el libro
EL HOMBRE ES UN GRAN FAISÁN EN EL MUNDO
Herta Müller
Siruela, 120 pgs.
El lugar común de que en literatura todo está dicho se desmonta, afortunadamente, cuando el lector se acerca a El hombre es un gran faisán en el mundo, de la rumana de lengua alemana Herta Müller (Nitzkydorf, 1953) la desconocía autora, entre nosotros, que acaba de obtener el Premio Nobel de Literatura, un galardón literario que últimamente está deparando agradables sorpresas por sus aciertos.
Esta brevísima novela, con estructura fragmentaria, compuesta casi por una sucesión de relatos de una o dos páginas que parecen fotogramas y participan de unos mismos escenarios, el agro rumano, descrito sin ninguna piedad, y unos personajes comunes que entran y salen de las narraciones, tiene una fuerza inmensa inversamente proporcional a su número de páginas, recorridas todas ellas por una intensidad literaria notable y original.
Sin un átomo de piedad, utilizando cada palabra como del escalpelo que saja un cadáver, la escritora rumana dibuja con sobrias pinceladas y un empleo sintético de la palabra - sustantivos desnudados de sus adjetivos; frases cortas y lapidarias en presente indicativo, es decir, que pasa en el exacto momento que el lector las lee -, a la manera de un Thomas Bernard, pero que resuenan en los oídos del lector con música turbadora e impactan con precisión en sus cabezas, un retrato de la dura vida campesina de una comunidad alemana, los suabos, enclavada en la Rumanía rural, con sus conflictos, las bajas pasiones que anidan en sus corazones rústicos, la dureza de ese día a día con las manos metidas en la tierra, o en las tripas sanguinolentas de los animales de los que viven, un mundo de sueños arrumbados por la más cruel de las realidades, la de un pueblo enquistado dentro de otro que lo aísla y margina como minoría que no quiere integrarse para no desintegrarse.
“Amalie siente los tacos de las sandalias blancas en el vientre. El rescoldo de la frente arde en sus ojos. La lengua le pesa en la boca. La cruz de plata brilla en el cristal de la ventana. En el manzano cuelga una sombra. Es negra y la han removido. La sombra es una tumba”.
El campo de El hombre es un gran faisán en el mundo no es un útero protector sino una placenta desgarrada y sangrante, desprovisto de todo lo que de mito arcádico tiene lo rural, vomitado al lector con toda su crudeza - como esa sopa engullida por uno de los personajes que vomita sobre su propio plato de sopa que luego pasa a la escudilla del gato - y lo hace, y ahí está su indiscutible mérito literario, con un estilo sintético, minimalista, que bascula del objeto al sujeto, porque cada objeto, cada olor, casi siempre acre, tiene su impronta narrativa.
Los capítulos/relatos de Herta Müller, impregnados del naturalismo de Zola, funcionan como flashes narrativos que iluminan la retina del lector y lo sumergen en un ambiente de desaliento máximo. Este drama coral poblado por personajes de tosquedad física y anímica, como Windisch, su vulgar mujer que se abría de piernas por un mendrugo de pan en Rusia, su prostituida hija a la que manosea el cura y el policía, el peletero que hiede… es un tablero de ajedrez por donde se mueven piezas desarraigadas de una naturaleza hostil.
Herta Müller es una digna heredera de Le Clezio, Coetzee y Jelinek, sin duda, y seduce con la dura armonía de una prosa que sabe modular a la perfección sin que se note el esfuerzo.
Herta Müller
Siruela, 120 pgs.
El lugar común de que en literatura todo está dicho se desmonta, afortunadamente, cuando el lector se acerca a El hombre es un gran faisán en el mundo, de la rumana de lengua alemana Herta Müller (Nitzkydorf, 1953) la desconocía autora, entre nosotros, que acaba de obtener el Premio Nobel de Literatura, un galardón literario que últimamente está deparando agradables sorpresas por sus aciertos.
Esta brevísima novela, con estructura fragmentaria, compuesta casi por una sucesión de relatos de una o dos páginas que parecen fotogramas y participan de unos mismos escenarios, el agro rumano, descrito sin ninguna piedad, y unos personajes comunes que entran y salen de las narraciones, tiene una fuerza inmensa inversamente proporcional a su número de páginas, recorridas todas ellas por una intensidad literaria notable y original.
Sin un átomo de piedad, utilizando cada palabra como del escalpelo que saja un cadáver, la escritora rumana dibuja con sobrias pinceladas y un empleo sintético de la palabra - sustantivos desnudados de sus adjetivos; frases cortas y lapidarias en presente indicativo, es decir, que pasa en el exacto momento que el lector las lee -, a la manera de un Thomas Bernard, pero que resuenan en los oídos del lector con música turbadora e impactan con precisión en sus cabezas, un retrato de la dura vida campesina de una comunidad alemana, los suabos, enclavada en la Rumanía rural, con sus conflictos, las bajas pasiones que anidan en sus corazones rústicos, la dureza de ese día a día con las manos metidas en la tierra, o en las tripas sanguinolentas de los animales de los que viven, un mundo de sueños arrumbados por la más cruel de las realidades, la de un pueblo enquistado dentro de otro que lo aísla y margina como minoría que no quiere integrarse para no desintegrarse.
“Amalie siente los tacos de las sandalias blancas en el vientre. El rescoldo de la frente arde en sus ojos. La lengua le pesa en la boca. La cruz de plata brilla en el cristal de la ventana. En el manzano cuelga una sombra. Es negra y la han removido. La sombra es una tumba”.
El campo de El hombre es un gran faisán en el mundo no es un útero protector sino una placenta desgarrada y sangrante, desprovisto de todo lo que de mito arcádico tiene lo rural, vomitado al lector con toda su crudeza - como esa sopa engullida por uno de los personajes que vomita sobre su propio plato de sopa que luego pasa a la escudilla del gato - y lo hace, y ahí está su indiscutible mérito literario, con un estilo sintético, minimalista, que bascula del objeto al sujeto, porque cada objeto, cada olor, casi siempre acre, tiene su impronta narrativa.
Los capítulos/relatos de Herta Müller, impregnados del naturalismo de Zola, funcionan como flashes narrativos que iluminan la retina del lector y lo sumergen en un ambiente de desaliento máximo. Este drama coral poblado por personajes de tosquedad física y anímica, como Windisch, su vulgar mujer que se abría de piernas por un mendrugo de pan en Rusia, su prostituida hija a la que manosea el cura y el policía, el peletero que hiede… es un tablero de ajedrez por donde se mueven piezas desarraigadas de una naturaleza hostil.
Herta Müller es una digna heredera de Le Clezio, Coetzee y Jelinek, sin duda, y seduce con la dura armonía de una prosa que sabe modular a la perfección sin que se note el esfuerzo.
JOSÉ LUIS MUÑOZ
Comentarios