DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 30 de julio de 2011
Que dos tipos de la misma edad, parecido peso, similar bagaje cultural y político compartan, además, una misma filosofía de la montaña – disfrutar del paisaje, pararse cuando el entorno lo requiera, echar una siestecita al sol, comentar la ruta sobre plano, etc – es un lujo inalcanzable. Hoy, con ese amigo, del que lo soy desde hace más de cuarenta años, planeamos una excursión larga y la ejecutamos: desde Varradós, al que nos aproximamos en el todoterreno, al lago y minas de Liat, uno de los paisajes más espectaculares y, a la vez, más desoladores de Arán. Empezamos el camino con niebla pero un pastor con aspecto de yihadista islámico, cuyos perros primero parece que quieran mordernos y luego juguetean con nosotros, nos asegura que tendremos buen tiempo. Y así es, en efecto. La niebla se alza y podemos disfrutar del azul de cielo enmarcado por nubes vaporosas que van y vienen.
El camino es un GR11 medianamente bien señalizado. Hay trozos en que la senda se pierde y nos metemos por las que abren las vacas. Se nota que muy pocos excursionistas la hacen. Al cabo de una caminata de una hora avistamos el valle del ferruginoso río Unhola y la pista aérea que conduce al lago Montoliu. Iniciamos entonces el descenso hacia el Valle de Tort, así llamado por los meandros que hace un río entre pasto verde, y después, siguiendo un camino punteado por cascadas hermosas, llegamos al Pas del Estret en donde de forma permanente una furgoneta metálica sirve de vivienda al solitario pastor que controla las vacas de esos valles perdidos. No vemos a nadie. Por una pista pedregosa alcanzamos un prado superior en donde un cuatro por cuatro, por lo menos de la segunda contienda mundial, fue a dar con sus huesos y de allí nunca más salió: quedan las puertas, los asientos destrozados y los ejes sin ruedas hundidos en el barrizal adonde fue a morir ese vehículo que ya es monumento. Y de allí descendemos ya al valle de los lagos de Liat que los avistamos después de bordear un espectacular cráter que se traga literalmente su río de desagüe.
El sol acaricia las aguas del lago y la hierba que lo circunda. Me tumbo y hago una siesta exactamente de siete minutos. El único ruido del entorno es el que hace mi colega desplegando su detallado mapa y haciendo algunas comprobaciones con su brújula. Tras mi descanso iniciamos la subida a las abandonadas minas que dominan desde una atalaya rocosa los dos lagos de Liat. Esa ruina del poblado minero, sus casas de pizarra sin techo, una puerta cerrada que se mantiene intacta en una casa de la que sólo queda su fachada y el vuelo ruidoso de tres grajos nos impresionan. Estamos ante los vestigios de una civilización que ya desapareció del valle, la de los numerosos poblados mineros, perdidos en las alturas, sometidos a los gélidos inviernos, que socavaron las montañas buscando zinc, carbón o hierro. Bajamos a un nuevo lago, el de Pica Palomera, que vislumbramos. Y con la mirada fija en sus aguas nos tomamos el segundo bocadillo cuando ya rozamos las seis de la tarde. Hora de regreso. Un setentón, en un prado cercano, busca un lugar para plantar su tienda de campaña. Como tiene aspecto de no haber hablado con nadie en los últimos cuatro días le damos cinco minutos de conversación. Se recorre con su mochila y su tienda el Valle a pie, no le gusta el refugio próximo, porque padece de próstata y teme importunar a sus vecinos de noche -¿a quién si no hay nadie?- ni las vacas a las que teme más que a los osos y por esa razón forma un cerco alrededor de su lugar de acampada. Le deseamos buenas noches, y frescas, mientras seguimos camino procurando no perdernos a medida que mengua la luz y aumenta la niebla. A las nueve de la noche, o de la tarde, la niebla, espesa, que nos envuelve y no nos deja ver a cuatro metros a la redonda, impone un poco de tensión a nuestra marcha, pero tengo fe ciega en la habilidad y sentido de la orientación de mis colega montañero y llegamos a buen puerto, al todoterreno, a las nueve y media, cansados pero satisfechos de haber alcanzado en esta primera excursión larga todos los objetivos propuestos.
El camino es un GR11 medianamente bien señalizado. Hay trozos en que la senda se pierde y nos metemos por las que abren las vacas. Se nota que muy pocos excursionistas la hacen. Al cabo de una caminata de una hora avistamos el valle del ferruginoso río Unhola y la pista aérea que conduce al lago Montoliu. Iniciamos entonces el descenso hacia el Valle de Tort, así llamado por los meandros que hace un río entre pasto verde, y después, siguiendo un camino punteado por cascadas hermosas, llegamos al Pas del Estret en donde de forma permanente una furgoneta metálica sirve de vivienda al solitario pastor que controla las vacas de esos valles perdidos. No vemos a nadie. Por una pista pedregosa alcanzamos un prado superior en donde un cuatro por cuatro, por lo menos de la segunda contienda mundial, fue a dar con sus huesos y de allí nunca más salió: quedan las puertas, los asientos destrozados y los ejes sin ruedas hundidos en el barrizal adonde fue a morir ese vehículo que ya es monumento. Y de allí descendemos ya al valle de los lagos de Liat que los avistamos después de bordear un espectacular cráter que se traga literalmente su río de desagüe.
El sol acaricia las aguas del lago y la hierba que lo circunda. Me tumbo y hago una siesta exactamente de siete minutos. El único ruido del entorno es el que hace mi colega desplegando su detallado mapa y haciendo algunas comprobaciones con su brújula. Tras mi descanso iniciamos la subida a las abandonadas minas que dominan desde una atalaya rocosa los dos lagos de Liat. Esa ruina del poblado minero, sus casas de pizarra sin techo, una puerta cerrada que se mantiene intacta en una casa de la que sólo queda su fachada y el vuelo ruidoso de tres grajos nos impresionan. Estamos ante los vestigios de una civilización que ya desapareció del valle, la de los numerosos poblados mineros, perdidos en las alturas, sometidos a los gélidos inviernos, que socavaron las montañas buscando zinc, carbón o hierro. Bajamos a un nuevo lago, el de Pica Palomera, que vislumbramos. Y con la mirada fija en sus aguas nos tomamos el segundo bocadillo cuando ya rozamos las seis de la tarde. Hora de regreso. Un setentón, en un prado cercano, busca un lugar para plantar su tienda de campaña. Como tiene aspecto de no haber hablado con nadie en los últimos cuatro días le damos cinco minutos de conversación. Se recorre con su mochila y su tienda el Valle a pie, no le gusta el refugio próximo, porque padece de próstata y teme importunar a sus vecinos de noche -¿a quién si no hay nadie?- ni las vacas a las que teme más que a los osos y por esa razón forma un cerco alrededor de su lugar de acampada. Le deseamos buenas noches, y frescas, mientras seguimos camino procurando no perdernos a medida que mengua la luz y aumenta la niebla. A las nueve de la noche, o de la tarde, la niebla, espesa, que nos envuelve y no nos deja ver a cuatro metros a la redonda, impone un poco de tensión a nuestra marcha, pero tengo fe ciega en la habilidad y sentido de la orientación de mis colega montañero y llegamos a buen puerto, al todoterreno, a las nueve y media, cansados pero satisfechos de haber alcanzado en esta primera excursión larga todos los objetivos propuestos.
Comentarios
Suscitas las ganas de uno cerrar los grifos de seguranza de ãgua, luz y gaz.... dar de beber á las plantas,pegar en su perrita,poner la mojilla á los costados, bater con su puerta y se marchar a esas parages, mastigando esto pensamiento " enfin, me apunto a vivir!!!!!
Gracias, por haceres que mi imaginário si desarolle, sueñando!!!
(soy maria castillo)