CINE / EAT THE KNIGHT, DE CAROLINE POGGI Y JONATHAN VINEL

 


Batiburrillo de géneros que hace que casi no funcione ninguno. En ocasiones la presunta originalidad no suma, sino que resta. ¿Un film negro? Sí, y esa es la parte mejor resuelta de esta propuesta a dos de Caroline Poggi y Jonathan Vinel. ¿Un film de amor? También, porque la relación homosexual entre los dos protagonistas masculinos funciona, y la de los dos hermanos, huérfanos aunque tengan un padre ausente (Thierry Hancisse), rezuma cierta ternura. Pues, ¿qué falla? La propuesta videojuego que los directores insertan en la trama, esa realidad virtual que vive la hermana y en la que involucra a su hermano con sus correspondientes avatares. Esa chirría desde el primer momento.


Pablo (Théo Cholbi) es un joven narcotraficante autónomo que se fabrica sus propias drogas en una mansión apartada que ha comprado precisamente con sus ganancias ilegales. Cuida, al mismo tiempo, de su hermana pequeña Appoline (Lila Gueneau Lefas) que vive una realidad paralela a través de un videojuego llamado Darknow que tiene fecha de caducidad. Pablo conoce a Night (Erwan Kepoa Falé) y lo incorpora a su sociedad limitada delincuencial y ambos viven una historia pasional, pero también tendrán que hacer frente a la amenaza de la banda que lidera Louis (Mathieu Perotto) controla el tráfico de drogas de la zona y que no admite la competencia de ese dúo amateur y lo quiere eliminar.


La pareja de directores, que siempre han trabajado al alimón en filmes anteriores de género fantástico, borda las secuencias sexuales entre Pablo y Night y las violentas cuando este último recibe una brutal paliza a manos de Louis y sus secuaces. Las diferentes texturas cinematográficas que se dan cita en el film, las de ese videojuego en el que participan los dos protagonistas masculinos y la femenina con sus respectivos avatares, rompen el hilo narrativo constantemente. Eat the Night habría sido mucho más efectiva simplemente como película de género negro protagonizada por jóvenes desarraigados. A veces, queriendo ser original se estropea el guiso.  


Un policía atípico a la caza de un asesino en serie por las calles de San Francisco de los años 80, cuando la ciudad agonizaba por la epidemia del SIDA y un psicópata degollaba prostitutas vietnamitas. Una novela que es como una película. 






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