DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 15 de enero de 2012
No estar en plenas condiciones físicas y solo no tiene ventajas y sí todos los inconvenientes. Durante dos días sentí el estómago al revés. Algo debí comer, aunque no sé qué, que me sentó mal. Tan mal me sentí esos dos días que sonó el despertador a las nueve y seguí durmiendo hasta las doce. Además, si no estaba Ana Pastor, ¿para qué iba a levantarme? Postrado en la cama, y maldiciendo mi escasa salud, intenté dirigir mis sueños hacia la fantasmal Chica de la habitación 511. No tuve suerte. La veía desnuda, eso sí, con todos sus turbadores detalles, pero el sueño no progresaba. Debía de tener la culpa mi malestar estomacal y las náuseas que me asaltaban en esas horas de duermevela hasta que finalmente proyecté un pie fuera de la cama y me levanté tambaleándome al mediodía. El sueño, lo sabía ahora con certeza, sólo podría tener continuación si regresaba a esa habitación 511 del hotel Balmoral. Así es que tendría que volver para reencontrarme con esa exquisita rubia.
No estar al cien por cien, sino al veinticinco por cien, como es mi caso, sólo tiene inconvenientes, repito. Hay un film de Almodóvar, sobre una escritora solitaria de novelas rosa que interpreta Marisa Paredes, que tiene una imagen sangrante de lo que es la soledad: ella quiere sacarse sus botas, ajustadas, y no puede, porque no tiene a nadie que tire de ellas y libere sus pies, y así se queda, tirada en el suelo, renegando, con sus pies martirizados dentro de esas botas presidio. Yo he de cortar leña, porque si no la corto yo nadie lo va a hacer, con el estómago revuelto y sin fuerzas, ya que llevo dos días sin apenas comer, o comiendo arroz hervido, y he de seguir propinando hachazos certeros en el garaje si quiero que la estufa de leña funcione y me caliente la casa, y falta hace porque las temperaturas bajan todos los días de los cero grados, a las ocho de la noche, a los cinco o siete bajo cero de la una de la madrugada. Así es que corto leña, sin ganas, y sin fuerzas, como una maldita rutina más y contemplando como mi reserva, que yo creía tener para dos semanas, me va a durar escasamente un par de días más, con lo que tendré, de nuevo, que ir al monte a recoger esas ramas recubiertas de hielo y cargarlas en el coche.
La leña, en la chimenea, arde bien. Ya la prendo a la primera con unos cuantos papeles de diario (de diario, porque los de revista no sirven), una bolsa repleta de virutas (las que saltan de los hachazos que doy en el garaje y luego recojo) sobre las que coloco los leños, de más finos a más gruesos, cruzados encima y luego sólo tengo que prender el papel con una cerilla, cerrar la puerta y abrir la entrada de aire para que una potente llamarada, rugiendo, prenda y empiece a devorar los leños. Pero no puedo dejar la estufa a su aire, hay que mimar el fuego para que no se apague, y eso me lleva a andar todo el santo día subiendo escaleras, los dos tramos que van de la buhardilla al salón, y viceversa (steps creo que se llama ese ejercicio tan popular y buscado en los gimnasios que hago obligado y gratis veinte veces al día) para ir avivando el fuego, cuando languidece, e irlo alimentando, sin que se empache, con nuevos leños que dejo encima de la estufa para que se vayan secando y ardan mejor cuando los meta en la caldera.
No salí estos días porque no tenía fuerzas para hacerlo, ni ganas. Y porque mi amiga paraguaya sigue haciendo boicot a la prensa y, con ello, boicot a la terraza en donde El camarero que leía a Thomas Mann servía una cerveza a las 12:45 al solitario corredor de fondo. Así es que los del pueblo, incluida la panadera que me da el parte meteorológico, la carnicera y el dueño de una bodega, que antes no me saludaba y ahora sí lo hace, han dejado de verme durante cuarenta y ocho horas y no sé qué estarán pensando que me ha sucedido, eso suponiendo que piensen en mí, cosa que dudo.
Hoy, después de ver una película en compañía (aunque la compañía estuviera a trescientos sesenta kilómetros de distancia, pero eso es lo que tiene vivir como un eremita), una comedia con Dustin Hoffman y Emma Thompson, me estuve acordando de con quién la vi en mi séptima vida, que huye de mi cabeza a pasos agigantados y empieza a formar parte de mi desmemoria. Esa película, cuando la vi con esa chica de la séptima vida, no me gustó. Y hoy, cuando la he visto con esa chica que está a trescientos sesenta kilómetros en mi octava vida y ha sido la que me ha alertado que la proyectaban, sí me ha gustado. Nunca uno es el mismo cuando ve una película, ni la ve con los mismos ojos, ni con el mismo estado anímico. Pero la película me gustó hoy, sobre todo, por Emma Thompson, uno de mis fetiches cinematográficos, con quien me casaría a ciegas si encontrara algún modo de hacerle llegar una prueba del amor que siento hacia ella desde la primera vez que la vi en la pantalla. Quizá no sea tan guapa como otras colegas de profesión, ni tan sexy, ni tan joven, pero me deslumbra su talento, sus miradas, sus sonrisas y la inteligencia, bondad y ternura que imagino inherentes a su persona.
Después de ver esa película me sentí mejor, tomé un plato de sopa con relativo apetito y una cuajada. Luego metí los últimos leños cortados en la estufa y la cerré bien, no sea que una chispa traicionera salte fuera y prenda fuego la casa, y subí a mi buhardilla y allí, de pronto, reparé en una serie de circunstancias que me acompañan a diario, y me visten, y en las que no había caído. Mis pies, por ejemplo, se cobijan en unas zapatillas que me regaló La Sonrisa Etrusca en mi séptima vida. Un jersey de cuello alto y cremallera de color gris, que llevo con cariño en casa y fuera de ella, es el regalo de la desaparecida Mademoiselle Bonnaire. La gorra de cazador canadiense que me regaló La chica de la bici no se separa de mi cabeza ni cuando estoy bajo techado, la mantiene caliente. Y una hermosa pulsera de metal y cuero, regalo de La chica de la habitación 511, se ajusta a mi muñeca derecha. Es éste último regalo el que más desconcierto me produce, porque no es posible, me digo, que quien camina por nuestros sueños y se disuelve al despertar de ellos te deje un presente real, porque toco la pulsera y es real. Claro que no sé en qué dimensión estoy exactamente.
No estar en plenas condiciones físicas y solo no tiene ventajas y sí todos los inconvenientes. Durante dos días sentí el estómago al revés. Algo debí comer, aunque no sé qué, que me sentó mal. Tan mal me sentí esos dos días que sonó el despertador a las nueve y seguí durmiendo hasta las doce. Además, si no estaba Ana Pastor, ¿para qué iba a levantarme? Postrado en la cama, y maldiciendo mi escasa salud, intenté dirigir mis sueños hacia la fantasmal Chica de la habitación 511. No tuve suerte. La veía desnuda, eso sí, con todos sus turbadores detalles, pero el sueño no progresaba. Debía de tener la culpa mi malestar estomacal y las náuseas que me asaltaban en esas horas de duermevela hasta que finalmente proyecté un pie fuera de la cama y me levanté tambaleándome al mediodía. El sueño, lo sabía ahora con certeza, sólo podría tener continuación si regresaba a esa habitación 511 del hotel Balmoral. Así es que tendría que volver para reencontrarme con esa exquisita rubia.
No estar al cien por cien, sino al veinticinco por cien, como es mi caso, sólo tiene inconvenientes, repito. Hay un film de Almodóvar, sobre una escritora solitaria de novelas rosa que interpreta Marisa Paredes, que tiene una imagen sangrante de lo que es la soledad: ella quiere sacarse sus botas, ajustadas, y no puede, porque no tiene a nadie que tire de ellas y libere sus pies, y así se queda, tirada en el suelo, renegando, con sus pies martirizados dentro de esas botas presidio. Yo he de cortar leña, porque si no la corto yo nadie lo va a hacer, con el estómago revuelto y sin fuerzas, ya que llevo dos días sin apenas comer, o comiendo arroz hervido, y he de seguir propinando hachazos certeros en el garaje si quiero que la estufa de leña funcione y me caliente la casa, y falta hace porque las temperaturas bajan todos los días de los cero grados, a las ocho de la noche, a los cinco o siete bajo cero de la una de la madrugada. Así es que corto leña, sin ganas, y sin fuerzas, como una maldita rutina más y contemplando como mi reserva, que yo creía tener para dos semanas, me va a durar escasamente un par de días más, con lo que tendré, de nuevo, que ir al monte a recoger esas ramas recubiertas de hielo y cargarlas en el coche.
La leña, en la chimenea, arde bien. Ya la prendo a la primera con unos cuantos papeles de diario (de diario, porque los de revista no sirven), una bolsa repleta de virutas (las que saltan de los hachazos que doy en el garaje y luego recojo) sobre las que coloco los leños, de más finos a más gruesos, cruzados encima y luego sólo tengo que prender el papel con una cerilla, cerrar la puerta y abrir la entrada de aire para que una potente llamarada, rugiendo, prenda y empiece a devorar los leños. Pero no puedo dejar la estufa a su aire, hay que mimar el fuego para que no se apague, y eso me lleva a andar todo el santo día subiendo escaleras, los dos tramos que van de la buhardilla al salón, y viceversa (steps creo que se llama ese ejercicio tan popular y buscado en los gimnasios que hago obligado y gratis veinte veces al día) para ir avivando el fuego, cuando languidece, e irlo alimentando, sin que se empache, con nuevos leños que dejo encima de la estufa para que se vayan secando y ardan mejor cuando los meta en la caldera.
No salí estos días porque no tenía fuerzas para hacerlo, ni ganas. Y porque mi amiga paraguaya sigue haciendo boicot a la prensa y, con ello, boicot a la terraza en donde El camarero que leía a Thomas Mann servía una cerveza a las 12:45 al solitario corredor de fondo. Así es que los del pueblo, incluida la panadera que me da el parte meteorológico, la carnicera y el dueño de una bodega, que antes no me saludaba y ahora sí lo hace, han dejado de verme durante cuarenta y ocho horas y no sé qué estarán pensando que me ha sucedido, eso suponiendo que piensen en mí, cosa que dudo.
Hoy, después de ver una película en compañía (aunque la compañía estuviera a trescientos sesenta kilómetros de distancia, pero eso es lo que tiene vivir como un eremita), una comedia con Dustin Hoffman y Emma Thompson, me estuve acordando de con quién la vi en mi séptima vida, que huye de mi cabeza a pasos agigantados y empieza a formar parte de mi desmemoria. Esa película, cuando la vi con esa chica de la séptima vida, no me gustó. Y hoy, cuando la he visto con esa chica que está a trescientos sesenta kilómetros en mi octava vida y ha sido la que me ha alertado que la proyectaban, sí me ha gustado. Nunca uno es el mismo cuando ve una película, ni la ve con los mismos ojos, ni con el mismo estado anímico. Pero la película me gustó hoy, sobre todo, por Emma Thompson, uno de mis fetiches cinematográficos, con quien me casaría a ciegas si encontrara algún modo de hacerle llegar una prueba del amor que siento hacia ella desde la primera vez que la vi en la pantalla. Quizá no sea tan guapa como otras colegas de profesión, ni tan sexy, ni tan joven, pero me deslumbra su talento, sus miradas, sus sonrisas y la inteligencia, bondad y ternura que imagino inherentes a su persona.
Después de ver esa película me sentí mejor, tomé un plato de sopa con relativo apetito y una cuajada. Luego metí los últimos leños cortados en la estufa y la cerré bien, no sea que una chispa traicionera salte fuera y prenda fuego la casa, y subí a mi buhardilla y allí, de pronto, reparé en una serie de circunstancias que me acompañan a diario, y me visten, y en las que no había caído. Mis pies, por ejemplo, se cobijan en unas zapatillas que me regaló La Sonrisa Etrusca en mi séptima vida. Un jersey de cuello alto y cremallera de color gris, que llevo con cariño en casa y fuera de ella, es el regalo de la desaparecida Mademoiselle Bonnaire. La gorra de cazador canadiense que me regaló La chica de la bici no se separa de mi cabeza ni cuando estoy bajo techado, la mantiene caliente. Y una hermosa pulsera de metal y cuero, regalo de La chica de la habitación 511, se ajusta a mi muñeca derecha. Es éste último regalo el que más desconcierto me produce, porque no es posible, me digo, que quien camina por nuestros sueños y se disuelve al despertar de ellos te deje un presente real, porque toco la pulsera y es real. Claro que no sé en qué dimensión estoy exactamente.
Comentarios
;)
Ahí las tiene. Las de Thompson las recibirá en breve. ;))
Es muy cierto que la clase es un don innnato , independientemente del ambiente e influencias externas. Hay Señoras cultísimas y riquísimas con menos clase que un caniche con alisado japoés.
jajaja