DIARIO DE UN ESCRITOR
La Graciosa, 21 de enero de 2012
Vivo en la calle La Sirena esquina El Trapecio. Buen barrio. Calle de arena. Me encanta ese odio al asfalto que tienen los isleños. Los gracioseros, que no los graciosos, como sería más lógico. Y hay unas plantitas mustias, que crecen en cuanto dejas atrás el escalón para acceder a la puerta y que alguien riega con mimo, porque la arena de alrededor está húmeda. Yo no, desde luego. O quizá fue que se orinó un perro.
Hoy desayuno en silencio sin la compañía de Ana Pastor. Soledad absoluta. Dos cafés con leche y unos cruasanes industriales, duros, que pasados por la tostadora son comestibles y resultan exquisitos si los adornas con mantequilla y mermelada amarga de naranja.
Hará mal tiempo. Lo veo por la puerta de la terraza. Sopla el viento y hay una nube negra, inmensa, que corona el risco de Famara, la pared perpetúa que tengo delante de la terraza del apartamento, e impide que el sol alegre el ambiente. Pero salgo a la calle con mis bermudas, mi camiseta de manga corta y mis chanclas. La gente va abrigada. Los isleños deben considerar el día de hoy como frío. Todo es relativo. Mi cuerpo se ha hecho en estos meses a cuatro bajo cero con lo que diez grados positivos es una temperatura primaveral.
He establecido mis propias rutinas en la isla. La primera: ir a por el pescado. Ayer debió ser un buen día, porque en la pescadería de la lonja asoman, entre el hielo picado, las cabezas sin vida de un buen número de especies marinas. Pregunto al adusto pescador por el nombre de unos peces de piel rosácea. Samas y bocinegros. Me llevo una sama mediana, abierta por la mitad, que haré a la plancha y quizá me dure dos días, porque es mucho mayor que el burro que compré ayer. Y con el pescado regreso a casa.
Intento ir a la playa de Las Conchas. Pero no tengo mapa. Me dejo guiar por la intuición y ésta me lleva a un grupo de casas destartaladas, habitadas por gallinas y un solitario caballo en medio de una nada colmada de plantas espinosas en las que afloran, como un milagro, delicadas flores amarillas. Decido tirar monte arriba sin senderos. Me guío por los volcanes. El perfil de uno me suena. Y el de otro. El de la izquierda se llama Montaña del Mojón, y el de la izquierda La Aguja Grande, y ninguno de los dos supera los doscientos metros. Creo que el camino para ir a la Playa de Las Conchas pasa exactamente en medio de ellos. No voy errado. Después de hacer mi propio y particular camino por esa nada árida colmada de plantas espinosas y arbustos enanos y retorcidos, que nadie sabe de dónde obtienen su humedad para subsistir en este bello erial, desemboco en un camino ancho y lo sigo.
Me gusta esta nada, como me gusta el paisaje pleno de árboles, prados y ríos de Arán. Me gusta esa nada por la que mis ojos pueden ver sin trabas hasta el infinito y el cielo es un techo gigantesco ornado de nubes. El camino pasa junto a algunas fincas agrícolas. Por llamarlas de alguna manera. El clima es tan seco y duro en la isla, llueve tan poco, si es que llueve alguna vez, que en esos cercados sólo hay chumberas, y gracias. En uno de los cercados descubro un solitario limonero con frutos. Deben de estar secos esos limones que cuelgan de las ramas.
El camino tiene una ligera pendiente. Los dos volcanes de referencia quedan a mi espalda. El cielo está nuboso, por suerte, y el sol se deja ver a intervalos. Sopla esa agradable brisa, la de los constantes alisios, que es como si un enorme ventilador propulsara el aire. Cuando culmino la pendiente aparece el otro lado de la isla, espectacular, un buen numero de islotes y roques azotados por el mar. Montaña Clara es inconfundible por el color pálido de las laderas del volcán que cubre el sesenta por ciento de la isla. Más allá la enorme isla de La Alegranza con su único habitante. Y el Roque del Infierno, que habría que preguntar a qué debe su nombre. Me acerco al mar que rompe con fuerza contra una barrera de lava negra. El oleaje es frenético, hipnótico. A una ola sigue otra. Paraíso para surferos suicidas. Los muros de agua, orlados de espuma blanca que el fuerte viento que sopla convierte en una suerte de lluvia vertical que asciende hacia el cielo, azotan la playa de arena y cantos rodados negros. Las gaviotas sobrevuelan el oleaje en busca de pescado. Siguiendo la costa llego a un terreno de dunas gigantesco coronadas por matorrales que ocupan sus cimas. Me desprendo de las sandalias y con ellas en la mano arribo finalmente a La Playa de Las Conchas, vigilada por la impresionante Montaña Bermeja.
La belleza de la Playa de Las Conchas es directamente proporcional a su peligrosidad. Es bellísima. Una bandera roja ondea desde tiempos inmemoriales y no ha sido arriada nunca ni lo será hasta el fin de los días. Como recuerdo que una vez anterior, con los pies en la arena, un terrible oleaje traicionero estuvo a punto de derribarme y arrastrarme, no me mojo ni los pies sino que permanezco a diez metros de donde rompen las olas y vigilante. Hay un nudista, pero no se baña, ni se moja siquiera. Y yo. Nadie más. Retrocedo y busco un lugar para hacer una pequeña siesta. Y dormito con el rumor constante de las olas, ese bramido amenazante, como estampidos de cañón, y el sol tostándome cada vez que le dejan las nubes. A la una del mediodía emprendo el regreso a Caleta del Sebo. Llego a las tres. Preparo una apetitosa ensalada con lechuga, tomate, aguacate, atún y aceitunas y me como media sama que he puesto a la plancha. Me sabe a gloria, aunque más sabroso estuvo el burro de ayer. Luego me voy a hacer la siesta a La Playa del Salado, busco una oquedad confortable que me resguarde del viento incesante, con muretes de piedras, y dormito bajo los rayos de ese sol intermitente que está más tiempo oculto entre nubes que brillando fuera de ellas. Pero sigo trabajando, hasta dormido. Una historia que quizá escriba, o no: Los crímenes de La Graciosa. ¿Hay delitos en esta isla de 500 habitantes o puede haberlos? Hay guardiciviles, aunque no los haya visto porque quizá se mueven en traje de baño en sus patrullas por la isla. Un sargento y un número. Una sargento, mejor dicho, una mujer de unos cincuenta años y autoritaria, madre de un crío. El número es un joven de veintitantos años. Los dos ocultan los motivos por los que han ido a parar a ese rincón tan apartado como tranquilo. Pero alguien muere, rompiendo la tranquila rutina isleña, y no se sabe bien por qué. El solitario habitante de La Alegranza aparece con un disparo en la cabeza, un aparente suicidio con su arma de caza. Todos dan por buenas esa evidencia, menos el joven número de la Guardia Civil.
No sé. No sé si la empezaré a escribir o me olvidaré de la historia. No sigo con mis elucubraciones literarias porque el viento que sopla es gélido y me hace levantar el vuelo t salir de mi refugio. Voy medio desnudo, muy desabrigado, en contraste con todo el mundo con el que me cruzo que va con forros polares. Tropiezo con mis vecinos, por cierto. Ella es guapa y delicada; él parece un hooligan. Me saludan entre sonrisas mientras entran en su apartamento y yo en el mío. Y estoy tan helado que invierto una hora en hacer arroz con leche, aunque sólo tenga arroz, leche y azúcar (nada de corteza de limón, y eso que pasé por delante de un limonero esta mañana, ni canela) y mientras hierve, a cámara lenta, cosas del maldito butano, meriendo dos veces. Y luego abro el ordenador y leo los mails de tres mujeres. Uno de ellos es una respuesta telegráfica y tampoco esperaba más; el segundo rezuma sentimientos y ternura; el tercero es una relación de excitantes promesas. Este es el resultado de cartearme con fantasmas.
Vivo en la calle La Sirena esquina El Trapecio. Buen barrio. Calle de arena. Me encanta ese odio al asfalto que tienen los isleños. Los gracioseros, que no los graciosos, como sería más lógico. Y hay unas plantitas mustias, que crecen en cuanto dejas atrás el escalón para acceder a la puerta y que alguien riega con mimo, porque la arena de alrededor está húmeda. Yo no, desde luego. O quizá fue que se orinó un perro.
Hoy desayuno en silencio sin la compañía de Ana Pastor. Soledad absoluta. Dos cafés con leche y unos cruasanes industriales, duros, que pasados por la tostadora son comestibles y resultan exquisitos si los adornas con mantequilla y mermelada amarga de naranja.
Hará mal tiempo. Lo veo por la puerta de la terraza. Sopla el viento y hay una nube negra, inmensa, que corona el risco de Famara, la pared perpetúa que tengo delante de la terraza del apartamento, e impide que el sol alegre el ambiente. Pero salgo a la calle con mis bermudas, mi camiseta de manga corta y mis chanclas. La gente va abrigada. Los isleños deben considerar el día de hoy como frío. Todo es relativo. Mi cuerpo se ha hecho en estos meses a cuatro bajo cero con lo que diez grados positivos es una temperatura primaveral.
He establecido mis propias rutinas en la isla. La primera: ir a por el pescado. Ayer debió ser un buen día, porque en la pescadería de la lonja asoman, entre el hielo picado, las cabezas sin vida de un buen número de especies marinas. Pregunto al adusto pescador por el nombre de unos peces de piel rosácea. Samas y bocinegros. Me llevo una sama mediana, abierta por la mitad, que haré a la plancha y quizá me dure dos días, porque es mucho mayor que el burro que compré ayer. Y con el pescado regreso a casa.
Intento ir a la playa de Las Conchas. Pero no tengo mapa. Me dejo guiar por la intuición y ésta me lleva a un grupo de casas destartaladas, habitadas por gallinas y un solitario caballo en medio de una nada colmada de plantas espinosas en las que afloran, como un milagro, delicadas flores amarillas. Decido tirar monte arriba sin senderos. Me guío por los volcanes. El perfil de uno me suena. Y el de otro. El de la izquierda se llama Montaña del Mojón, y el de la izquierda La Aguja Grande, y ninguno de los dos supera los doscientos metros. Creo que el camino para ir a la Playa de Las Conchas pasa exactamente en medio de ellos. No voy errado. Después de hacer mi propio y particular camino por esa nada árida colmada de plantas espinosas y arbustos enanos y retorcidos, que nadie sabe de dónde obtienen su humedad para subsistir en este bello erial, desemboco en un camino ancho y lo sigo.
Me gusta esta nada, como me gusta el paisaje pleno de árboles, prados y ríos de Arán. Me gusta esa nada por la que mis ojos pueden ver sin trabas hasta el infinito y el cielo es un techo gigantesco ornado de nubes. El camino pasa junto a algunas fincas agrícolas. Por llamarlas de alguna manera. El clima es tan seco y duro en la isla, llueve tan poco, si es que llueve alguna vez, que en esos cercados sólo hay chumberas, y gracias. En uno de los cercados descubro un solitario limonero con frutos. Deben de estar secos esos limones que cuelgan de las ramas.
El camino tiene una ligera pendiente. Los dos volcanes de referencia quedan a mi espalda. El cielo está nuboso, por suerte, y el sol se deja ver a intervalos. Sopla esa agradable brisa, la de los constantes alisios, que es como si un enorme ventilador propulsara el aire. Cuando culmino la pendiente aparece el otro lado de la isla, espectacular, un buen numero de islotes y roques azotados por el mar. Montaña Clara es inconfundible por el color pálido de las laderas del volcán que cubre el sesenta por ciento de la isla. Más allá la enorme isla de La Alegranza con su único habitante. Y el Roque del Infierno, que habría que preguntar a qué debe su nombre. Me acerco al mar que rompe con fuerza contra una barrera de lava negra. El oleaje es frenético, hipnótico. A una ola sigue otra. Paraíso para surferos suicidas. Los muros de agua, orlados de espuma blanca que el fuerte viento que sopla convierte en una suerte de lluvia vertical que asciende hacia el cielo, azotan la playa de arena y cantos rodados negros. Las gaviotas sobrevuelan el oleaje en busca de pescado. Siguiendo la costa llego a un terreno de dunas gigantesco coronadas por matorrales que ocupan sus cimas. Me desprendo de las sandalias y con ellas en la mano arribo finalmente a La Playa de Las Conchas, vigilada por la impresionante Montaña Bermeja.
La belleza de la Playa de Las Conchas es directamente proporcional a su peligrosidad. Es bellísima. Una bandera roja ondea desde tiempos inmemoriales y no ha sido arriada nunca ni lo será hasta el fin de los días. Como recuerdo que una vez anterior, con los pies en la arena, un terrible oleaje traicionero estuvo a punto de derribarme y arrastrarme, no me mojo ni los pies sino que permanezco a diez metros de donde rompen las olas y vigilante. Hay un nudista, pero no se baña, ni se moja siquiera. Y yo. Nadie más. Retrocedo y busco un lugar para hacer una pequeña siesta. Y dormito con el rumor constante de las olas, ese bramido amenazante, como estampidos de cañón, y el sol tostándome cada vez que le dejan las nubes. A la una del mediodía emprendo el regreso a Caleta del Sebo. Llego a las tres. Preparo una apetitosa ensalada con lechuga, tomate, aguacate, atún y aceitunas y me como media sama que he puesto a la plancha. Me sabe a gloria, aunque más sabroso estuvo el burro de ayer. Luego me voy a hacer la siesta a La Playa del Salado, busco una oquedad confortable que me resguarde del viento incesante, con muretes de piedras, y dormito bajo los rayos de ese sol intermitente que está más tiempo oculto entre nubes que brillando fuera de ellas. Pero sigo trabajando, hasta dormido. Una historia que quizá escriba, o no: Los crímenes de La Graciosa. ¿Hay delitos en esta isla de 500 habitantes o puede haberlos? Hay guardiciviles, aunque no los haya visto porque quizá se mueven en traje de baño en sus patrullas por la isla. Un sargento y un número. Una sargento, mejor dicho, una mujer de unos cincuenta años y autoritaria, madre de un crío. El número es un joven de veintitantos años. Los dos ocultan los motivos por los que han ido a parar a ese rincón tan apartado como tranquilo. Pero alguien muere, rompiendo la tranquila rutina isleña, y no se sabe bien por qué. El solitario habitante de La Alegranza aparece con un disparo en la cabeza, un aparente suicidio con su arma de caza. Todos dan por buenas esa evidencia, menos el joven número de la Guardia Civil.
No sé. No sé si la empezaré a escribir o me olvidaré de la historia. No sigo con mis elucubraciones literarias porque el viento que sopla es gélido y me hace levantar el vuelo t salir de mi refugio. Voy medio desnudo, muy desabrigado, en contraste con todo el mundo con el que me cruzo que va con forros polares. Tropiezo con mis vecinos, por cierto. Ella es guapa y delicada; él parece un hooligan. Me saludan entre sonrisas mientras entran en su apartamento y yo en el mío. Y estoy tan helado que invierto una hora en hacer arroz con leche, aunque sólo tenga arroz, leche y azúcar (nada de corteza de limón, y eso que pasé por delante de un limonero esta mañana, ni canela) y mientras hierve, a cámara lenta, cosas del maldito butano, meriendo dos veces. Y luego abro el ordenador y leo los mails de tres mujeres. Uno de ellos es una respuesta telegráfica y tampoco esperaba más; el segundo rezuma sentimientos y ternura; el tercero es una relación de excitantes promesas. Este es el resultado de cartearme con fantasmas.
Comentarios
Cartearse con fantasmas, para temas literarios está bien, aunque para lo cotidiano y real, no sea muy recomendable.
¿Qué es un fantasma? Preguntó Stephen. Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable —por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres.
James Joyce: Ulises