VIAJES / BRAN, TRAS EL RASTRO DE VLAD DRÁCULA
Bran, tras el rastro de Vlad Drácula
Mientras rueda hacia Bran, que no está muy lejos,
Ulises se pregunta si no debiera hacer ese recorrido por los bosques de
Transilvania, nombre que produce escalofríos solo pronunciarlo, a lomos de
caballo negro en vez de en un vulgar Skoda blanco de la compañía Hertz.
Mientras rueda por una magnífica carretera asfaltada y con considerable tránsito,
en vez de por un camino estrecho entre abruptas gargantas, ahogado por la
niebla y bajo la mirada de los lobos,
empieza a sospechar que Bram Stoker, en realidad Abraham Stoker, se puso ese nombre,
Bram, por el castillo de Bran, escenario de su universal novela que ha tenido
decenas de versiones cinematográficas, aunque Ulises se queda con la de Francis
Ford Coppola que capta a la perfección la entraña oscura del romanticismo.
En Bran, pueblo sin interés, por otra parte, está el
castillo de Vlad Drácula. No cree que a ese sanguinario tirano y psicópata, que
los rumanos consideran un héroe nacional, le gustara mucho que el irlandés Bram
Stoker lo convirtiera en un elegante y seductor vampiro que pasaba los días en
incomodos ataúdes y las noches mordiendo cuellos de damas. Strigoi, strigoi, strigoi, dicen que fueron las últimas palabras
que pronunció el irlandés cuando moría hace cien años víctima de la sífilis que
le endilgó´ una prostituta parisina cuando fue de viaje con su amigo el actor
Henry Irving. Tampoco cree que al terror de los turcos, y de los húngaros, porque
el rey de Valaquia, con su país convertido en un sándwich, hubo de luchar contra
ambos, le gustara la feria de horteradas, artesanía barata, productos de la
huerta, quesos y embutidos, tiendas de gadgets vampíricos, pasajes del terror,
restaurantes y bares que se ha montado alrededor de su castillo tenebroso,
fuera de su agrado. Si Vlad Drácula viviera, seguramente empalaría el cadáver
de Bram Stoker y, a continuación, a todos esos curiosos que toman su tenebrosa
morada por un parque temático.
El castillo, alzado sobre un peñasco, una fortaleza
militar, impresionaría sino fuera por ese entorno de feria, esas masas de curiosos
y esos colegios de niños que acuden alborozados a la morada de ese ser satánico.
En tiempos de Vlad Drácula el terror reinaba en Rumanía. Los turcos, que no
eran precisamente unos angelitos que defendieran los derechos humanos (eso fue
un invento moderno), no consiguieron doblegar al sanguinario monarca al que los miles de empalados que llenaban los bosques
de Rumanía, que iban muriendo lentamente en lo que podía considerarse como una
brutal colonoscopia, le abrían el apetito. Vlad, de la orden del Dragón, se separó
de los designios de Dios cuando su amada, creyéndole muerto, se arrojó al foso
del castillo, y se convirtió a partir de entonces en el hijo del diablo, más
satánico. Nicolai Ceausescu no le llegó´ al tobillo. Y del líder comunista,
fusilado junto a su mujer, nadie se acuerda, se le ha borrado de la historia de
Rumanía, mientras la efigie de Vlad se muestra con orgullo.
Al castillo de Drácula, piensa Ulises mientras
atraviesa a codazos tenderetes de ahumados, quesos, mieles, máscaras de Halloween,
imanes de nevera, tazas, jarras de cerveza, colgantes, anillos con la faz nada
tranquilizadora de Vlad, le sobran visitantes. Mientras lo inspecciona, subiendo
y bajando angostas escaleras en las que casi se queda atrancado, se da cuenta
de que es un castillo incomodo, austero, de salas minúsculas, y oscuro. En los
estrechos torreones de defensa están las pequeñas habitaciones a las que se
llega por bajos pasadizos o escaleras tortuosas. Con imaginación, borrando a los
visitantes y a los grupos de escolares, y todo ese pueblo artificial que se ha
formado en su entorno, el castillo de Vlad parece hecho a su medida y puede ver
a su fantasma oteando el horizonte por las troneras y deleitándose con la agonía
de los miles de empalados.
Hay retratos de Vlad; se exhiben en vitrinas sus
trajes algo ridículos que parecen de paje, su bonete con pluma que cubría su
testa de largos cabellos; diversas armas de combate; armaduras e instrumentos
de tortura. Muebles sencillos y toscos llenan el vacío las habitaciones.
Al margen de leyendas (quizá Vlad III Drácula ni
siquiera vivió entre esas paredes, pero el reclamo turístico manda), la fortaleza
la erigieron los caballeros teutones, en ese lugar que era frontera entre
Valaquia y Transilvania, de regreso de Tierra Santa de donde fueron expulsados
por los sarracenos. Los tártaros lo arrasaron y en 1377 Luis I de Hungría lo
mando reconstruir. Ya en época reciente, 192o, la reina Marie de Rumania (la
misma del palacio de Peles de Sinaia) encargó a su arquitecto real Karel Liman
acondicionar el castillo como residencia de verano, pero poco pudo hacer por
suavizar el aspecto arisco de la fortaleza y le cuesta a Ulises, que sí se
imagina a Vlad campando por el castillo,
imaginarse a la elegante reina bajando y subiendo escalones constantemente
con esas faldas aparatosas.
Come en la carretera, en un restaurante temático que
recrea en su salón un bosque encantado con efectos sonoros (canto de pájaros, gorgoteo
de agua de río, aullido de lobos), así es que paladea un contundente gulasch sobre
torta de patata crujiente bajo esos falsos árboles y en la semipenumbra,
temiendo que le toque el hombro un nosferatu.
Ulises cree fervientemente en el derecho a la
pereza, así es que, después de comer, se busca un hotelito en Bran, algo
relativamente fácil porque todo lo que ve a su alrededor son hoteles, y en esa época
además baratos, y se echa una siesta en su cama. Ya de noche, como el Drácula
de Bram Stoker, sale a la calle y busca un bar. A falta de cuello de jovencita
a la que chupar la sangre, pide un Bloody Mary. En ese bar no saben preparar
esa sangre alcohólica de tomate, a la que le falta el tabasco y la lima y le
sobra algo de ese chorro de vodka que casi le tumba. Ulises no espera que se
haga de día para irse a dormir a su ataúd.
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