CINE / ÉRASE UNA VEZ EN HOLLYWOOD, DE QUENTIN TARANTINO
ÉRASE UNA VEZ EN
HOLLYWOOD
HOLLYWOOD
Quentin Tarantino
Con Quentin Tarantino me ocurre algo
parecido que con Pedro Almodóvar (dos
directores, en mi opinión, sobrevalorados por sus clubs de fans), que me sobran
dedos de una mano para nombrar las películas que me parecen notables y que, en ambos
casos, no son las últimas, con lo que ese viejo adagio acerca de la madurez de
los artistas no siempre se cumple. Si de Pedro
Almodóvar salvaría cuatro de sus films (Qué
he hecho yo para merecer esto, Mujeres
al borde de un ataque de nervios, Átame
y Volver), de Quentin Tarantino me quedaría con Reservor Dogs, Pulp fiction
y Jackie Brown.
Me
equivoco en mis predicciones, como siempre, porque creía que después de la
nefasta Malditos ocho, puede que el
western más aburrido de la historia de la humanidad, el cinéfilo director se tomaría un descanso. No ha sido así y ha
vuelto a la carga con este canto al cine popular de los años sesenta, al de las
películas de serie B y series de serie Z, en este cuento de hadas sobre Hollywood
que ha encantado a casi toda la crítica especializada que se ha vuelto tarantiniana.
A
través de la estrecha relación entre Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), un actor de series televisivas en horas bajas
que no acaba de encontrar su lugar en los westerns que rueda, como malo, y ha
de recurrir a los espagueti westerns para mantener su carrera, y su doble de
acción, criado, chofer, guardaespaldas, chapuzas a domicilio, esclavo en definitiva,
Cliff Booth (Brad Pitt), y forzando
una proximidad con Sharon Tate (la bellísima y gélida Margot Robbie) y Roman Polanski (Rafal Zawierucha), que viven al lado de Rick Dalton, Quentin Tarantino revive el Hollywood
de los años 60 en los tiempos del brutal asesinato de la familia Manson del
que, oportunamente, se cumplen 50 años cuando se estrena el film.
Cuando
un director, o un escritor, empieza a ser autorreferencial (y en Érase una vez Hollywood hay una serie de
referencias a Los malditos ocho y a Malditos bastardos, incluido su final
pirotécnico en el que, una vez más, el director hace justicia poética)
evidencia que poco tiene que decir. Érase
una vez en Hollywood son, en realidad, tres películas, y una de ellas
prescindible. Una, la de Sharon Tate, que va y viene glamurosa en su coche
deportivo por Los Angeles; disfruta anónimamente en un cine en donde proyectan La mansión de los siete placeres,
protagonizada por Dean Martin y en
la que ella tiene un pequeño papel; acude a fiestas en la mansión Playboy; se codea
con Steve McQueen (un calco a cargo de Damian
Lewis) mientras sueña en convertirse en gran estrella, y, quizá la
secuencia más emotiva, compra en una librería de Los Angeles el libro Tess de Thomas Hardy para regalárselo a su marido (Roman Polanski, en un acto de amor a su desaparecida esposa, le dedicó
Tess, una de sus mejores películas).
Otro bloque, el más plúmbeo, el más largo, es el de las insoportables tomas de
los westerns que va rodando el dipsómano Rick Dalton (atención a la conversación
“trascendental” con la niña del rodaje, digna del más empalagoso Pedro Almodóvar, que produce vergüenza
ajena).
Y, por último, lo mejor, sin duda, los tramos en los que interviene
Cliff Booth, el doble de acción testosterónico de ese actor en horas bajas, su
día a día en esa caravana modesta con su perro, sus paseos en coche por Los
Angeles, su tonteo con la chica hippie menor de edad y sus peleas a puñetazos con
los miembros de la familia Manson en el rancho Spahn y su exhibición muscular mientras
repara la antena de la casa de su jefe. No faltan, porque es marca de la casa,
la particular verborrea del director, en esta ocasión más moderada y desprovista
de gracia; ni el alargamiento desmesurado de las escenas, como si estirara un
chicle; ni la violencia extrema y paródica que estalla en un final que nos remite
al cine B de zombis con mutilaciones, fuego de lanzallamas y la intervención de
un perrazo de mucho cuidado. En medio de ese caos narrativo (el director es el
responsable del guion) podemos disfrutar de un speech del siempre convincente Al Pacino, como el agente Marvin
Shwarz; otro de Bruce Dern como
George Spahn, el tipo que alquila su rancho a la familia Manson, y disfrutar de
un renacido Kurt Russell como Randy,
el coordinador de escenas de riesgo.
Quentin Tarantino homenajea al cine B (que conoce
al dedillo, porque que un yanqui sepa quién es Sergio Corbucci es un punto, pero qué sepa quién es Rafael Romero Marchent es ya de nota) y
a esa ciudad de Los Angeles que conoció de primera mano con casi dos horas de
cine B en el que no falta ni tan siquiera una parodia de Bruce Lee (Mike Moh) enfrentándose, y perdiendo, a
manos de Cliff Booth en una singular exhibición de artes marciales. Érase una vez Hollywood es un canto a la
subcultura (aparecen series de época en los televisores, con las que creció toda
una generación) de un director que se alimentó ella a través del videoclub
en el que trabajaba, y un réquiem para ese Hollywood rutilante, capaz de hacer
superproducciones como Cleopatra, que
perdía la batalla en los televisores domésticos.
Y un
par de notas al margen. Una: en el film se ridiculiza el movimiento hippie (los
Manson eran una secta satánica más que hippies y el sistema los utilizó para
una criminalización general de ese movimiento antisistema), la contracultura y
el pacifismo anti guerra de Vietnam. Dos: en todo la película de Quentin Tarantino no hay ni un solo beso,
ni uno, del mismo modo que en Lawrence de
Arabia no salía ni una sola mujer, ni una, ni sus protagonistas masculinos se relacionan
con mujeres, ni una, en ese Hollywood Babylonia en el que el sexo,
precisamente, campaba a sus anchas en
las fiestas de Hugh Heffner (las
conejitas van con hábito monjil en el film de Quentin Tarantino) y fuera de ellas. Curioso. ´
UNA TRAGEDIA GRIEGA AMBIENTADA EN LOS AÑOS 80 EN EUSKAL HERRIA, LOS
AÑOS DEL PLOMO
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