EL LIBRO

LA MIRADA DEL OBSERVADOR
Marc Behm

RBA, 2011
235 páginas

Probablemente sea Marc Behm uno de los mejores escritores de novela negra de todos los tiempos, y su nombre, al contrario de Dashiell Hammet, James Cain o Patricia Higshmith, por citar a algunos de los grandes, no sea muy conocido excepto para los especialistas en el género. Tampoco fue muy prolífico: dejó unas pocas novelas a su paso, algún guión cinematográfico extraño (el de Charada de Stanley Donnen y Help de Richard Lester, por ejemplo) y se exilió a Francia desde su Trenton natal, y allí murió, en 2007, en Fort-Mahon-Plage, casado con una francesa, no muy lejos de dónde había desembarcado durante la Segunda Guerra Mundial como infante de marina.
Como escritor fue tardío. Empezó a publicar a los cincuenta y dos años novelas poco convencionales como La reina de la noche o La doncella de hielo, pero sin duda es La mirada del observador, recuperada por la magnífica colección RBA Serie Negra dirigida con buen criterio por la canadiense Anik La Pointe, su indiscutible obra maestra. Porque pocas novelas de género negro tienen una capacidad de perturbar como ésta, de llevar al lector por un tortuoso itinerario trufado de crímenes y que éste establezca la misma complicidad con la sangrienta mantis religiosa que la del protagonista, el misterioso el Ojo, que la sigue a todas partes y la protege cuando es menester.
El Ojo, un detective en horas bajas, que vierte muy poca información sobre sí mismo salvo su afición por los crucigramas y relaciones sentimentales fracasadas, recibe el encargo de unos padres para que investigue a la novia de su hijo. Lo que descubre acerca de la personalidad de esa atractiva muchacha, que le recuerda a una hija a la que no ha vuelto a ver, le sorprende. La mujer es una asesina en serie implacable que adopta un sinfín de personalidades y va cambiando caprichosamente su nombre al mismo ritmo que el color de su peluca. Pronto el Ojo se olvida de su encargo para seguir las andanzas de esa peligrosa mujer y recorre con ella, durante diez años, Estados Unidos, de costa a costa (Una tarde se encontró en la playa de Halfmoon y no tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí; otra noche se quedó dormido en su coche en un aparcamiento de San Lorenzo y despertó cinco horas más tarde al otro lado de la bahía, en la sala de espera de una terminal de autobuses en Belmont. Una mañana se miró al espejo y se quedó asombrado de tener bigote) y de cadáver en cadáver, protegiéndola cuando su vida peligra o cuando está a punto de ser apresada por la policía que le sigue la pista.
Se levantaron y fueron a la pista de baile. El Ojo se reclinó en la silla, cruzó los brazos y los miró. Pasaron bailando junto a su mesa. Permaneció meciéndose justo enfrente de él, con los ojos cerrados. Nunca había estado tan cerca de ella. Su mano izquierda, sobre el hombro de Brice, señalaba en su dirección. El dedo índice estaba deformado, doblado como una hoz. El maquillaje de los ojos a media luz daba a su rostro la misteriosa extrañeza de una máscara. Perlas diminutas colgaban de los lóbulos de sus orejas. Su carne repelía la oscuridad, iluminándola, arropándola en un halo de incandescencia.
Porque la fascinación que siente el Ojo por ese personaje frío y amoral es muy superior al rechazo que pueda sentir por su implacable y sangriento proceder en un proceso de identificación absoluto. La mirada del observador es una novela negra contundente, repleta de cínica violencia y áspero sentido del humor, pero es también una historia de amor absoluta, entendiendo por absoluta que una de sus partes, el Ojo, no recibe nada a cambio ni espera a ser correspondido por esa pasión enfermiza e irracional que le lleva a hipotecar diez años de su vida.
Paradogicamente bajo la piel de esta dura y seca novela negra, una road movie, utilizando el término cinematográfico tan preciso para definir esta novela de múltiples escenarios, trufada de muerte por disparos, apuñalamientos, estrangulamientos, ahogamientos, envenenamientos (El doctor número dos fue asfixiado con la almohada mientras dormía bajos los efectos de su champagne de bodas) resulta ser el recorrido alrededor de una obsesión amorosa, (La había encontrado. En recompensa por todas sus pérdidas le había sido concedido este premio: una chica dormida en un cuarto sombrío. El mundo entero era un abismo lleno de los hombres que ella había asesinado, pero también era su gracia y su redención. Le había llamado y él había venido. A partir de ahora nunca la abandonaría) hay una gran historia de amor, la que el Ojo experimenta por esa mujer en la que, irracionalmente, o no, ve el fantasma de su desconocida hija. Y esa relación intangible entre los dos protagonistas de la novela, el narrador Ojo y la asesina mutante, que apenas llegan a rozarse en algún instante, cuando la toma en sus brazos después de quedar malherida, es una de las bazas más fuertes de La mirada del observador.
Con prosa seca, sin artificios (El Hogar Municipal de Niñas Mercer era puro Charles Dickens. Paredes mugrientas, un patio sucio de hollín, ventanas puercas, arcadas de mazmorra. Parecía una imagen retrospectiva de la época victoriana), dominio perfecto de los diálogos, descripciones precisas y habilidad para el dibujo de los secundarios (las víctimas, los policías, los dueños de los moteles…) Marc Bhem edifica esta extraordinaria arquitectura literaria y construye esta original historia policial en la que el lector va de la mano del Ojo siguiendo los pasos de esa bella e inmoral ejecutora guiada sólo por su afán de dinero.
El tiempo pasa. Nada queda. Excepto viejas fotografías de rostros jóvenes. Bhem perfila el desarraigo de unos personajes y el de toda una nación, la suya con frases magistrales. Behm es un Hopper literario que pinta la frialdad de una nación sin historia en el lienzo de su novela, porque un sentimiento de derrota y frustración, de búsqueda de la felicidad sin rozarla nunca, pivota sobre esas 235 páginas de lectura adictiva.
Un clásico. Una novela extraordinaria y sublime. Una de las cinco mejores novelas policiales de todos los tiempos, sin duda. Sobresaliente.
José Luis Muñoz

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