DIARIO DE UN ESCRITOR
La Graciosa, 24 de enero de 2012
Ayer fue un día de fenómenos paranormales. O subnormales. Empezaron ascendiendo a la Montaña Bermeja. De enorme pendiente pero fácil de hacer, de un tirón por una senda perfectamente marcada. Nada que ver con la penosa ascensión, y el más penoso descenso, a la Montaña Amarilla. Las bautizan por colores, y aciertan. La Amarilla es amarilla, y la Bermeja, roja. Pero fue coronar esa cima y disfrutar de las vistas de la isla (desde cualquier punto elevado se ve La Graciosa en su totalidad debido a sus reducidas dimensiones) cuando empezaron los problemas, relativos, porque tampoco me quitan el sueño. Una llamada desde mi séptima vida, cuando estaba en la cumbre, me descolocó por la información que me dio. Tardé unos segundos en identificar la voz. ¡Caramba, me dije, cómo se olvida todo, hasta las voces! Alguien, un escritor cubano al que no tengo el gusto de conocer ni haber leído, me ha denunciado por supuesto plagio por Llueve sobre La Habana, título idéntico al de una novela que él publicó en 2004. Cuando mi interlocutora cuelga su teléfono me doy cuenta de que el amor potencia uno de los sentidos y anula los otros, aunque mi observación llega a destiempo. Con esos pensamientos nocivos, que me envenenan por dentro, sigo mi periplo por la bella isla, descubro lugares de una belleza terrorífica, oxímoron que se puede aplicar a unas galerías gigantescas que la fuerza del mar ha abierto en una colada volcánica negra azabache por la que entra y sale, rugiendo y bufando, hirviendo literalmente. La naturaleza es el más prodigioso arquitecto, me digo cuando me detengo a fotografiar un arco perfecto que han labrado durante siglos la conjunción del viento y el agua, los verdaderos dueños de La Graciosa. Y sigo, pedaleando con mi bicicleta renqueante que se encalla en las dunas que invaden la carretera, hasta el apartamento para saborear la noticia de esa denuncia por plagio. Lo más chusco del asunto es que el autor cubano, o el que tan mal le asesora en este tema, incluye como prueba del delito un párrafo de mi novela que yo no he escrito. Fenómenos paranormales. O subnormales. Claro que el autor cubano afirma, además de descalificarme con la ayuda de un amigo tan conocido como él, que acaba de publicar una obra maestra. Envidio su autoestima. Yo sólo estoy medianamente satisfecho de lo que publico, y a veces ni eso. Y tras esos fenómenos paranormales, esta misma mañana sucedió otro. Llovió. No sobre La Habana dichosa, sino sobre La Graciosa. No me lo podía creer. Pensé que alguien colgaba la ropa y por eso caían gotas. Pero, ¿quién? Así es que llovía del cielo, de un par de nubarrones negros que descargaron un poco de agua, seguramente la única lluvia que caía en la isla durante el año, ni para llenar el culo de un vaso, y yo para verlo. Cogí la bici renqueante (cuando fui a cambiarla las otras estaban peor) y me fui primero a Pedro Barba, a darme un baño en las aguas tranquilas de su puerto desierto, a pasear por entre las casas primorosas y deshabitadas, y luego, remojado, seguí por un territorio de hermosísimas dunas, eché una siesta al sol, adormilado por el oleaje cercano, seguí camino pasando por debajo de la Montaña Bermeja, no bajé a la peligrosa Playa de Las Conchas sino que regresé al pueblo, para comer, y después comprobé el cuarto fenómeno paranormal de estas dos jornadas extrañas: un correo dirigido a mi séptima vida, que estaba seguro de haber enviado la noche anterior, esperaba que lo disparara hacia la interesada en la bandeja de salida. Y me dije que si el azar, de forma aleatoria, había impedido que ese correo saliera el día anterior yo no tenía por qué contrariarlo, así es que lo eliminé. Zas. Y creo que así mantuve, más o menos, que tampoco sé si me interesa, una amistad, porque el contenido de ese correo que no existió, ya que no cumplió su función de ir del emisor al receptor, era demasiado duro para su destinataria, había nacido por la noche después de haberse ido adobando con hiel durante todo el día, y no estoy para causar daño a nadie, aunque ese alguien quizá lo merezca. Y después de comer, más de la cuenta, porque he comprado muchos víveres y creo que quedarán para el próximo inquilino del apartamento, cogí la bici y la cámara y me fui a ver la puesta de sol en las dunas. Y, bueno, me quedé noqueado con tanta belleza, con tanta, tanta, tanta belleza. La belleza de las cosas. La belleza de esta isla maravillosa que me llevo en la retina de mi cámara. Y ya de regreso a mi apartamento, a ciegas, de noche, por mi manía de apurar las horas del día, y sin un solo tropiezo porque me conozco al dedillo la pista que me lleva a Caleta del Sebo, me encuentro en el ordenador con el quinto fenómeno paranormal de estos dos días, un documento perdido ayer, que anduve buscando y no hubo manera de localizar, que aparece hoy sin que lo invoque en la pantalla del ordenador, tan misteriosamente como desapareció ayer tras haberlo creado: lo guardo, aunque piense, a buenas horas mangas verdes porque ayer, maldiciendo el fallo informático, lo tuve que reproducir de memoria. Puede que si salgo a la calle esta noche un OVNI me abduzca para regocijo de La Marciana de Miami, la profesora de tangos. Y salgo, mirando hacia el cielo, hacia las estrellas, por si veo un platillo volante planeando como un moscardón a mi alrededor.
Ayer fue un día de fenómenos paranormales. O subnormales. Empezaron ascendiendo a la Montaña Bermeja. De enorme pendiente pero fácil de hacer, de un tirón por una senda perfectamente marcada. Nada que ver con la penosa ascensión, y el más penoso descenso, a la Montaña Amarilla. Las bautizan por colores, y aciertan. La Amarilla es amarilla, y la Bermeja, roja. Pero fue coronar esa cima y disfrutar de las vistas de la isla (desde cualquier punto elevado se ve La Graciosa en su totalidad debido a sus reducidas dimensiones) cuando empezaron los problemas, relativos, porque tampoco me quitan el sueño. Una llamada desde mi séptima vida, cuando estaba en la cumbre, me descolocó por la información que me dio. Tardé unos segundos en identificar la voz. ¡Caramba, me dije, cómo se olvida todo, hasta las voces! Alguien, un escritor cubano al que no tengo el gusto de conocer ni haber leído, me ha denunciado por supuesto plagio por Llueve sobre La Habana, título idéntico al de una novela que él publicó en 2004. Cuando mi interlocutora cuelga su teléfono me doy cuenta de que el amor potencia uno de los sentidos y anula los otros, aunque mi observación llega a destiempo. Con esos pensamientos nocivos, que me envenenan por dentro, sigo mi periplo por la bella isla, descubro lugares de una belleza terrorífica, oxímoron que se puede aplicar a unas galerías gigantescas que la fuerza del mar ha abierto en una colada volcánica negra azabache por la que entra y sale, rugiendo y bufando, hirviendo literalmente. La naturaleza es el más prodigioso arquitecto, me digo cuando me detengo a fotografiar un arco perfecto que han labrado durante siglos la conjunción del viento y el agua, los verdaderos dueños de La Graciosa. Y sigo, pedaleando con mi bicicleta renqueante que se encalla en las dunas que invaden la carretera, hasta el apartamento para saborear la noticia de esa denuncia por plagio. Lo más chusco del asunto es que el autor cubano, o el que tan mal le asesora en este tema, incluye como prueba del delito un párrafo de mi novela que yo no he escrito. Fenómenos paranormales. O subnormales. Claro que el autor cubano afirma, además de descalificarme con la ayuda de un amigo tan conocido como él, que acaba de publicar una obra maestra. Envidio su autoestima. Yo sólo estoy medianamente satisfecho de lo que publico, y a veces ni eso. Y tras esos fenómenos paranormales, esta misma mañana sucedió otro. Llovió. No sobre La Habana dichosa, sino sobre La Graciosa. No me lo podía creer. Pensé que alguien colgaba la ropa y por eso caían gotas. Pero, ¿quién? Así es que llovía del cielo, de un par de nubarrones negros que descargaron un poco de agua, seguramente la única lluvia que caía en la isla durante el año, ni para llenar el culo de un vaso, y yo para verlo. Cogí la bici renqueante (cuando fui a cambiarla las otras estaban peor) y me fui primero a Pedro Barba, a darme un baño en las aguas tranquilas de su puerto desierto, a pasear por entre las casas primorosas y deshabitadas, y luego, remojado, seguí por un territorio de hermosísimas dunas, eché una siesta al sol, adormilado por el oleaje cercano, seguí camino pasando por debajo de la Montaña Bermeja, no bajé a la peligrosa Playa de Las Conchas sino que regresé al pueblo, para comer, y después comprobé el cuarto fenómeno paranormal de estas dos jornadas extrañas: un correo dirigido a mi séptima vida, que estaba seguro de haber enviado la noche anterior, esperaba que lo disparara hacia la interesada en la bandeja de salida. Y me dije que si el azar, de forma aleatoria, había impedido que ese correo saliera el día anterior yo no tenía por qué contrariarlo, así es que lo eliminé. Zas. Y creo que así mantuve, más o menos, que tampoco sé si me interesa, una amistad, porque el contenido de ese correo que no existió, ya que no cumplió su función de ir del emisor al receptor, era demasiado duro para su destinataria, había nacido por la noche después de haberse ido adobando con hiel durante todo el día, y no estoy para causar daño a nadie, aunque ese alguien quizá lo merezca. Y después de comer, más de la cuenta, porque he comprado muchos víveres y creo que quedarán para el próximo inquilino del apartamento, cogí la bici y la cámara y me fui a ver la puesta de sol en las dunas. Y, bueno, me quedé noqueado con tanta belleza, con tanta, tanta, tanta belleza. La belleza de las cosas. La belleza de esta isla maravillosa que me llevo en la retina de mi cámara. Y ya de regreso a mi apartamento, a ciegas, de noche, por mi manía de apurar las horas del día, y sin un solo tropiezo porque me conozco al dedillo la pista que me lleva a Caleta del Sebo, me encuentro en el ordenador con el quinto fenómeno paranormal de estos dos días, un documento perdido ayer, que anduve buscando y no hubo manera de localizar, que aparece hoy sin que lo invoque en la pantalla del ordenador, tan misteriosamente como desapareció ayer tras haberlo creado: lo guardo, aunque piense, a buenas horas mangas verdes porque ayer, maldiciendo el fallo informático, lo tuve que reproducir de memoria. Puede que si salgo a la calle esta noche un OVNI me abduzca para regocijo de La Marciana de Miami, la profesora de tangos. Y salgo, mirando hacia el cielo, hacia las estrellas, por si veo un platillo volante planeando como un moscardón a mi alrededor.
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