DIARIO DE UN ESCRITOR
Tukwila, 8 de mayo de 2013
De 8
AM, en que me desperté, a 9 AM, que fue cuando sonó el despertador, estuve
trabajando. Convertí la cama del motel de Dallas (o Dalles, tiene dos nombres
la ciudad, quizá cambiaron la A por la E cuando asesinaron a Kennedy), en mi
oficina mientras ralentizaba el tiempo que quedaba para las 9 y así me
cundiera. En esa etapa del sueño en la que puede uno ejercer un cierto control,
imaginé el episodio de Caín Brother en el bosque impenetrable de Umpqua, con
Ulla, la cuñada a la que secuestra para vengarse de su hermano, sobreviviendo ambos
con ardillas asadas en una tienda de campaña y destrozando él, a martillazos,
su teléfono móvil para no oír ya más la voz de su hermano tras una última y agria
discusión. Imaginé a Abel Brother convenciendo al indio arapahoe Wind of Aspen
(sí, el nombre del navajo de la tienda de Taos que se parecía a Graham Greene,
el actor de Bailando con lobos) para
que le preste su pickup y un par de carabinas e inicien la cacería. Y una
conversación entre Abel y su padre, un borracho llamado God que malvive en el
interior de un tráiler lleno de porquería sin más compañía que una botella de Jack
Daniels y un perro sarnoso, para saber si Abel le ha llamado. Imagino un
western con todos los ingredientes de tiroteos y persecuciones ñpor varios
estados, porque Estados Unidos, al menos el Oeste, sigue anclado en el western.
Ya tengo cinco personajes, una madre ausente y unos cuantos escenarios que van
desde San Diego a Alaska pasando por Oregón.
Me
despierto en Oregón, en el Motel 6, tras haber comido una lata de chile con
alubias calentada con fogata en el bosque de Umpqua. No desayunamos más que un
zumo de naranja mientras alzamos el campamento, cargamos el Hyundai fucsia con
el equipaje, dejamos Dallas, o Dalles, Oregón, a nuestras espaldas sin habernos
dignado visitar su centro histórico.
On the road. Rodamos siguiendo el río Columbia que
se desliza lentamente con un oleaje moderado por el viento que sopla y suena
por la radio del coche la voz de bajo de Barry White; puede que el fallecido
cantante que se llamaba Blanco y era más negro que el tizón y alardeaba que sus
canciones habían servido para concebir muchos niños sea la sintonía de Brother. En una curva el río, de pronto,
se convierte en mar, con orillas que distan entre sí varios kilómetros. No
parece el Columbia un buen río, muy de fiar. A la que me fijo en su superficie,
además de olas, descubro frecuentes remolinos, y no lo surcan más barcos que
una lancha fuera borda que lucha contra la corriente en dirección a Dallas, o
Dalles. Por ese río bravo, profundo y traicionero debieron navegar en sus
canoas los tramperos que cruzaron todo Oregón buscando fortuna en el Oeste. Por
sus orillas, por esta Interestatal 5, avanzaban las caravanas de pioneros con
sus lentos e incómodos carromatos que iban perdiendo sus ruedas por el camino.
El hambre del pionero que llega hasta nuestros días y se sacia con comida de
peso. Tengo en la mente otra película con la visión del Columbia a mi derecha: Río sin retorno, western de Otto
Preminger con Robert Mitchum y Marilyn Monroe. Mike Demon se parece físicamente
a ese actor de rasgos duros y expresión burlona que interpretaba sin mover un
músculo de la cara y se distinguía por una rigidez al andar. Pero Mike Demon no
está invitado a Brother. Ulla puede
ser como Marilyn Monroe: rubia, peinada a la antigua, con vestidos ceñidos, con
una sensualidad a flor de piel y síndrome de Estocolmo.
La
primera parada es ante un puente metálico tipo El puente sobre el Kwai que cruza el Columbia. Un artista naif ha
pintado sobre un mural en donde se ven idílicos indios entre cascadas en una
especie de Arcadia feliz que frustró, entre otros, un almirante inglés llamado
Hood, que dio nombre al monte nevado e invisible. Las cataratas están unas
millas más adelante. La primera es Horsetail Fall, un salto de agua modesto de
apenas 60 metros junto a la carretera. Antes de visitar la segunda, Multnomah
Falls, entramos en el agradable restaurante de techo de cristal que hay junto
al centro de visitantes, regentado por un par de jubilados que trabajan como
voluntarios, y la tienda en donde no hay nada absolutamente digno de comprar.
Creo que es hora de desayunar pero me equivoco: toca el lunch porque son las doce.
A los
horarios y a las comidas norteamericanas no acabo de acostumbrarme. Son las
doce y, sin desayunar, me dispongo a comer. O a llenar el estómago, más bien.
Curiosamente uno de los países en donde se come peor de todo el mundo, éste, es
también el que más anuncios de comida ofrece por televisión. Recuerdo
horrorizado uno que me llamó la atención y que vi en uno de los moteles de no
sé dónde; la virtud del producto era, según el anunciante, simplemente su peso, y el
bocadillo de pan infame relleno con hamburguesa, queso chedder amarillento fundido, pepinillos, lechuga y bacon era
lanzando contra una mesa y ésta temblaba conmocionada por el impacto antes de
ser devorado por un individuo con aspecto de primate al que le sobraban treinta
kilos. Así es que lleno el estómago, que no como, con una taza de una espesa
sopa clan-chouder, de patatas y
almejas, que se puede cortar con cuchillo, muy típica de este país, y un sándwich
de pavo, bacon y pepinillos acompañado del estupendo café americano. Mientras
como con M.J. ese suculento almuerzo en un restaurante que ofrece botellas de
vino Pinord a 36 dólares, y la copa a 8, miro a mi alrededor para contar los
obesos mórbidos que llenan el comedor: el 50% sino más. Y especulo con las
causas de esa epidemia que ya ha cruzado el Atlántico y amenaza la sana dieta
mediterránea. Comida a peso, sí, a peso, con la única función de saciar; comida
constante: el norteamericano come a todas horas, y yo, lo confieso, sigo la
misma pauta desde que he pisado este país; y no moverse, ir del sofá de su casa
al coche, del coche al cine, del cine, en coche, al supermercado, del supermercado,
el domingo, en coche, a los oficios religiosos, porque las distancias
kilométricas dentro de una ciudad o del más pequeño pueblo así lo requieren. De
ese modo ver a un norteamericano andando por la calle de uno de estos pueblos
que he ido visitando o es una alucinación, o se trata de un extranjero que no
sabe que aquí se va a todas partes en coche, o bien es un marido al que la
esposa ha arrojado a patadas de su vehículo y le ha dicho que vuelva andando a
casa como penitencia.
La
dieta americana está presente en una magnífica película de John Sturgess, uno
de esos maravillosos directores de cine a los que les menospreciaba con el epíteto
de artesanos, que en España se llamó Conspiración
de silencio y era una mezcla de western y cine negro. Spencer Tracy, que
era el protagonista e investigaba la desaparición de un japonés en un
polvoriento pueblo del Oeste americano al que llega en un tren que pasa cada
tres días, entra en el bar en donde los paletos Lee Marvin y Ernest Borgnine le
miran de forma desafiante como forastero que invade su territorio. Tracy, que
es manco en la película, se acerca al mostrador del infame garito y pregunta a
quien atiende la barra qué tienen para comer. La respuesta es para abrir el
apetito: judías con guindillas o guindillas con judías. Luego Lee Marvin adereza,
por su cuenta, con un chorro de tabasco el manjar que a duras penas traga
Spencer Tracy y éste, con el filo de su única mano, lo manda directamente al
suelo por estropearle la comida. Pues no ha evolucionado mucho el condumio
desde entonces.
Bajamos
la comida subiendo a Multnomah Falls que son dos cascadas: la inferior de
apenas veinte metros, ancha, y la superior, una cola de caballo que golpea la
roca vertical por la que se desploma, de algo menos de doscientos metros, como
dos secuoyas.
Vale la
pena comer mal todos los días, todos los días, sí, y poder contemplar, también todos
los días, maravillas paisajísticas como las cataratas Multnomah hoy, el Crater
Lake, ayer, Yosemite, anteayer, o Sequoia Parka antes anteayer. Este país no
tiene catedrales ni castillos ni palacios, pero su riqueza paisajística es de
las mejores y más variadas del mundo. La belleza de sus espacios naturales
resulta inversamente proporcional a la calidad de su comida.
Un
puente de piedra separa ambos saltos, cruza un abismo de roca y otorga al enclave
un halo romántico. Multnomah Falls, que me recuerda al título de David Lynch Mullholland Drive, no tiene ni la altura
ni el empaque solemne de las cascadas del parque Yosemite, pero es mucho más
bonita, crea a su alrededor una sensación de belleza absoluta, produce esa agua
que cae un velo que, herido por los rayos del sol, resplandece como el oro. Forma
la cascada una poza que borbotea, azul intensa, que golpea sin cesar irrigando,
como un aspersor natural, una pradera de un intenso verde en donde crecen
helechos y otras plantas que reclaman humedad y se agitan por el viento que
provoca el agua cayendo. Las de Yosemite podrían ser cascadas macho, mientras
las del río Columbia, hembra,
Convenzo
a M.J. que ascienda conmigo hasta el borde del salto de agua, y acepta a
regañadientes el envite. El sendero asfaltado, de poco más de una milla,
zigzaguea a derecha e izquierda por una empinada ladera cubierta de árboles que
no temen al vacío hasta llegar a la impresionante roca por donde el Multnomah
salta. Encontramos por el camino un par de jubilados, más octogenarios que
septuagenarios, empleados voluntarios del parque, que ponen escalones de madera
en la tierra para hacer más fácil el ascenso, y nos cruzamos con unos cuantos obesos
mórbidos que nos asombra que hayan conseguido llegar hasta la cima y sobrevivir.
Asomarse
al vacío desde una plataforma redonda de madera, aunque hay una barandilla
metálica de seguridad a su alrededor, produce vértigo. Llegamos hasta el punto
preciso en el que el agua se desploma al abismo y miramos, desde ese punto
alto, el ancho Columbia, la vía de tren
y la carretera que, en algunos tramos, corre por el interior del río y que
parece de juguete desde las alturas.
La
tercera catarata del río Columbia es Whakeena Falls, mucho más modesta, con solo
72 metros, como un secuoya joven, es de doble salto y se precipita a través de
una garganta inclinada que ha abierto el propio río que la alimenta.
No
dejamos el río Columbia cuando tomamos de nuevo la carretera y vamos a
desembocar en la Interestatal 5 que enlaza Canadá con México cruzando toda la
costa Oeste norteamericana. Aprovecho la ocasión para echar una reparadora
siesta, esta vez siesta a secas, no de trabajo, y desconectar del mundo con el
ruido de fondo de la circulación de la concurrida autopista y la música de la
emisora de radio. Me despierto ya en otro estado, en el de Washington, a 35
millas de Seattle, con el monte Ranier a mi izquierda que aparece y desaparece
como un fantasma por la blancura del cielo y la suya propia: está nevado desde
la base a la cima, como el Hood del día anterior que me resultó imposible
fotografiar.
─Vas a
tener suerte. Verás Seattle con sol, algo que pocos ven. Lo normal en Oregón y
Washington es que llueva constantemente. Por eso está verde. Son los estados
más lluvioso del país, los que tienen menos horas de sol, y los que tienen
mayor índice de alcoholismo y suicidios.
God, el
padre de Abel y Caín Brother vivirá en Oregón, en Dallas o Dalles, en un tráiler
que dejó un camión veinte años atrás sobre una parcela de terreno que compró, a
pocos pasos del río Columbia. Siempre está borracho, pero en los momentos de
lucidez toma en sus manos una Smith and Wesson y se pregunta si vale la pena
gastarse más dinero en botellas de Jack Daniels.
Estamos
convencidos que nuestro motel Days Inn está en Seattle. Error. El hotel se
encuentra en una población a las afueras, Tukwilla, topónimo indígena,
seguramente, y el GPS nos hace la jugada de conducirnos a un callejón sin
salida de esa ciudad satélite. Pero salimos, claro, y damos con el escurridizo
motel, a dos pasos de una gasolinera Shell, un Jack In The Box y un Starbucks, en
donde una obesa empleada negra nos da una habitación en la segunda planta, la
213.
─He
visto un Starbucks a dos manzanas de aquí─le digo, con cierto alborozo a M.J.,
pensando en el capuchino y el cruasán de mañana.
─Imagino
que cuando vuelvas a España, niño, estarás agradecido a los Starbucks y no
permitirás que los incendien tus manifestantes.
Prometo
hacerlo. Soy un tipo agradecido.
Comentarios
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