DIARIO DE UN ESCRITOR
Phnom
Penh, 16 de mayo de 2012
Descubrimos la bonita librería Boston y pedimos un zumo de frambuesa y otro de mango, exquisitos ambos, mientras nos secábamos un poco. Curioseamos entre los anaqueles. Muchos libros en inglés, libros en camboyano de Joyce y mucha bibliografía sobre los jemeres rojos.
Esto
se acaba, y siempre sucede lo mismo, que el tiempo se ha hecho corto, que
habrías necesitado quizá una semana más para explorar el lago Tonle Sap, que ya
echas de menos Camboya a horas de emprender el viaje de retorno.
Ayer
estuvo lloviendo, diluviando, desde Sihanouckville a Phnom Penh. Caía tanta
agua del cielo que el conductor del minibús iba rezando y cogía el volante con
ambas manos. Los arrozales por los que pasábamos estaban anegados. Las
aldeas, embarradas. Volvimos a pasar por delante del santón, pero no nos
detuvimos, confiados en que terminaríamos el viaje con buen pie.
Pasaban
por la ventanilla del vehículo motos con cinco ocupantes, furgonetas tan
atestadas de mercancías que no podían cerrar sus puertas, ciclistas
pertrechados con capelinas que zigzagueaban evitando los charcos. Los búfalos de agua seguían impertérritos en sus lodazales. Los cocoteros esbeltos se combaban por el fuerte viento.
Regresamos
al mismo hotel, el Cardamon, y a la misma habitación que dejamos días atrás, la
511. Callejeamos por Phnom Penh, tras dejar el equipaje, como si fuera nuestra ciudad, a pesar de la
lluvia persistente. Rechazamos todos los tuk tuks que se nos aproximaban porque
queríamos andar. Había que sortear charcos, montones de basuras y los coches
que los aparcan por sistema sobre las aceras. Descubrimos la bonita librería Boston y pedimos un zumo de frambuesa y otro de mango, exquisitos ambos, mientras nos secábamos un poco. Curioseamos entre los anaqueles. Muchos libros en inglés, libros en camboyano de Joyce y mucha bibliografía sobre los jemeres rojos.
Fuimos
andando hasta el río Tonle Sap, después de bordear el Palacio Real. Seguía
lloviendo. El agua bajaba color de chocolate y se fundía, al terminar la isla
central, con la algo más azul del Mekong. Pasamos por delante de un altarcillo,
junto al río, en el que los camboyanos hacían sus ofrendas. Curioseamos luego
por el interior de un monasterio budista edificado junto a un grupo de pagodas.
Y al tuntún, sin perdernos, atravesamos un mercado popular, resistiendo sus
acres olores a carne y pescado, y volvimos al hotel, literalmente empapados y
hambrientos.
Nuestra
última cena fue en el exquisito restaurante del otro lado de la calle, una casa
colonial francesa con bonito jardín. El restaurante recoge niños de la calle y
les enseña el oficio de camarero. Hay dos jóvenes que lucen en sus camisetas la
palabra "profesor" y una docena de niños
que son estudiantes aplicados, porque sirven a las mesas con absoluta corrección
y oficio. La cena fue buena y copiosa,
pero lo mejor el extraño postre: arroz rojo en una sopa de mango y rambutanes.
Y
nos volvimos a meter en el hotel, con la lluvia que cae de forma persistente e
inunda la ciudad. El monzón empieza cuando nosotros nos vamos.Fue benigno este país con nosotros.
Comentarios
Buen regreso.