DIARIO DE UN ESCRITOR


Kampong Chan, 10 de mayo de 2012

No hay quien unte las dos bolas de mantequilla sobre el panecillo sin sal que nos dan en el hotel para desayunar. Estamos somnolientos después de una noche de perros (ladrando) y esas bolas heladas se nos resisten. El hotel local en donde nos alojamos está ubicado en la zona más ruidosa de la ciudad y mi compañero de cuarto no pudo pegar ojo: ladraban los canes flacuchos que andan sueltos por las ciudades y se alimentan de las basuras y gruñían los camiones. A mí me molestaba el ruido del aire acondicionado. Pero estamos en el desayuno, con esa bola de mantequilla que no hay quien unte, así es que desisto de ello y me la como a mordiscos con esa baguette sin sal, herencia del protectorado francés que Camboya fue. El café con leche que pido es simplemente café. Me lo tomo. No hay zumo sino mango y sandía. Doy cuenta del mango. Quince minutos más tarde estamos montados en el microbús y dejamos el Mekong y la ciudad del árbol de los enormes vampiros a nuestra espalda. Y seguimos hacia el sur, cruzando el país.



Kampong Chan aparece a mitad de camino hacia Phnom Phen. Me he dormido casi todo el trayecto y la bofetada de calor al apearme es brutal. Por suerte nuestro conductor lleva una buena provisión de botellines de agua helada. Un guarda sale de la sombrilla de un gigantesco árbol y nos extiende a mano un par de entradas por las que pagamos cuatro dólares.

Detrás de un estanque de agua verdosa aparece el templo. En un prado próximo pace un grupo de vacas blancas y esqueléticas que azuza un pastor. La parte antigua del templo es hinduista y se recorta sobre un cielo azul ornado por cocoteros altísimos cuyas copas se juntan. Andamos despacio, a cámara lenta, con sendos botellines de agua en la mano y nos vamos deteniendo ante cada detalle.

La decoración de los dinteles está muy elaborada y se conserva bien. Somos los únicos extranjeros en ese lugar, los únicos visitantes, también. La parte central del templo es más moderna, un santuario de culto budista con las paredes cubiertas de murales que recrean las distintas etapas de Buda, pero lo que me llama la atención es la presencia de dos ancianos tendidos en el suelo y que uno de ellos, esquelético, parece muerto. Me acerco a él y se mueve y me mira con ojos completamente apagados. El otro anciano, sentado, parece tener más vida.

Cerca del estanque se alza un modesto monasterio de monjes budistas. Están sus túnicas azafranadas tendidas, para que se sequen después de lavadas. Tres monjes fuman unos pitillos. Un cerdo enorme, pata negra, se pasea por el exterior y gruñe a un perro flaco que huye con el rabo entrepiernas. Las monjas están aparte, en unos barracones sencillamente infectos de madera que me recuerdan Dachau. Pero no vemos a ninguna. No me extraña su falta de vocación. Discriminadas hasta ante los ojos de Buda.

Saliendo del templo nos acercamos al mercado de la ciudad. Hay una enorme variedad de frutas y las vendedoras se sorprenden por nuestra presencia. Una vende carne de cerdo, sin moscas. La mayor parte, sin clientes a esa hora, opta por balancearse sobre sus hamacas o sentarse en los puestos de venta sobre sus piernas cruzadas.

Seguimos camino hacia la capital y a las doce nos detenemos en un restaurante de carretera. En el exterior un grupo de vendedoras nos ofrecen apetitosas tarántulas fritas que nadan en un aceite muy amarillo. Un tipo cojo las ofrece vivas, dentro de su sombrero de las que no se sabe por qué no escapan. Dos niños se empeñan en que les compre por un dólar una piña de plátanos. Otra vendedora ofrece sabrosas cucarachas de agua (grandes como una mano) rebozadas y fritas. ¿Vamos a comer aquí? Podemos escoger entre el bufet y la carta. Cuando una diminuta camarera destapa los pucheros tenemos claro que comeremos a la carta. Hay cientos de moscas pegadas a un papel cerca de los fogones y las posibilidades de que hayan caído en la comida son muy grandes. ¿Se las comerán? Pedimos lo más aséptico del menú: fideos con vegetales fritos. Como y el niño de los plátanos me los sigue ofreciendo con una cantinela que me adormece.

Por el camino el conductor compra a una chica un kilo de rambutanes y nos los ofrece como postre. A mi compañero de viaje no le gusta en exceso la fruta. A mí, sí. El rambután se pela con facilidad de su cáscara peluda y el interior, una bola blanca y dulce está exquisito.

Cruzamos la Camboya rural que es el ochenta por ciento del país. Los campesinos aran la tierra con su propio esfuerzo o con búfalos de agua, animales potentes que producen la mozarella italiana que aquí, sin embargo, no se consume: no hay queso camboyano. Cerca de muchas viviendas hay gigantescos plásticos transparente desplegados y debajo de ellos recipientes con agua. Preguntamos al conductor por su utilidad. Trampas para grillos. Por la noche encienden luces detrás de las pantallas, los grillos chocan contra ellas, resbalan y se ahogan en el agua. Fritos, dice, están muy buenos. No tenemos curiosidad por probarlos, la verdad.

Dormimos. Aunque aumenta el traqueteo. A medida que nos acercamos a la capital el tráfico es más denso y el firme de la carretera sencillamente infernal. En los suburbios abrimos los ojos. La gente se ha multiplicado en la carretera y a las habituales motos se añaden coches y bicicletas. Muchos viandantes caminan tapándose la nariz. El conductor nos da una explicación: todas las cloacas de la ciudad desembocan en ese apestoso barrio y con esas aguas fecales del país cultivan lo que comen. Cientos de casuchas con tejados de uralita se hacinan siguiendo el curso de un albañal grisáceo y las viviendas se comunican unas con otras a través de pasarelas.

El hotel de Phnom Phen está bien situado, bastante céntrico, a pocas manzanas del mercado central, en un barrio de casas de estilo francés. Tras ducharnos decidimos callejear y rechazamos todos los tuk tuks que nos ofrecen. Las calles carecen de nombre, son números. La nuestra, la 132, cruza una enorme avenida de circulación caótica. No hay pasos cebra ni nada que se parezca a un semáforo. Pero existe una técnica muy racional, que enseguida aprendemos y ponemos en práctica: hay que cruzar despacio, para que la moto, bicicleta o coche tenga tiempo de esquivarte, y no detenerte. Si corres la posibilidad de ser atropellado se incremente. La 132, en cuanto se acerca a la orilla del Mekong, que se desdobla en dos y forma una isla en medio y entonces toma el nombre del lago Tonle Sap una de sus ramas, se convierte en una calle del barrio rojo. Chicas con minifaldas extremas y muy pintadas se contonean desde dos hileras de bares de alterne. Hay occidentales que salen de ellos, rumbo a sus hoteles, con una o dos novias de pago.

Acabamos en el Tonle Sap. El río tiene una anchura de, por lo menos, medio kilómetro, y barcos de turistas y de pesca lo surcan lentamente. Los camboyanos se sientan en bancos del paseo a ver la puesta de sol sobre el río o corren por el centro del paseo para intentar sudar. Nosotros sudamos andando muy despacio, a pasitos.

Lonely Planet recomienda un restaurante junto al río. No lo encontramos y nos metemos en otro sumamente elegante y bonito, el Bonpha. Un educado camarero nos sienta a una mesa que tiene inmejorables vistas al río. Nos hundimos en el sofá demasiado mullido mientras hacemos los pedidos. Las cervezas Angkor, bastante frías, llegan antes que mi buey con pimienta camboyana, aunque el plato debería llamarse realmente pimienta camboyana con ternera, y las gambas que pide mi colega. Ambos convenimos que el restaurante es una exquisitez y el típico lugar para llevar a una chica. Pero no tenemos novias en Camboya. Y yo dejé pasar un par de ocasiones con otras tantas viudas. No debemos olvidar que el periodo jemer rojo dejó familias diezmadas. Mañana visitaremos los campos del horror, tendremos la otra visión de este país aparentemente amable y sonriente que se convirtió en un infierno dantesco, pero no hablamos de eso, aunque sí, sino sobre todo de cine, de su agónica situación en España, de los muchos talentos que se pierden. Y, mientras, siguen llegando a la mesa cervezas Angkor, más o menos frías, y rematamos la cena con un mojito que nos sabe a agua.

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