DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 9 de enero de 2012
Sospecho que en el anterior reencarnación fue leñador. No se explica, sino bajo esa circunstancia, el entusiasmo que despliego buscando leña fresca por estos bosques cuando las existencias del garaje escasean y el frío arrecia (hoy una capa de hielo cubría las ventanas del dormitorio y la buhardilla y no se disolvió hasta las doce del mediodía, cuando el sol la fundió). Digo leña fresca, pero recojo leña helada. Conozco los yacimientos. Uno es importante y hay toneladas de leña cortada que desecharon las compañías taladoras de árboles y se pudren en las veredas. Así es que yo las recojo, limpio con ello el bosque, y lleno el coche hasta los topes de leña helada, hasta que el dolor de las manos, al borde de la congelación, me lo impide.
Ese bosque, el que cubre toda esa zona del Portillón, entre Arán y Francia, está devastado. Hace cuatro años un huracán, que azotó toda Catalunya y alcanzó velocidades de 120 kms por hora, arrancó de raíz centenares de abetos, los volteó, y de esa catástrofe natural quedan infinidad de vestigios surrealistas, raíces que miran al cielo, perdiendo la tierra que tienen entre sus garras, y ramas que escarban en el suelo buscando convertirse en raíces.
Recolectar leña es un ejercicio sano. Con mi gorra, mi forro polar y el jersey de cremallera que me regaló la misteriosa Mademoiselle Bonnaire, que no se deja ver este 2012, tengo el aspecto de un habitante de las montañas, me fundo en el paisaje. Hace un día soleado y me digo que sería un crimen por mi parte no disfrutar esos instantes de sol, así es que me meto por el bosque devastado por el huracán, camino entre esos cientos de monstruosos árboles derribados por la cólera del viento, el paisaje de una hecatombe, y busco una buena piedra para tumbarme. La piedra que encuentro, más o menos del tamaño de mi cuerpo, es cómoda, así que me extiendo todo a lo largo y disfruto durante diez minutos de esa siesta campestre rozado por los rayos del sol que se reflejan, exactamente, en el Coth de Baretges al que podría llegar, si fuera águila, en dos minutos sobrevolando el bosque que me rodea.
Luego, de regreso, descargo y almaceno cuidadosamente la leña y troceo, con hachazos certeros, sin herirme las manos ( la piel fina se ha endurecido y de aquí dos días tendré las manos callosas de los trabajadores manuales) unos cuantos maderos, los suficientes para alimentar la estufa de leña todo el día.
Eso sí, creo que todo yo, desde los pies al pelo, huelo a humo.
Sospecho que en el anterior reencarnación fue leñador. No se explica, sino bajo esa circunstancia, el entusiasmo que despliego buscando leña fresca por estos bosques cuando las existencias del garaje escasean y el frío arrecia (hoy una capa de hielo cubría las ventanas del dormitorio y la buhardilla y no se disolvió hasta las doce del mediodía, cuando el sol la fundió). Digo leña fresca, pero recojo leña helada. Conozco los yacimientos. Uno es importante y hay toneladas de leña cortada que desecharon las compañías taladoras de árboles y se pudren en las veredas. Así es que yo las recojo, limpio con ello el bosque, y lleno el coche hasta los topes de leña helada, hasta que el dolor de las manos, al borde de la congelación, me lo impide.
Ese bosque, el que cubre toda esa zona del Portillón, entre Arán y Francia, está devastado. Hace cuatro años un huracán, que azotó toda Catalunya y alcanzó velocidades de 120 kms por hora, arrancó de raíz centenares de abetos, los volteó, y de esa catástrofe natural quedan infinidad de vestigios surrealistas, raíces que miran al cielo, perdiendo la tierra que tienen entre sus garras, y ramas que escarban en el suelo buscando convertirse en raíces.
Recolectar leña es un ejercicio sano. Con mi gorra, mi forro polar y el jersey de cremallera que me regaló la misteriosa Mademoiselle Bonnaire, que no se deja ver este 2012, tengo el aspecto de un habitante de las montañas, me fundo en el paisaje. Hace un día soleado y me digo que sería un crimen por mi parte no disfrutar esos instantes de sol, así es que me meto por el bosque devastado por el huracán, camino entre esos cientos de monstruosos árboles derribados por la cólera del viento, el paisaje de una hecatombe, y busco una buena piedra para tumbarme. La piedra que encuentro, más o menos del tamaño de mi cuerpo, es cómoda, así que me extiendo todo a lo largo y disfruto durante diez minutos de esa siesta campestre rozado por los rayos del sol que se reflejan, exactamente, en el Coth de Baretges al que podría llegar, si fuera águila, en dos minutos sobrevolando el bosque que me rodea.
Luego, de regreso, descargo y almaceno cuidadosamente la leña y troceo, con hachazos certeros, sin herirme las manos ( la piel fina se ha endurecido y de aquí dos días tendré las manos callosas de los trabajadores manuales) unos cuantos maderos, los suficientes para alimentar la estufa de leña todo el día.
Eso sí, creo que todo yo, desde los pies al pelo, huelo a humo.
Comentarios
Me encanta la descripción del bosque devastado por el huracán.
Cariños.
Y sí, ponte guantes.
Y, sí, ponte guantes, querido escritor.