DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 6 de enero de 2012
Cuando una vida se apaga te preguntas por el sentido de todo esto. Si venimos a morir, ¿por qué demonios venimos? Eso dejando aparte de que hay gente que flaco favor hizo a la humanidad viniendo al mundo: Hitler, sin ir más lejos. Tiene sentido la vida, si es que la tiene, que no lo acabo de ver con claridad, si dejas un rastro en ella. El común de los mortales deja ese rastro en forma de hijos, una forma de perpetuarse maravillosa, una trampa de la sabia naturaleza a la que pocos se resisten. Los hijos, hasta que a su vez mueren ellos, guardan memoria de sus padres y de alguna forma estos viven en sus recuerdos. Pero otros dejamos películas, partituras musicales, esculturas, catedrales, inventos, libros... con los que, en el fondo, queremos trascender a nuestra desaparición física, un autoengaño de eternidad, autoengaño porque ni siquiera el mundo es infinito y un día de estos saltará en mil pedazos y ni habrá catedrales, partituras musicales ni libros, sólo polvo cósmico.
Discutía el otro día sobre la conveniencia de la eternidad, acerca de esa fantasía, que en la mitología disfrutan los vampiros alimentándose de sangre ajena, de no morir y vivir eternamente si eso fuera factible. Hacía ese razonamiento retórico sentado en un banco, arrobado por la belleza del paisaje de este Valle, con La Arquitecta de mi vida que estaba a trescientos kilómetros de distancia y manteníamos esa conversación gracias a la cobertura de nuestros respectivos teléfonos móviles. Le comunicaba las ganas de seguir viviendo que me embargaban para disfrutar de, por ejemplo, lo que estaba percibiendo ante mí en esos momentos: unas cumbres nevadas, unos bosques bellísimos, la música del viento pasando a través de las ramas de los árboles, y el afecto hacia los seres queridos, sobre todo hacia el último, el más pequeño, entrañable, vulnerable y tierno que se asomó al mundo a mediados del 2011. Impulsivamente quería ser eterno para, por ejemplo, asistir a todos los cumpleaños de esa niña, conocer a su pareja, ver la cara que tendrían sus hipotéticos hijos, qué llegaría a ser en su vida. Pero si fuéramos eternos, como yo deseaba en aquel momento, impulsivamente y sin razonar demasiado, la vida dejaría de tener sentido me dijo con sabiduría La Arquitecta. ¿Para qué íbamos a levantarnos, desayunar, ver a Ana Pastor, escribir y pasear si eso lo podríamos hacer al día siguiente y al otro y al otro? Seguramente seríamos unos eternos vagos que no nos moveríamos de la cama y ahí se acabaría la evolución de nuestro mundo, llegaría su estancamiento y fin. Si vivimos es precisamente porque tenemos la perspectiva de la muerte y ese fin, que además ignoramos cuándo se va a producir, nos hace ser activos, generosos en nuestros afectos, epicúreos en la forma de disfrutar de la vida con todos nuestros sentidos y con la intensidad del último día porque quizá lo sea.
Una vida querida y cercana se apaga y yo pienso en la vida cuando planea la muerte en esa cama en donde respira afanosamente por instinto de supervivencia. Un hombre fuerte y luchador, defensor de la República, buen padre y abuelo, íntegro, honesto, generoso y valeroso se va apagando lentamente, como las últimas llamas de mi estufa de leña cuando ya dejo de alimentarla. Antes de que empezara a agonizar por esa muerte en vida, lenta e irreversible, que es el Alzheimer, quise enseñarle mi Valle. Lo llevé a lagos, cascadas, cimas, bosques y ríos que, a sus ochenta y cinco años, no sabía que existieran. Comimos y departimos alegremente ante botellas de vino en esa semana vacacional. Yo estaba en un buen momento de mi sexta vida, sin tener ni idea de que iba a dar paso a la séptima, y él, hacía un año, había perdido a su mujer pero, lejos de hundirse en la tristeza, quería seguir viviendo.
Estuve tres años y medio, lo que duró mi sexta vida, sin verle, pero hace unos días, precisamente el de Navidad, me encontré con él. La enfermedad había minado su cuerpo, que reposaba como un muñeco roto en una silla de ruedas, y la carne había huido de su rostro que tenía los pómulos muy marcados contra su piel que siempre había sido blanca. Sus ojos claros, bajo sus hirsutas cejas, no veían ya. Pero mantenía un suave cabello, largo, tupido y que le cubría toda la cabeza y le confería a él, un anciano próximo a los noventa años, un aire infantil. Me senté a su lado, le tomé de la mano y le dije quién era. Creo que me reconoció, porque sonrió e intentó repetir mi nombre. Luego acerqué mi boca a su oído y le canté una canción anarquista, de su época, de cuando estaba en el frente combatiendo al fascismo. Su sonrisa se hizo más amplia. A combatir, le dije cogiéndole de la mano. A combatir, intentó repetir él.
El soldado libra su última batalla en una guerra perdida, la de la vida, después de haber sobrevivido a la guerra y la larguísima posguerra que mató en vida a buena parte de este país que es España. Y yo, recibiendo la noticia sobre ese último combate, me quedo postrado en el sillón, ante el fuego, esperando que la última llama se consuma. De los troncos sólo quedó la ceniza. Me siento desolado.
Comentarios
Un abrazo.
Muerte, muerte, muerte. Morimos porque antes hemos vivido. Al menos somos conscientes. Prefiere ser consciente a ser una ameba. Aunque sepa el final.
Conozco los estragos del Alzheimer. Lo lamento.