DIARIO DE UN ESCRITOR
Oceanside, 30 de abril de 2013
Vuelve
a llover al sur de California, en Santa Bárbara, cuando cargamos el coche en el
aparcamiento del Motel 6 con el equipaje y dejamos la ciudad atrás.
El
viaje de regreso es inusualmente rápido. Pasamos Los Ángeles sin problemas. La
autopista de seis carriles por banda absorbe hoy el tráfico rodado. Abstraído
en la monotonía del paisaje de asfalto, grandes camiones con traílers, pickups, coches y palmeras oceánicas en
el horizonte, trabajo en lo mío, en dos ideas que me dan vueltas a la cabeza,
dos proyectos aplazados ambientados en Estados Unidos y que probablemente cristalizarán
cuando acabe este largo viaje.
Un
lector de Washington D.C. me preguntó si pensaba resucitar al Mike Demon de Lluvia de níquel y La Frontera Sur. Estoy en ello, le contesté, y me voy a Alaska para
buscar personajes, ambientes, paisajes para una novela negra rural ambientada
en la última frontera.
—Alaska
es la última frontera—me dice M.J. mientras aferra el volante del Hyundai
fucsia con las dos manos—. Todavía te dan terreno si quieres establecerte allí.
Hay ejecutivos que, hartos del estrés de la ciudad, lo han vendido todo y se
han ido a vivir a Alaska. Un rifle y una cabaña de troncos y no necesitas más.
—Y una
trampa antiosos.
—Eso
sí, allí ya puedes cerrar bien la puerta, no por aquí, pero allí por los osos.
Se meten por todas partes. Te abren los coches. Pero no hay problema si son
pardos, grizzlies; los malos son los negros, que son mucho más pequeños. Con
los pardos te puedes hacer un ovillo y que jueguen un rato contigo. A lo mejor
te dan un mordisquito. Los negros no, los negros van a matarte.
Callo.
En Arán he visto huellas de osos en la nieve y en el barro, y una vez, en un
valle próximo a Montgarri, un macho, oculto en la espesura de un bosque rugió
un par de veces marcando territorio. Toparte con un oso en el Valle de Arán es
casi imposible, pero toparte con uno en EE.UU, en cualquiera de sus parques, o
en la gigantesca Alaska, es bastante probable. Todavía barrunto comprar un gran
cuchillo aserrado, aunque lo mejor sería una lanza porque en el cuerpo a cuerpo
con un oso un humano tiene todas las de perder. Sigue tranquilizándome M.J.
—En
Yosemite un oso mató a un senderista el año pasado. Uno solo. No sé por qué eso
es noticia, la verdad.
Hay
muchos osos en California. Los hay hasta en su bandera. Hay carreteras del Oso,
autovías del Oso y valles del Oso por todas partes. No sé si incorporar algún
oso en la novela negra que escriba sobre Alaska. El Hyundai se desliza por el
carril rápido de la autopista, por dónde sólo circulan coches que lleven, por
lo menos, un par de pasajeros, y yo sigo ensimismado en lo mío, visualizando
capítulos de las nos novelas que me bailan por la cabeza. De la de Alaska tengo
el nombre, Brother, así, hermano en
inglés, porque va de hermanos, de Caín y Abel en ese paisaje helado y los
protagonistas, dos, se llamarán Brother
de apellido. Historia sobre un odio familiar alimentado en una prisión.
Historia de una venganza, una fuga y una persecución. La novela quizá empiece
al sur de California, en una de estas playas inmensas que lame el oleaje, en un
ambiente de surferos y chicas en traje de baño. Brother.
—Esta
es la base de marines. Es una de las mayores del país. A los dos lados de la
autopista. Tienen una playa inmensa para simular desembarcos anfibios.
Una
alambrada de espinos cierra un terreno montañoso al lado de la carretera y otro
llano, junto al mar. Veo un par de helicópteros artillados sobrevolando a poca
altura la playa cercana. Uno de los hermanos puede ser un veterano de una de
las guerras coloniales de EE.UU. ¿Irak o Afganistán? Sigo rumiando con las
gafas de sol puestas sobre los ojos.
—¿Tienes
hambre?
No
hemos desayunado. Se nos olvidó. Son cerca del mediodía. Pasan veinte minutos
de las doce. Será un lunch. Me estoy
acostumbrando a estos horarios.
Salimos
en Oceanside, un puerto deportivo a dos pasos del mar que bate una playa de
arena negruzca. Buscamos el restaurante Jolly’s
que M.J. conoce de cuando se apuntó con un grupo a navegar y salían de la dársena
del puerto. El restaurante, junto al muelle, tiene vistas, pero no terraza.
Pedimos un buj, un compartimento
junto a la ventana. Hojeamos la carta. Yo me decido por un plato de pasta con
salsa Fetuccini y pollo en rodajas;
M.J. pide una ensalada Caesar. Bebemos dos cervezas Bud que nos trae una
camarera mayor de dentadura blanqueada.
Hoy, quizá
porque ayer cumplió años, está muy locuaz M.J. y me habla de sus novios, de los
que tuvo veinticinco años atrás. Le escucho. Quizá me sirva alguno de ellos
para la novela.
—Uno
era un hombre guapísimo, rubio, atlético. Un seal. Había visto de todo. Su plan de vida era viajar, no estar
nunca en un sitio, dar la vuelta al mundo. ¡Y fíjate! No me decidí, la muy
tonta. Tenía que dejar el trabajo, y además estaban las niñas…
—¿Y el
otro?
—El
otro navegaba. Era marino. Tenía un yate. Se enfadó cuando se enteró de que
salía con un seal. ¿No hacéis eso los
hombres? ¿Salir con dos o tres a la vez?
Nuestras
vidas dependen de nuestras decisiones. Optamos por un camino y desechamos otro.
Eso hice yo cuando aparqué mi sexta vida. En la octava ando algo perdido.
—Quizá
debería buscar a ese Mike—sueña M.J. con la mirada perdida.
—Búscalo
por Facebook.
—Sí,
creo que voy a buscar a ese Mike de los seal.
Hace
veinticinco años los seal no
participaban en la guerra de Irak, ni en la de Afganistán, ni tenían previsto
liquidar a Osama Bin Laden. Mike sería un seal
teórico sin adiestramiento con fuego real. No le digo a M.J. que hace un mes
publiqué un artículo sobre un seal
que tuvo el final lógico de cazador cazado. Rubio, fuerte, pelo corto,
mandíbula cuadrada y barba. Un candidato para ser uno de los brother. Un seal que vive en los apartamentos que millas antes dejamos atrás,
en la base de marines de San Diego y navega a vela. Un asesino accidental cuyo
crimen carga su hermano por ser menor.
Mi
pasta con salsa fettuccini
sencillamente me aburre. Como bostezando. Vamos, después de terminar, a la
playa. Avanzo por un espigón de rocas que se adentra en el mar alborotado que
lo roza sin devorarlo. Hago fotos a un lejano muelle de madera. Muchachos con
traje de neopreno y tablas de surf se
echan a las olas.
Durante
el camino hasta Escondido, veinte millas, dormito y mi menta trabaja en la otra
historia, la de la chica desaparecida en Nueva Orleans y que el padre cree
descubrir en una película porno veinticinco años después; la de la historia de
su rastreo por medio Estados Unidos; la de la reconciliación, por dar con esa
hija desaparecida, del matrimonio que se separó hace veinte años tras culparse mutuamente
de ello; la búsqueda por todos los sets
pornos de la ciudad; las pistas falsas, los engaños, la gente que quiere sacar
rendimiento de la historia. Ficción y realidad, porque algo de eso sé, por
desgracia, de buscar a gente que desaparece y de la que nunca más se sabe.
Despierto
ya en casa, cuando M.J. abre la puerta automática del garaje para entrar el
coche. En la puerta de la casa hay tres paquetes que dejaron ayer y nadie se ha
llevado, porque nadie roba en este país según M.J.: la cámara de fotos Cannon
que me he comprado para jubilar la Nikon que tengo desde hace veinte años y
empieza a renquear, un ramo de bonitas flores para M.J. y una caja de bombones
de la que damos enseguida cuenta.
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