PAISAJES

MIAMI BEACH
fotos y texto: José Luis Muñoz


El solo nombre traslada al paraíso. Un lugar para gozar de los sentidos, para tomar el sol, hacer ejercicio, tomarse unos daiquiris, ligar y disfrutar de incontables kilómetros de playa. La playa es de arena blanca. Esta fornida muchacha negra corre mientras mira a un grupo de bañistas que disfrutan de la ociosidad.
Algo que llama la atención de Miami Beach es que el agua del mar no es azul sino blanca. Podría parecer un efecto óptico del ojo humano, pero cuando el bañista se mete dentro se cerciora de que es blanca, y además opaca, de que no se ve, aunque no haya profundidad, sus propios pies. Y el agua está limpia, aunque cargada de millones de minúsculas partículas de arena coralina blanca que impiden su transparencia y refulgen con la luz solar. Esta opacidad en un oceáno famoso por la voracidad de los tiburones no tranquiliza al bañista que nunca se aleja de la orilla.

La vegetación tropical forma un muro verde a lo largo de todas las playas de Miami Beach. Hay sendas que la atraviesan y letreros constantes de que se respete a la flora autóctona.

Patrullas en bicicleta velan para que por esta pasarela…no circulen ciclistas. Curiosa paradoja. Quien recorra Miami Beach con dos ruedas tendrá que hacerlo por la Ocean Drive que discurre paralela al mar y lo podrá hacer cómodamente y sin riesgo.
A un lado de Ocean Drive están las playas, y al otro una enorme bahía marina en donde amarran yates tan lujosos como grandes y a cuyas orillas el ejército de millonarios que puebla la ciudad tiene sus elegantes villas. Miami tiene tantas embarcaciones como coches.
La longitud de la Ocean Drive, que empieza en el distrito Art Decó y no se acaba nunca, es difícil de calibrar. Como indicador diré que tiene más de 9.000 números, sí, más de 9.000, y, según Google Map, 35 kilómetros. Una de las calles más largas del mundo.

La anchura de las aceras permite su uso por peatones y ciclistas, por perros y por niños atados como si fueran perros para que no se escapen. El color rosa, el de los flamencos, es uno de los más recurrentes de la ciudad. Está en las fachadas de los edificios y en las aceras.

Esta casa, tipo masía catalana, es una excepción y una excentricidad en una zona llena de rascacielos. Me entraron ganas de llamar a la puerta por si me abría alguien con barretina.
Gigantescos bloques de edificios surgen de la arena blanca, como hongos. Sus cimientos beben directamente del agua del mar. Cada mañana y cada noche, al ritmo de la marea, el mar reclama parte de su territorio brotando de los desagues de las cloacas y encharcando las esquinas de las calles.








La arena de Miami Beach está perennemente limpia. El civismo de sus usuarios es ejemplar. No se ven papeles, ni colillas, y las maquinas de la limpieza remueven la arena cada mañana de extremo a extremo.











Una pista de cemento rosa la comparten viandantes, corredores y ciclistas. Esta chica rubia corre de una forma muy profesional sin que una gota de sudor brote de su piel. La maleza que bordea la pista, aunque parezca mala hierba, es la protegida flora autóctona que no se debe pisar. Los dos fornidos muchachos cuyos torsos son idénticos, porque quizá vayan al mismo gimnasio, o sean hermanos, parecen estar corriendo en una competición. Una ciclista me pasa mientras hago la foto.

Hay muchas cosas que están prohibidas en la playa. No se pueden romper vidrios, beber alcohol ni bañarse con una pistola al cinto, por ejemplo. De armas blancas no dice nada el cartel prohibitivo.

Un grupo de gaviotas adolescentes toma el sol en la playa recién rastrillada. Para un ornitólogo toda esta costa es una auténtica gozada por la enorme variedad de aves que encuentra en ella.
Las casetas de los salvavidas están cada doscientos metros. Las hay de todos los colores y forman una estampa vistosa.

Esta casa, en Ocean Drive, es un perfecto referente de lo que es el Art Decó de la ciudad. Ese rosa, ese azul y ese amarillo sólo son posibles en Miami Beach que tiene la patente de esos colores. El cielo y las dos palmeras simétricas forman parte del decorado.

Vestidos, esta pareja de hindúes, conversa cerca de donde el mar besa la playa. Se sientan con las piernas cruzadas.

Sobre un espigón que hay en la Bal Harbour, próximo a un canal por el que desagua en el mar la gigantesca laguna interna de Miami Beach, los pescadores locales echan sus cañas a probar suerte. Casi todos son de origen cubano y puede que echen de menos el Malecón que dejaron al otro lado del mar.
Algunas ninfas exponen su pálida piel a los rayos del sol y se dejan tomar fotos por conocidos que ven y por desconocidos que no ven.

Este pequeño pájaro camina de forma indecisa por la arena buscando comida. Frágil y de patas flacas parece estar pasando hambre.Hay una muchacha negra que se acerca mucho con su caña al borde del espigón. Su compañero sentimental la mira a cierta distancia. Como tenga la mala suerte de que un pez de mediano tamaño muerda el anzuelo en ese preciso momento se dará un buen chapuzón. Usted y yo, ante esta foto, pensamos en lo mismo, en apoyar el pie en esa mariposa que aletea en su trasero y darle un pequeño empujoncito.

El cubano canoso se volvió y yo intenté hablar con él. Sólo pude arrancarle un monosílabo. ¿Pican mucho? No. Frustrante la escasa locuacidad de los que dejaron la isla que contrasta con los que se quedaron en ella.

Una lancha motora sale a mar abierto después de franquear el puente que une Bal Harbour con Sunny Islans.
Los Lospelicanos descansan en estos pontones de madera, decorados con sus deyecciones blancas, abiertos en angulo y que indican a los barcos el punto exacto por el que deben franquear el ojo del puente. Constantemente estas aves inquietas y voraces devoradoras de pescado, levantan el vuelo o aterrizan con la precisión de los aeroplanos en la cubierta de los portaviones. Compiten con los pescadores y son un indicador de que bajo esas aguas profundas se mueve la comida.

Los cocos cuelgan de los árboles, caen y nadie les hace mucho caso. Quien no tenga oficio ni beneficio en esta ciudad se podría alimentar a base de cocos.

En los canales internos de esta moderna Venecia aparcan las lujosas lanchas motoras de los que viven en los apartamentos. En Miami resulta más efectivo tener una embarcación que un coche porque el mar está por todas partes.

Los hermosos muelles de madera elevados que se adentran en el mar forman parte del paisaje marino de las ciudades de Estados Unidos y sobre sus varandas suelen colocarse las aves marinas. Fue uno de esos muelles que ese monstruoso tiburón de la película de Spielberg arrancó y se llevó más adentro. Por si acaso el que se baña nunca se aleja de la playa.
Dos tipos de tamaño más que considerable, uno blanco y otro negro, ocupan toda la acera de Ocean Drive por donde ruedo cuando no me baño en la cercana playa. No se si se percatan de mi presencia. No sé si podré pasar a través de ellos. Si, en el último instante, se abrirán por el centro para dejarme un resquicio y pase o si, finalmente, tendré que volver a la calzada y fundirme con la intermitente circulación.
El reloj de este hermosos y alto edificio de apartamentos marca las once y veinticinco. Llevo dos horas y media pedaleando y sólo he recorrido una tercera parte de Ocean Drive.

Deliciosas casas unifamiliares de una sola planta se alternan con lujosos hoteles spa como el Westin Diplomate cuya cascada de la entrada relaja ya al pasar.

De pronto un ruido ensordecedor, como el del tropel de helicópteros comandado por Robert Duvall en Apocalipse now, y aparece en el cielo, avanzando muy despacio entre el mar y la primera línea de edificios, este zepelín que deseo un feliz nuevo año.

Las palmeras, la caseta color helado de vainilla del socorrista, la hamaca, el césped, las seis palmeras artísticamente distribuidas…La imagen parece un anuncio de la buena vida, pero es que toda la ciudad lo es.

No soy el único que tiene esta fantástica idea de recorrer las playas de Miami Beach en bicicleta alternando el ejercicio y el baño. Esta ciclista reposa junto al mar del esfuerzo de haber llegado hasta allí. Pero si analizo la foto veo que, sobre la arena, hay dos surcos, lo que me obliga a fijarme más y ver dos bicicletas en donde antes vi una, y los pies del otro atleta que sobresalen de las piernas de ella.
A Sunny Isles, una playa más popular que la de Miami Beach, llego sin darme cuenta. Una vez que estoy montado sobre la bicicleta no soy capaz de controlar las distancias. El paseo bajo el sol, además, es benéfico. El cielo de un azul perfecto. El agua blanca me reclama cada media hora. Sunny Isles es un lugar mucho más popular, se nota por los tipos que hay en las playas, por los que se sientan a comer en la terrazas de los bares, porque ya es hora de comer, y en la decoración algo hortera de los mismos bares.
No hay edad para ser patinadora. Como no la hay para ser ciclista. La mujer con el bolso que se extrañe de que la saque una foto es ejemplo de lo primero como yo lo soy de lo segundo. Luego me cruzo con una patinadora de físico potente, voluminosa toda ella y musculada. Abundan, junto al mar, las casas de madera como estas, perfectamente conjuntadas con el paisaje, en sustitución de los altos rascacielos de Miami Beach.

Alguna que otra bandera de barras y estrellas junto a un edificio de color rosa, como los flamencos de Miami a los que, por cierto, no he visto. Empiezo a sentir hambre. Y no veo restaurantes. Sí distingo, a lo lejos, un hermoso muelle de pescadores que entra en un mar turquesa. Hacia él pedaleo sin la camiseta, notando una suave brisa en el rostro. Soy afortunado e hice bien en no quedarme a comer en uno de esos infames chiringuitos de Sunny Isles. Estoy en Golden Beach y, como su nombre indica, éste es un lugar más sofisticado que la playa que he dejado atrás. Hay un restaurante mismamente frente al muelle, integrado a él. Está varios metros elevado sobre la playa, en plan palafito. Y tiene una hermosa terraza desde la que veo a unos chicos bañándose y jugando y a los pescadores echando sus anzuelos al mar. Ocupo una mesa junto al mar. Me pido una pizza y, mientras la como, caen dos Bud bien frías. Luego culmino el almuerzo con un helado triple de chocolate. Y un expreso. Los muchachos juegan a pelota. Las chicas se bañan. Algún que otro avión despega, cada diez minutos, de un cercano aeropuerto que no debe de ser el internacional. Una lancha sale al encuentro de un barco carguero con enormes contenedores en cubierta. Un enorme crucero sale de puerto. El grupo de chicos descansa en la arena, ellos con sus bermudas y ellas con sus bikinis. Pido otro expreso. Una chica muy delgada, y con gafas de pasta, que no pertenece al grupo mayoritario que juega en la playa, va al encuentro de las olas. Un muchacho se enfrenta a ellas. Echo de menos un habano. Los clientes que ocupan otras mesas de esta hermosa terraza miran a este tipo que hace fotos con teleobjetivo. Una bandada de pelícanos, en perfecta formación, pasa por encima de mi cabeza. Forman una uve perfecta, o dibujan en el cielo un ave enorme con el que disuadirán a sus posibles depredadores. Una rubia tantea el agua. No está fría. El crucero ya es casi una silueta en el horizonte. Una mesa que han dejado libre con dos vasos y restos de Coca─Cola, y al fondo las grúas de un puerto. Estoy en el límite del condado de Miami. Pedaleando hacia el norte podría llegar hasta Nueva York. He aquí la bolsa de mi cámara, mi vaso de agua y el bol con los restos del helado de chocolate. Siempre me gustaron estos muelles de madera y, antes de regresar, lo fotografío, después de pagar una moderada cuenta, desde abajo, a pie de playa.

Regreso por otra acera, para cambiar de perspectiva. En Miami hay más embarcaciones que coches. Es una ciudad que vive en el mar, rodeada de él.
Un enorme espejo para automovilistas, a la altura de la laguna Dumbfoundling Bay, me da la oportunidad de autorretratarme con un fondo de palmeras. Lástima que la bicicleta quede fuera de campo.

Palmeras, casas adosadas de madera, farolas y cables de electricidad. La tarde cae lentamente y alguna nube puntea levemente el azul del cielo.
Hay lagunas, como esta, en donde nadan los patos, que están surcadas por pasarelas de madera. Las ruedas de la bicicleta hacen crujir el suelo, que cada tablón gima bajo su peso. Algún pescador me mira con cierta hosquedad, por si con mi ruido le ahuyento la pesca.
Hay veleros anclados, enormes. Gaviotas sobre los pilones mientras una barcaza se encarga de dragar el fondo de la laguna. Lujosos yates de cuatro plantas junto a más modestos de una.

Dejo de lado la laguna en Diplomat Landing, justo enfrente del hotel Spa de la ida. Me pongo la camiseta puesto que ya no veo el agua del mar por ninguna parte. Alterno acera y calzada.

Las palmeras conjugan con los rascacielos. El sol se refleja en un ventanal de ese edifico azul y blanco, como la arena y el mar. El cielo siempre es un fondo azul intenso.

Casas de estilo español en una zona residencial de Bal Bay Driver. Se parecen mucho a las que hay en el barrio de las estrellas de Los Angeles. Son maravillosas mansiones de fachadas blancas. El edifico del reloj de color vainilla. Dispongo aún de un par de horas de sol. No hago paradas durante el regreso. Tampoco hace calor como para tener que bañarse. Y además, la playa está al otro lado.
*** Esta es ya la inmensa laguna interna de Miami Beach. Un par de pelícanos, en vuelo rasante, van hacia los pontones de madera a reunirse con los suyos. Llegando a Miami Beach las edificaciones son mucho más modestas por este lado de la larguísima Collins Avenue. Chalecitos pobres, de una planta, con pequeño jardín y coches pequeños a su entrada.

Luego ya recupero de nuevo el esplendor urbano mientras ruedo siguiendo el canal Indian Creek que convierte a la Collins Avenue en un estrecho carril con el agua por frontera a ambos lados. Y diez minutos más y aparco mi bicicleta en el Hotel La Habana Libre.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
...Me pido una pizza y, mientras la como, caen dos Bud bien frías. Luego culmino el almuerzo con un helado triple de chocolate. Y un expreso... Me alegra que se la pasara tan bien, Siga ´permitiendo que lo acompañemos en sus cansados, pero no por eso menos maravillosos, recorridos. Todos son una aventura.
Atentamente Anónimo de México.

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