EL LARGO ADIÓS
ERIC ROHMER
Con la muerte de Eric Rohmer, Jean-Marie Maurice Scherer, el pasado 11 de enero en París, el cine francés pierde a uno de sus directores más personales. Miembro discreto de la nouvelle vague, a la que llegó después de hacer de crítico cinematográfico en Cahiers du Cinema, el cine de Rohmer, más conservador y burgués que el de sus compañeros de camada creativa, poco tiene que ver con el radicalismo de Jean Luc Godard, el único superviviente, con el compromiso argumental de Louis Malle o la sensibilidad cinematográfica de François Truffaut. Rohmer, a través de un cine discursivo, en el que primaba el diálogo sobre la imagen, construyó una filmografía absolutamente coherente a la que fue fiel a lo largo de sus 36 filmes. Con una clasificación temática, sus cuentos morales, sus comedias y proverbios, las películas de Rohmer, ancladas en la realidad más cotidiana, protagonizadas por personajes corrientes y, muchas veces, por actores de debutaban en sus films, buceaban en el mundo de los sentimientos y las relaciones personales, y, esa era una de sus características, se volcaban en el mundo de los jóvenes, en su inocencia e idealismo, en sus dificultades de comunicación entre ellos mismos y los adultos. Nadie como Rohmer construyó una filmografía que se centrara tanto en la adolescencia y la juventud. Daba la sensación de que el veterano director, que iba cumpliendo años y se acercaba a la vejez, intentaba contagiarse de la sangre impetuosa de sus imberbes personajes.
Rohmer hizo muchas películas porque sintió la necesidad de decir muchas cosas, aunque, con frecuencia, hizo la misma película, como Woody Allen. Sus guiones eran los diálogos. Sus películas no precisaban más que unas cuantas habitaciones de cualquier casa, una terraza, la calle de cualquier ciudad y alguna que otra playa del norte de Francia para conseguir funcionar. Su cámara seguía los andares lánguidos de sus personajes que estaban en tránsito por esa juventud que se deja cuando morimos para convertirnos en adultos. Sus actrices eran jóvenes de ojos soñadores, de rodillas hermosas, de sonrisa inocente que seducían a pintores, escritores, profesores.
Vi muchas de sus excelentes películas. Las escuché, sobre todo. Y no tuve la sensación de que su cine fuera hablado, como si ocurre con Oliveira. La coleccionista, Le genou de Claire, Ma nuit chez Maud, La marquesa de O, Paulina en la playa, La inglesa y el duque… Por sus fotogramas pasaron Jean Claude Brialy, uno de sus actores fetiches, Jean Louis Tritignant y una exquisita actriz francesa de pertinaz flequillo de la que nunca más se supo: Haydee Politoff.
Con la muerte de Eric Rohmer, Jean-Marie Maurice Scherer, el pasado 11 de enero en París, el cine francés pierde a uno de sus directores más personales. Miembro discreto de la nouvelle vague, a la que llegó después de hacer de crítico cinematográfico en Cahiers du Cinema, el cine de Rohmer, más conservador y burgués que el de sus compañeros de camada creativa, poco tiene que ver con el radicalismo de Jean Luc Godard, el único superviviente, con el compromiso argumental de Louis Malle o la sensibilidad cinematográfica de François Truffaut. Rohmer, a través de un cine discursivo, en el que primaba el diálogo sobre la imagen, construyó una filmografía absolutamente coherente a la que fue fiel a lo largo de sus 36 filmes. Con una clasificación temática, sus cuentos morales, sus comedias y proverbios, las películas de Rohmer, ancladas en la realidad más cotidiana, protagonizadas por personajes corrientes y, muchas veces, por actores de debutaban en sus films, buceaban en el mundo de los sentimientos y las relaciones personales, y, esa era una de sus características, se volcaban en el mundo de los jóvenes, en su inocencia e idealismo, en sus dificultades de comunicación entre ellos mismos y los adultos. Nadie como Rohmer construyó una filmografía que se centrara tanto en la adolescencia y la juventud. Daba la sensación de que el veterano director, que iba cumpliendo años y se acercaba a la vejez, intentaba contagiarse de la sangre impetuosa de sus imberbes personajes.
Rohmer hizo muchas películas porque sintió la necesidad de decir muchas cosas, aunque, con frecuencia, hizo la misma película, como Woody Allen. Sus guiones eran los diálogos. Sus películas no precisaban más que unas cuantas habitaciones de cualquier casa, una terraza, la calle de cualquier ciudad y alguna que otra playa del norte de Francia para conseguir funcionar. Su cámara seguía los andares lánguidos de sus personajes que estaban en tránsito por esa juventud que se deja cuando morimos para convertirnos en adultos. Sus actrices eran jóvenes de ojos soñadores, de rodillas hermosas, de sonrisa inocente que seducían a pintores, escritores, profesores.
Vi muchas de sus excelentes películas. Las escuché, sobre todo. Y no tuve la sensación de que su cine fuera hablado, como si ocurre con Oliveira. La coleccionista, Le genou de Claire, Ma nuit chez Maud, La marquesa de O, Paulina en la playa, La inglesa y el duque… Por sus fotogramas pasaron Jean Claude Brialy, uno de sus actores fetiches, Jean Louis Tritignant y una exquisita actriz francesa de pertinaz flequillo de la que nunca más se supo: Haydee Politoff.
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