Phnom
Penh, 12 de mayo de 2012
El
palacio Real de Phnom Penh me recuerda de inmediato el de Bangkok: el mismo
tipo de arquitectura. Edificio de mármol blanco al que se accede por
escalinatas en los cuatro costados y rematado por una serie de tejados superpuestos de teja
brillante. El conjunto de palacios, Pagoda de Plata y jardines ocupa una
extensión impresionante a orillas del Tonle Sap, el otro brazo del Mekong, cuidados por aplicados jardineros que los podan en este preciso momento.
Cruzar la explanada de cemento para ir de un palacio a otro a las nueve de la
mañana requiere un esfuerzo extraordinario. El sol, en la ciudad, quema, se
refleja en el suelo y nos da en la cara creando una sensación de ahogo. Pero es
precioso el conjunto, es bello e impresionante a la vez, aunque lo que más me
gusten sean esas pinturas murales de carácter épico que adornan los largos
pasadizos de los muros que resguardan los recintos palaciegos.
Cuando
entramos al Museo Nacional de Camboya, otro impresionante edificio, de
terracota, llegamos al cénit de nuestra resistencia. Subir las escaleras que
llevan a la entrada requiere dos largos tragos de agua fresca. La situación no
mejora en el interior, pero buscamos los ventiladores colocados
estratégicamente y no avanzamos hasta el siguiente hasta que nos vemos capaces
de dar diez pasos seguidos.
La
escultura jemer es realmente impresionante por su belleza y perfección. Los
artistas camboyanos de antaño dominaban el arte de la talla, sabían dar a sus
esculturas las proporciones exactas y pulían sus obras hasta darles un perfecto
acabado. Hay salas enteras con representaciones divinas de Visnú, Shiva y
Ganesha, el dios elefante. Observando los rostros de las divinidades, sus
rasgos (ojos rasgados, narices achatadas y labios gruesos) no es difícil
reconocer en ellos a los actuales camboyanos, salvo en su altura.
Estar unos
días en un país te ofrece la posibilidad de comprenderlo, además de amarlo. La
explicación del auge del hinduismo en Camboya, de que la música callejera me
suene a hindú y de que los camboyanos, por lo general, sean tan oscuros de piel,
tiene una explicación simple: los jemer eran un pueblo llegado de La India, a
pesar de que Camboya no limita en ninguna de sus fronteras con el gigante
indostánico.
Hay
un grupo de monjes budistas que, pese a las advertencias de no tocar las
estatuas, manosean las de las divinidades hindúes y las de Buda, posteriores,
cuando los jemeres abrazaron los preceptos de Siddhartha. La vigilante de la
sala, lejos de amonestarles, les ofrece platos llenos de rodajas de mango. Los
monjes en Camboya tienen vida de cura.
A
la salida del museo un tullido por las minas antipersonas extiende la palma de
la mano y recibe un billete de dólar. También lo han recibido las sucesivas
orquestas de músicos sin brazos o
piernas que hemos visto y oído a lo largo del país. Viven de eso y de la
caridad pública porque ningún estamento oficial tiene dinero para ayudarles.
Conviene
hacer una buena comida para lo que nos espera por la tarde. Nuestro amable
conductor guía nos lleva a un restaurante de buffet ubicado en el centro de la
ciudad tras habernos dejado callejear por los puestos del Mercado Ruso. Los
camboyanos, justo es decirlo, no son tan buenos artesanos como sus vecinos birmanos
o tailandeses. No he visto, por ejemplo, un solo cuadro o grabado que no hiera
la vista. Tampoco tallan masivamente la madera como lo hacen los exquisitos
artistas balineses. Ni hay joyería, ni collares, ni sortijas, ni pulseras ni
pendientes. Pasminas sí, pero ya tengo para montar una tienda a mi regreso.
Fallo
a mi propósito de enmienda de no beber cerveza. Caen dos Angkor durante el
buffet libre. La cocina jemer es, para mi gusto, demasiado suave comparada con
la tailandesa, por ejemplo. Fallan los postres. Aunque en una ocasión comí un
platillo de leche de coco con tapioca que estaba exquisito. Por suerte localizo
el mango y me como uno entero.
En
una calle tranquila se encuentra la antigua cárcel de Tuol Sleng. Un letrero
ruega que se hable bajo mientras se visita. No hace falta: uno sencillamente enmudece. Traspasar
los muros alambrados de la antigua prisión polpotista es adentrarse en el
infierno, el terror de Conrad. Y es que Conrad, a través de la genial versión
que hizo Coppola de su novela El corazón de las tinieblas, está relacionado con
Camboya: ahí acaba el viaje en busca del enloquecido Kurtz, en unas ruinas de
Angkor de las que penden cadáveres como trofeos en Apocalipse now.
Cuesta
imaginar que personas parecidas a las que he tratado durante estos días, o familiares
suyos, pudieran ejercer de verdugos. Pol Pot, un asesino en serie de aspecto
afable, como toda la camarilla que formaba parte del Angkar, el núcleo duro de
esos maoístas más maoístas que Mao, diseñó una cadena de terror que nadie fue
capaz de romper. Como todo totalitario, sea de derechas o de izquierdas, los
asesinos mesiánicos eligieron la víctima y dirigieron el odio de los
campesinos, a los que decían representar, hacia los habitantes de las ciudades.
En tres días todas las urbes de Camboya quedaron desiertas y sus habitantes
confinados en campos de trabajo que eran campos de exterminio siguiendo el
modelo ideado por Hitler. Pero aquí las victimas eran los suyos, su propia
gente. En poco más de tres años fueron exterminados tres millones de camboyanos,
la cuarta parte de la población. Diecisiete mil en las celdas lúgubres que
recorro en silencio. Pol Pot veía enemigos por todas partes que hacían peligrar
esa demente revolución sin escuelas, sin familia, sin médicos ni ingenieros; un
niño esgrimía un revólver y automáticamente era ascendido a rango de general de
ese ejército en el que todos sus miembros vestían el mismo atuendo campesino
fúnebre: camisa y pantalón negros, pañuelo a cuadros azules y blancos,
sandalias. Los instrumentos de tortura y exterminio eran tan rudimentarios como
brutales. No se podía gastar inútilmente balas, así es que acababan con la vida
de sus víctimas, entre estas paredes por las que pasean mis ojos, a golpe de
azada, de barra de hierro, de martillo. Solían tener a los sacrificados sujetos
a somieres metálicos, que todavía están en las checas, los encadenaban, los
partían literalmente a golpes, los machacaban sin piedad, les amputaban las
manos y los pies con unas curiosas cajas metálicas que hay sobre esos somieres
macabros, les arrancaban los pezones y las uñas, les arrojaban gasolina encima
y les prendían fuego. No se han limpiado esas habitaciones en donde las
víctimas expiraban con insoportable lentitud sufriendo lo indecible. Hay sangre
hasta en el techo, hay gotas de sangre seca que ya forman parte del suelo, hay
sangre en las paredes de esos largos pasillos a los que abren sus puertas esas
tétricas celdas. En otra habitación están los retratos de los infelices que
iban a morir. Siguiendo el modelo de los nazis, de los que no se diferenciaban
aunque enarbolaran la hoz y el martillo, fotografiaban y databan a cada una de
sus víctimas. Hay miles de retratos y en todos ellos brilla el espanto, el
saber que dentro de horas, días, ya no estarán, el suponer que van a irse en
medio de atroces torturas. Hay hombres, mujeres y niños. Hay jóvenes y
ancianos. Hay abogados y campesinos. Muchos niños. Bebés. Los jemeres rojos,
cuando mataban a alguien, se llevaban por medio a toda su familia, incluidos
sus hijos, sin reparar en su edad: así no habría recuerdo de la infamia, no se
producirían actos de venganza. Toda Camboya, llamada entonces cínicamente
Kampuchea Democrática, fue víctima o verdugo. Ningún verdugo fue capaz de girar
su arma contra el que le daba la orden de torturar y asesinar, rebelarse y
volarle la cabeza. Nadie truncó esa inacabable cadena de terror que se llevó a
la tumba a la cuarta parte de la población.
Hay
tres pabellones de la muerte. En el siguiente las celdas son muy reducidas, de
cada habitación sacan cincuenta cubículos, casi nichos, en donde a duras penas
un hombre puede dar dos pasos hacia delante y ninguno hacia el lado. Pero todas
esas estrechas celdas tienen sus vigas, para colgar a sus víctimas e irles
aplicando las insoportables torturas. Y sumideros por donde la sangre pueda
deslizarse fuera, caiga por la fachada.
Nadie
que entrara en Tuol Sleng salía con vida.
Hay
un pabellón con alambradas. Y más celdas, éstas con puertas de madera con una
ventanilla por donde los verdugos pasaban escudillas de arroz a los que iban a
masacrar. No llegan a jaulas. Son mucho peores. Mejor ser pato en la época de
Pol Pot que llevar gafas o saber inglés.
En
dos celdas vacías, sin camas de tortura, pero con rastros de sangre en el
suelo, están los retratos de los verdugos, los causantes del drama. El Hermano
Uno, como le gustaba llamarse a sí mismo Pol Pot, parece un tipo agradable y
simpático, siempre sonriente. Pocos llegaron a juicio. El ideólogo del
genocidio murió de viejo en la selva y su cadáver incinerado. Cuatro ancianos líderes
jemeres rojos fueron juzgados y condenados. Otros fueron exterminados por ellos
mismos por sospechas de traición. Hay fotos del triunvirato de la muerte, pero
los camboyanos, furiosos, han rayado sus rostros con saña, en lo que puede
interpretarse como un linchamiento poético. Los treinta años de prisión a los
que fueron condenados parecen pocos, poco sufrimiento para los causantes de
tanto dolor y muerte. A veces cuesta ser civilizado. Yo, pese a mis firmes
convicciones, creo que me tomaría la justicia por la mano. Aparecen fotos, sin
rayar, de Khaing Khe, camarada Duch, Pato, el responsable del chupadero de
vidas humanas; de Nuon Chea, Camarada 2, el brazo derecho de Pol Pot; de Khieu
Samphan, jefe de estado; de Ieng Shary, la ministra de Asuntos Exteriores. La
banda de asesinos fue reconocida por Naciones Unidas y apoyada, entre otros,
por Tailandia y Estados Unidos. Todos viven. Como la mayor parte de los jemeres
rojos, integrados en la sociedad civil, formando parte del gobierno de la
nación.
Subimos
al microbús en silencio. El guía conductor tampoco habla. Como los alemanes de
ahora del período de Hitler. Pero la siguiente parada es más de lo mismo. The
killing field. Los campos de la muerte que inmortalizó para el cine Roland
Joffré en la impresionante película Los gritos del silencio que veré en cuanto regrese.
Aparentemente es un idílico prado verde bien cuidado para pasear y airearse a
12 kilómetros de la capital. Pero un atento caminante verá fosas comunes en lo
que ahora son hondonadas repletas de agua, restos de ropa aprisionada en la tierra
de los caminos y hasta algún hueso perdido. Los que lograban sobrevivir a los
tormentos de la prisión de Tuol Sleng morían aquí. Antes los narcotizaban con
ruidosas canciones revolucionarias que elogiaban la vida agraria y denigraban a
los habitantes de las ciudades. Y no utilizaban balas. Instrumentos campesinos
para masacrar a sus víctimas. Con lo mismo que labraban mataban.
Nos
detenemos ante un árbol. Lo llaman el árbol de los niños. Contra él estrellaban
los guardianes de ese campo de la muerte a los niños de sus prisioneros. Encontraron
restos de sesos y huesos astillados a su alrededor.
Uno
llega sin aliento hasta la enorme estupa transparente que se ha erigido en el
lugar como homenaje a las víctimas del genocidio. Es un monumento de treinta
metros, circular, relleno con las calaveras que encontraron en ese campo de la
muerte, cráneos a los que les faltan los dientes, porque se lo arrancaron en
vida, partidos, astillados, perforados, no por balas sino por picos.
Anochece
en Phnom Phen cuando regresamos en silencio. Esta Camboya hay que conocerla,
aunque duela, y para que no se repita. Pero se repite, una y otra vez, aquí y
allá.
¡El horror, el horror! (El corazón de las tinieblas Joseph Conrad).
Comentarios
Pero, al poco, recordé que al lado de la puerta de mi casa horrores comno aquellos, tal vez menos rústicos, también se sucedían no hace tanto.
Me quedo, después de leerte, nuevamente clavada pero volveré, esta tarde mediante una taza de café que ahora mismo remuevo.
No tomaré café, como Anita, sino un dulce, para encontrar el equilibrio.
Espero que vuestro próximo destino sea más reconfortante.
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