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Durante años, desde su fundación a su óbito, colaboré en el extinto diario madrileño El Sol en donde publiqué casi un centenar de artículos de opinión extraordinariamente bien remunerados para la época─ vamos, que ahora se cobra mucho menos por las mismas líneas, y estoy hablando exactamente de veinte años atrás ─. Jim Thompson lo escribí a poco de llegar de Tailandia, mi primer viaje a Extremo Oriente, una zona con la que me siento muy vinculado y de la que acabo de regresar, y juego con dos personajes que comparten el mismo nombre y apellido aunque no el mismo destino. Uno un aventurero tan enamorado de Tailandia como para quemar sus naves y reposar en algún lugar ignoto de sus selvas; el otro uno de los puntales de la narrativa negra norteamericana con la que me siento tan próximo.

JIM THOMPSON
José Luis Muñoz


Existen dos Jim Thompson que son medianamente célebres. Ambos, aparte de compartir el mismo nombre, son americanos y han llevado una vida intensa. Uno reposa en algún lugar de la jungla malaya, y el otro en un bonito jardín de Westwood, California.
A uno lo conocen casi todos los turistas que, como un ejército depredador, cada año se precipitan sobre Tailandia. Este Jim Thompson, ex agente secreto fascinado por la cultura, la belleza y el exotismo tai, decidió dos cosas: cambiar el paraíso americano por el paraíso tailandés y explotar una de las riquezas más sensuales del antiguo reino de Siam, la seda natural. Jim Thompson no regresó jamás a Estados Unidos, su cuerpo se aclimató a la exasperante humedad de las junglas y las urbes Tailandesas, y fundó un próspero negocio, la Jim Thompson Factory, que comercializa gran parte de las sedas del país y que es centro de peregrinaje de no pocas damas y caballeros occidentales sensibilizados por el tacto y colorido de sus exquisitos productos textiles. La Jim Thompson Factory tiene su sede en Bangkok, en una de las calles que desembocan a Silom Road, y aunque sus precios son algo excesivos si se los compara con los de su competidor local Shinawatra, que duda cabe que es uno de los primeros lugares en donde el turista se deja caer fascinado por el colorido y delicadeza de sus manufacturas. Una vez que se entra y se palpan las texturas de lo allí expuesto es difícil salir sin un vestido, una blusa, un batín, un pijama, una corbata o un pañuelo de seda.
Jim Thompson tuvo un final enigmático. Desapareció un buen día cuando paseaba por la jungla de Malasia, y nada más se supo. De él, aparte de su factoría, nos queda su casa museo, una bella construcción de teca edificada junto a uno de los canales más infectos del Chao Phra Ya, verdadera joya de arquitectura local a la que se puede acceder siempre que se logre romper con éxito las muchas veces infranqueable muralla de pegajosa humedad que rodea la villa, en la que se conservan sus extraordinarias piezas de arte tai, birmano y malayo que forman su colección particular.

El otro Jim Thompson nació en Oklahoma en 1906, y tuvo vivencias como botones, trabajador de oleoducto, proyeccionista, portero de noche, vigilante armado, experto en explosivos y escritor policiaco. Como muchos autores de la época y del género, tuvieron que ser los editores franceses los que le redescubrieran con excelente olfato y lo catapultaran hacia su país de origen en donde no pasaba de sobresalir de entre la medianía. Thompson, escritor de oficio, sometido muchas veces a un ritmo de trabajo excesivo que mermaba la calidad y el acabado de sus obras, estuvo en las listas negras por sus simpatías hacia toda clase de desheredados y el carácter social de su obra, pero era un personaje tan poco relevante para los macarthistas que ello no le impidió trabajar con nombre y apellidos como guionista en dos importantes films de Kubrick, “Atraco perfecto” y “Senderos de gloria”.
De sus experiencias vitales, que marcaron su rostro pétreo y adusto, tan parecido al del duro Lee Marvin o al del no menos rudo realizador Samuel Fuller, han surgido libros como “Los alcohólicos”, Thompson tuvo serios problemas con el alcohol, que incluso llegan a evidenciarse en su discurso literario; “Texas”, Thompson trabajó en los oleoductos; o “Los timadores”, Thompson conocía muy bien el mundillo del juego, sus tretas y sus miserias.
De su densa obra, no menos de veinticinco novelas publicadas entre las que destacarían “Al sur del paraíso”, “El asesino dentro de mí”, “Pop. 1280”, tres de ellas fueron llevadas al cine por lo menos con buenos resultados “Una mujer endemoniada”, “La huída” y “Los timadores” y de entre ellas destacaría por su ejemplaridad y virtuosismo ésta última. No es casualidad que Stephen Frears, el más brillante realizador británico del momento, heredero directo del free cinema, director de películas como “Mi hermosa lavandería”, “Sammi y Rose se lo montan” y “Las amistades peligrosas” se fijara en el texto lúcido y amargo de Thompson y convenciera a Martín Scorsese para que produjera el proyecto.
En “Los timadores” los lectores de Thompson encontrarán todos los paradigmas de su peculiar mundo. Delincuentes sin estridencias, más bien mediocres, de poca monta, de timo corto, como muy bien explicita en un somero estudio que hace de los especimenes que integran el cerrado coto de los timadores, relaciones sentimentales turbulentas y a menudo triangulares: las de Roy Dillon con su madre Lilly, que, por dinero, es capaz de cualquier cosa; las de Roy con Moira, esa especie de gatita sexy que paga con su cuerpo la mayor parte de sus facturas, y que, bajo su sensualidad, oculta un cerebro frío y criminal; en las que el hombre, la mayor parte de las veces, aparece como indefensa víctima rodeada por la voracidad de las hembras que le circundan.
La negritud de Thompson no está en sus argumentos – en muchas de sus novelas ni siquiera hay un crimen a reseñar, y si lo hay es accidental, mediocre, carece de espectacularidad- sino en los ambientes que refleja: bares terminales, garitos de juego, hospitales cochambrosos, hoteles infectos donde no se cambian las sábanas y, sobre todo, en la personalidad de sus marginales criaturas, perdidas en las urbes, sin norte, desencantadas, conscientes de sus miserias, sin posibilidad de redención y por ello tan terriblemente humanas. Un retrato moral de la sociedad que encontraba su doble pictórico en los cuadros de Hooper.
Hoy Thompson, padre de la nueva narrativa negra americana, la que presta más atención al delincuente y al marginado que al servidor de la ley en una inversión de papeles de lo que era la literatura negra de Chandler y Hammett, es posible que vuelva a ponerse de moda gracias a la devoción de Stephen Frears, que ha hecho una película fiel a su original literario y que, sobre todo, ha sabido captar la catadura moral de sus personajes y el desencanto inherente de sus páginas.

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