue a saber si existe en la realidad o no. Así es que he metido todos esos elementos en la coctelera literaria, los he agitado y ha surgido la historia que no ha sido como yo lo había planeado, que se ha torcido y derivado hacia dónde ha querido ella, la historia. La magia de la literatura.
Cada escritor tiene su método para escribir, sus pequeñas trampas. Mi trampa es muy sencilla: no tengo método. Me siento ante el ordenador y dejo que la escritura fluya de dentro. Me invaden los personajes, recreo los escenarios, porque los voy recorriendo de la mano de ellos y literalmente los veo, incorporo lo que sucede a mi alrededor cuando conviene a la historia (por ejemplo: el crujido de un mueble en la noche, que es algo que siempre produce inquietud, y que oí anteayer, cuando estaba enfrascado en escribir y me había dejado la puerta de la calle abierta, aunque eso no lo supe hasta la mañana siguiente). Suelo hacer esa primera fase de escritura a impulsos, es decir, que escribo sin freno, me dejo comas, me como letras, cometo un sinfín de errores ortográficos porque el dedo se me va de la V a la B, por ejemplo, que son vecinas en el teclado, pero no lo corrijo. Ni siquiera pongo los guiones en los diálogos que quedan mezclados con el texto. Corrijo cuando calculo que he acabado el relato; éste, al final de las veinticinco o treinta páginas que aproximadamente tendrá. Me estoy una hora, entonces, pasando el corrector ortográfico, y luego leo el texto, y corrijo. Y lo vuelvo a leer, otra vez, y a corregir. Pongo entonces los guiones de los diálogos, y los mejoro al oído. Eso es fundamental: que cada personaje pueda ser identificado por la forma de hablar.
Es un proceso éste, el literario, muy similar al de una escultura. El escultor primero corta la piedra; luego le va dando forma, lentamente; finalmente, la pule al detalle. Los detalles son importantes, fundamentales. Sin detalles una novela tendría una página y un relato, dos líneas. Los detalles son la vida que tiene la narración. Hay que mimar a los personajes, porque sin ellos no hay narración posible, no hay historia: no me veo con ánimo de escribir la historia de una piedra, aunque hay gente que lo hace: mi amigo Francisco Javier Irazoki que escribió un texto extraordinario sobre una bomba lapa. Hay que saber explicar lo que dicen los personajes, y lo que callan. Los silencios también son importantes. Y otra cosa fundamental que se me ha olvidado por el camino: el punto de vista de la historia. Aunque yo nunca lo sé hasta que no me pongo delante de la pantalla del ordenador y empiezo a escribir. Esta historia de fantasmas, por ejemplo, podría haberla escrito en tercera persona y no sé bien cuál es la razón por la que la he escrito en primera.
El proceso creativo es duro y exige disciplina, y a veces uno se encalla en, por ejemplo, poner punto final a la narración. Cuando eso pasa debe uno levantarse y hacer otra cosa y ya vendrá ese final que se resiste. Yo, por ejemplo, me he ido a recolectar leña al bosque que tengo a cinco minutos de mi casa. Me he ido después de comer unos espaguetis con champiñones que no acaban de salirme tan buenos como la primera vez que los hice. Me he ido al bosque, a coger leña, porque estoy terminando las provisiones, y toda la que he encontrado, cercana a un río que corría por en medio de la arboleda, un paisaje artúrico y musgoso, con el suelo tapizado de hojas que se adherían a las plantas de las botas, estaba empapada de agua, rezumaba humedad, el musgo la cubría. Ya se secarán, me dije, mientras reunía un buen haz de leños cortados que iba recogiendo del camino y los anudaba con una cuerda de tres metros que me había comprado por la mañana en la ferretería del pueblo, de la que soy su mejor cliente. Los arrastré por el camino, hacia mi casa, con gran esfuerzo, y terminé con las manos y las muñecas, en donde me anudaba el otro extremo de la cuerda, doloridos. Lo dejé todo a secar en el garaje. Y subí a la buhardilla, a ver si se me ocurría un final más brillante que el que originalmente había puesto. Así es que, me doy cuenta ahora, tengo también mi método de escritura, algo anárquico, porque nunca hago fichas de los personajes, sino que estos se dibujan según aparecen en el texto, pero un método a fin de cuentas que empieza cuando una idea me ronda la cabeza, la sueño durante varias noches y finalmente me arrastra a escribirla, porque es la historia la que escoge al narrador, no nos engañemos, y nosotros, los escritores, meros escribas que escribimos al dictado de no sabemos quién.
Tampoco estoy muy convencido del título del relato, provisional, que me suena mucho a Polanski: El último inquilino. Será otro. Tengo hasta el día de Reyes para que se me ocurra. El título y el final. Pero no me angustio. Siempre sale. Nunca me ha ocurrido que un texto me haya derrotado. Al final consigo domarlos y conducirlos. O eso creo. O eso es lo que me deja que crea el texto.
Ahora que todo el mundo deja de fumar yo, que nunca había fumado sino ocasionalmente, cuando alguien me ofrecía un cigarrillo, fumador social, fumo, sin engancharme al vicio. Una o dos pipas diarias. Tabaco Amsterdamer, porque era el que fumaba cuando era muy joven y también tenía pipa. Además, la cazoleta incandescente y humeante es una buena compañía para el escritor, le seda, le hace ser más reflexivo, no tan abocado al texto porque debe cuidar que no se le apague la pipa.
Estuve los tres días últimos escribiendo ese relato de terror que ha resultado no serlo; fantástico, si hubiera que definirlo. Inquietante con dosis de amor. Amor por un fantasma. Lo he escrito en primera persona, pero no soy yo el protagonista, aunque tenga alguna de mis características: es escritor. Pero de novela fantástica. He tomado prestado del pasado un escenario que vi, una enorme casa del Ensanche barcelonés que, durante mi sexta vida, visité con la intención de comprar. Era uno de los pisos más grandes y hermosos que había visto, en pleno centro de la ciudad, pero antiguo, con pasillos enormes sin fin (había visto ya El resplandor de Kubrick) y seguro que lleno de fantasmas porque tuve la percepción de que en aquella casa de principios de siglo había muerto mucha gente antes, quizá en las propias habitaciones, porque antes la gente, no como ahora, moría en sus casas y allí se las velaba. Así es que fueron todos esos pensamientos lúgubres los que me hicieron desistir de comprar aquella casa a dos pasos del hotel Ritz, señorial, con chimenea y un salón de estar ideal para dar fiestas, pero con largos y oscuros pasillos y vecinos ancianos que se irían muriendo a poco que me instalara. La casa quedó aparcada en mi memoria, y ahora me la descargo para ese relato fantástico con algún que otro escalofrío de horror. No sé por qué razón el protagonista de esa historia, que también es el narrador, es de origen ruso. Quizá lo haya tomado de la pareja de La chica que admiraba a León Trotsky que nació en Rusia. Sí, algo de él tiene. He robado el alma y el físico a un portero que tuve en la tercera casa de mi sexta vida, alguien que habría contratado David Lynch para interpretar El hombre elefante tal cual, sin añadir nada a su monstruosa apariencia. Y le he robado el físico, y casi el alma, a una chica que conozco para que sea el fantasma que inquieta los sueños de mi protagonista ruso, que se le aparece y desaparece noche tras noche sin que llegue a saber si existe en la realidad o no. Así es que he metido todos esos elementos en la coctelera literaria, los he agitado y ha surgido la historia que no ha sido como yo lo había planeado, que se ha torcido y derivado hacia dónde ha querido ella, la historia. La magia de la literatura.
Cada escritor tiene su método para escribir, sus pequeñas trampas. Mi trampa es muy sencilla: no tengo método. Me siento ante el ordenador y dejo que la escritura fluya de dentro. Me invaden los personajes, recreo los escenarios, porque los voy recorriendo de la mano de ellos y literalmente los veo, incorporo lo que sucede a mi alrededor cuando conviene a la historia (por ejemplo: el crujido de un mueble en la noche, que es algo que siempre produce inquietud, y que oí anteayer, cuando estaba enfrascado en escribir y me había dejado la puerta de la calle abierta, aunque eso no lo supe hasta la mañana siguiente). Suelo hacer esa primera fase de escritura a impulsos, es decir, que escribo sin freno, me dejo comas, me como letras, cometo un sinfín de errores ortográficos porque el dedo se me va de la V a la B, por ejemplo, que son vecinas en el teclado, pero no lo corrijo. Ni siquiera pongo los guiones en los diálogos que quedan mezclados con el texto. Corrijo cuando calculo que he acabado el relato; éste, al final de las veinticinco o treinta páginas que aproximadamente tendrá. Me estoy una hora, entonces, pasando el corrector ortográfico, y luego leo el texto, y corrijo. Y lo vuelvo a leer, otra vez, y a corregir. Pongo entonces los guiones de los diálogos, y los mejoro al oído. Eso es fundamental: que cada personaje pueda ser identificado por la forma de hablar.
Es un proceso éste, el literario, muy similar al de una escultura. El escultor primero corta la piedra; luego le va dando forma, lentamente; finalmente, la pule al detalle. Los detalles son importantes, fundamentales. Sin detalles una novela tendría una página y un relato, dos líneas. Los detalles son la vida que tiene la narración. Hay que mimar a los personajes, porque sin ellos no hay narración posible, no hay historia: no me veo con ánimo de escribir la historia de una piedra, aunque hay gente que lo hace: mi amigo Francisco Javier Irazoki que escribió un texto extraordinario sobre una bomba lapa. Hay que saber explicar lo que dicen los personajes, y lo que callan. Los silencios también son importantes. Y otra cosa fundamental que se me ha olvidado por el camino: el punto de vista de la historia. Aunque yo nunca lo sé hasta que no me pongo delante de la pantalla del ordenador y empiezo a escribir. Esta historia de fantasmas, por ejemplo, podría haberla escrito en tercera persona y no sé bien cuál es la razón por la que la he escrito en primera.
El proceso creativo es duro y exige disciplina, y a veces uno se encalla en, por ejemplo, poner punto final a la narración. Cuando eso pasa debe uno levantarse y hacer otra cosa y ya vendrá ese final que se resiste. Yo, por ejemplo, me he ido a recolectar leña al bosque que tengo a cinco minutos de mi casa. Me he ido después de comer unos espaguetis con champiñones que no acaban de salirme tan buenos como la primera vez que los hice. Me he ido al bosque, a coger leña, porque estoy terminando las provisiones, y toda la que he encontrado, cercana a un río que corría por en medio de la arboleda, un paisaje artúrico y musgoso, con el suelo tapizado de hojas que se adherían a las plantas de las botas, estaba empapada de agua, rezumaba humedad, el musgo la cubría. Ya se secarán, me dije, mientras reunía un buen haz de leños cortados que iba recogiendo del camino y los anudaba con una cuerda de tres metros que me había comprado por la mañana en la ferretería del pueblo, de la que soy su mejor cliente. Los arrastré por el camino, hacia mi casa, con gran esfuerzo, y terminé con las manos y las muñecas, en donde me anudaba el otro extremo de la cuerda, doloridos. Lo dejé todo a secar en el garaje. Y subí a la buhardilla, a ver si se me ocurría un final más brillante que el que originalmente había puesto. Así es que, me doy cuenta ahora, tengo también mi método de escritura, algo anárquico, porque nunca hago fichas de los personajes, sino que estos se dibujan según aparecen en el texto, pero un método a fin de cuentas que empieza cuando una idea me ronda la cabeza, la sueño durante varias noches y finalmente me arrastra a escribirla, porque es la historia la que escoge al narrador, no nos engañemos, y nosotros, los escritores, meros escribas que escribimos al dictado de no sabemos quién.
Tampoco estoy muy convencido del título del relato, provisional, que me suena mucho a Polanski: El último inquilino. Será otro. Tengo hasta el día de Reyes para que se me ocurra. El título y el final. Pero no me angustio. Siempre sale. Nunca me ha ocurrido que un texto me haya derrotado. Al final consigo domarlos y conducirlos. O eso creo. O eso es lo que me deja que crea el texto.
Comentarios
Un amigo, escritor y profesor me dijo esto ;
Lo verdaderamente importante, lo fundamental para que la narración funcione, es que la elección del punto de vista sea la correcta.
La gran decisión. La elección de la voz hace que el éxito o el fracaso se instale con comodidad.
Usted José Luis, elije con acierto.
Espero tenerla como alumna aventajada si finalmente me decido a poner una escuela de escritura creativa en el Valle con alojamiento, pensión completa y excursiones incluidas.