CINE / 67 FESTIVAL DE CINE DE SAN SEBASTIÁN. CAPÍTULO 2
67
FESTIVAL DE CINE DE SAN SEBASTIÁN.
CAPÍTULO 2
Hoy batí dos récords. El de dormir: 6 horas escasas, menos
diez minutos peleándome con un incordiante mosquito ante el que finalmente me
rendí; y mi tiempo de bajada desde el
barrio de Altza al teatro Victoria Eugenia: 23 minutos justos. El de subida,
bastantes más.
No me informo de lo que voy a ver. Y eso que el festival
regala a los acreditados de prensa multitud de dossiers y un libro del festival que guardo
siempre como recuerdo. No tengo tiempo. Así es que, en la segunda fila del
teatro Victoria Eugenia, pero con buena visión (soy de los que se comen la
pantalla cuando van al cine, para meterme dentro) la primera sorpresa es que la
intérprete principal de Próxima,
una película francesa y alemana a competición, es nada más y nada menos
que Eva Green. Por la protagonista femenina
de Soñadores de Bernardo Bertolucci, película en la que me
enamoré de ella, vale la pena el
madrugón. Si, además, la película es más que buena y ella está
literalmente que se sale, miel sobre hojuelas. Si ayer veía una película sobre la guerra incivil española sin sangre ni
balas, hoy me toca ver una película sobre el espacio sin salir al espacio.
Veamos. La directora Alice Winocour, en su tercer largometraje, pone en imágenes
la odisea emocional que sufre Sarah (Eva Green), una astronauta francesa
que es elegida para el primer vuelo a Marte; su dura preparación, con pruebas físicas
exhaustivas, y, sobre todo, el alejamiento de su hija pequeña Estella (Sandra Hüller), hace
que se planteé muchas veces tirar la toalla. El espectador asiste a esa prolija
preparación de los hombres que salen al espacio exterior literalmente cabalgando
una bomba. La directora sabe aunar el
suspense de esa aventura espacial con, lo más importante, esa lucha interna que
tiene Sarah consigo misma. La astronauta ha de prepararse para perder de vista
la Tierra, la gravedad, decir adiós a todas
las sensaciones sensoriales, se prepara incluso, para ver el mundo al revés,
viendo cabeza abajo el televisor en su enclaustramiento en Kazajstán, de
donde partirá la nave, y lo más duro, separarse de su hija sin saber si
regresará a la Tierra. Están en el
reparto Mat Dillon, con su voz resonante y engolada, y, sobre todo, Eva
Green, esplendida en matices, humana, fuerte y frágil al mismo tiempo; su
trabajo interpretativo es muy físico. La
vemos corriendo, sumergiéndose en el agua, haciendo vivac con sus compañeros de
expedición o en la centrifugadora espacial. La directora nos muestra de forma
pormenorizada lo anterior a la aventura espacial, el esforzado adiestramiento para
paliar situaciones extremas de los hombres y mujeres del espacio, el capítulo
anterior a Gravity de Alfonso Cuarón, por poner un ejemplo. Como
contraste a las muchas virtudes del film, la banda sonora de Ruychi Sakamoto
resulta irrelevante. Dedica el film Alice
Winocour a todas las mujeres que exploraron el espacio exterior, heroínas
por partida doble, puesto que todas ellas, como Sarah, eran madres. Así es que
nivel muy alto el de los filmes a competición de momento y veo un match reñido entre Eva Green y Susan Sarandon por el premio a la mejor interpretación
femenina.
Repongo fuerzas en Baluarte
junto a los cine Princesa, con un
café con leche y un pastel exquisito que
es como a una sara rellena de crema pastelera, mientras espero a mi próxima sesión,
un film chino a competición hablado en
tibetano. Miro a mi alrededor por si vislumbro a Eva Green o su doble donostiarra, una simpática
muchacha clavada a ella a la que abordé un día creyendo que era la original. Ninguna
de las dos. Mala suerte la mía. Mal karma el mío, casi a la altura de la pareja protagonista
del film chino tibetano que me espera. Cuando
ya estoy sentado para ver la película chino tibetana me llega un mensaje
urgente de la dirección del festival. Eva
Green llega al hotel María Cristina y yo arrinconado en el extremo de una
fila siete sin poder salir a pedirle lo que sea. Manda películas.
Me temía lo peor con la película chino tibetana. No esperaba
una denuncia de lo que hace China en Tíbet y no me equivoqué. Lhama y Skalbe es la historia del no
amor entre sus protagonistas. Quieren casarse pero resulta que Skalbe ya lo
está con una chica que ingresó en un monasterio tibetano como monja y los
trámites para el divorcio son farragosos. Lhama tiene mal karma, tiene un hijo
con el que no se lleva muy bien, y otros dos hijos (eso no está muy claro) de
otra relación e interpreta a un ser malvado en una función de teatro
chinotibetano, cantada, insoportable. Cuando
por fin consiguen que la monja firme el divorcio de ese matrimonio de
conveniencia, el conflicto entre Lhama y Skalbe no se soluciona. Debe de ser el
mal karma de ambos. Lento, casi como el camión que conduce Skalbe, un tibetano
que se parece como dos gotas de agua al
Gregory Peck de Duelo al sol, y
bastante incomprensible melodrama exótico a concurso cuyo responsable es Shontar Gyal. Hay un beso frustrado en
una de las escenas, frustrado por ella, claro. No fui a ver a Eva Green porque no pude.
Mientras deshojo la margarita sobre mi próxima película,
como, horrendamente, en donde antes he desayunado espléndidamente. La
gastronomía en nuestro país está en ruinas cuando se come mal, y caro, en
Euskal Herria. Eso, que se coma mal aquí y el calentamiento global significan
que nos quedan dos telediarios. Tras esa ingesta que me hace envidiar las
porquerías que se meten en el cuerpo los astronautas de Próxima, mi cuerpo me pide
una siesta sobre el duro espigón que hay bajo el monte de San Telmo. Y allí
dormito a medias si no fuera porque un grupo de pamplonicas no paran de repetir
que a Pamplona le falta una playa como La Concha para ser perfecta; y a mí
tener 33 años a voluntad.
A los españoles nos pasa con el cine lo mismo que con la
comida, cuando comemos hablamos de comida, cuando nos empachamos de películas,
hablamos de cine. Redundantes por naturaleza. Uno oye conversaciones y cada
crítico es un mundo y abunda el que todo lo ve pésimo. Lo que le gusta a uno,
lo detesta otro, y viceversa. Para mí la calidad de la sección oficial es alta,
pero diré, al mismo tiempo, que convencional. Ni Roger Michel, ni Alejandro Amenábar
ni Alice Winocour innovan o son
rompedores. Y llámenme obseso, pero en las seis películas vistas no he visto ni
un beso. ¿Un festival casto? Queda festival para comprobarlo.
Después de la siesta, me toca por descarte (no hay otra
posibilidad) que una película que va la sección de Nuevos directores, proceloso
territorio que, salvo sorpresas, depara más decepciones que alegrías. Del chino
y tibetano paso al tunecino. Hace sol en la cola y uno echa de menos un
paraguas o directamente un bañador. No voy vestido para ninguna gala, me
echarían de ellas por mi vestimenta más que informal, sandalias incluidas. En
el norte no cae ni una gota mientras el sur se ahoga. Mientas hago esa cola
aburrida pienso en algunos comunes denominadores de las películas vistas hasta
ahora, todos dramas familiares y, al menos en tres, con niños que se escapan
para concitar la atenciones de sus padres separados. Pasaba en la coreana Skattered Night, en la francesa La próxima y en la chinotibetana Lhama y Skalbe.
La tunecina El sueño
de Noura de Hinde Boujemaa podría
titularse la pesadilla de Noura, o el
sueño de Noura que no se cumple. Noura trabaja de limpiadora en un hospital. Su
marido, un pequeño delincuente, cumple años de prisión. Ella saca adelante a
sus tres hijos y tiene un amante con el que planea casarse en cuanto tramite su
divorcio. Todo se va al garete cuando el marido preso se beneficia de una
amnistía presidencial y queda libre. Melodrama sentimental que, en su último
segmento, se inclina hacia el género negro. Noura está excelentemente
interpretada por la actriz tunecina Hend
Sabri. Lástima que no sea redondo su final, abierto pero menos, que deja en
el aire el sueño de la protagonista. Esa mujer tunecina es todo carácter.
Rozando las ocho de la tarde, otro film español a competición
y con el fondo, también, de la guerra civil, pero en este hay balas, sangre y
hasta sexo telúrico (esa escena de amor en el zulo impacta). Los directores de Loreak y Handia nos sirven este melodrama llamado La trinchera infinita que recrea la insoportable vida de un topo,
al que da vida magistralmente Antonio de
la Torre, que permanece más de treinta años emparedado en la casa de su
pueblo andaluz desde que empieza el conflicto y hasta la ley de amnistía de
1965. Film claustrofóbico, que puede recordar a El pianista de Roman
Polanski (la realidad, siempre fragmentada e incompleta, el personaje principal la ve a través de la
mirilla de su zulo o de su ventana de una casa de la que no saldrá en treinta
años), con algunos momento de extrema violencia nada gratuita (esa muerte a
cuatro manos de un frustrado violador) y otros de terror. Ese trío vasco formado por Aitor Arregi, Jon Garaño y José Maria
Goenaga nos ofrecen un fresco de
nuestra más reciente historia a través de la anécdota de su topo y su abnegada
esposa interpretada por Belén Cuesta.
Cruda, desoladora y emotiva cinta dramática sobre uno de esos miles de muertos
en vida que permanecieron ocultos tras acabar la guerra. Certamen muy reñido de
momento con una sección oficial de notable alto.
Regreso a Altza sin problemas. Me sé el camino a ciegas.
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