VIAJES / TRYAVNA, TRADICION BÚLGARA
Tryavna, tradición
búlgara
Hoy tiene un desayuno decente en el hotel de Veliko
Tarnovo: los huevos a la plancha mantienen la yema líquida, hay queso feta
griego y unos buñuelos, que, si estuvieran recién hechos, se agradecerían más.
Los desayunos en los viajes son importantes y pueden marcar el curso del día. Un
camarero alopécico, encargado del comedor,
le grita, literalmente, unas palabras en español que Ulises tarda una eternidad
en descifrar. Después de cinco intentos vanos, cree que el camarero le pregunta
de qué parte de España es. No está muy seguro Ulises de ser español, o de
sentirse, después de cómo andan las cosas unos cuantos miles de kilómetros al oeste
de donde se encuentra, pero termina reconociendo que es de Barcelona. El
camarero que grita (quizá crea que hablar español, en el caso de que lo hable,
es gritarlo) le dice que estuvo trabajando tres meses en La Mancha. Pues no aprendió
mucho, se dice Ulises, con sonrisa de circunstancias comparándolo con el del monasterio
de Rila.
Dicen las guías que Arbanasi, a diez minutos de la
ciudad, es una población que muestra la esencia rural de Bulgaria. Coge el coche,
tras pagar la cuenta, y se dirige a ese pequeño pueblo que más bien es una urbanización
llena de hoteles con encanto, casas de huéspedes y restaurantes, todos abiertos
y vacíos. La esencia de la vida rural búlgara se reduce a una viejecita que
quiere venderle unos pañuelos, unos cochinos que ve encerrados en una jaula en
una casa particular, en cuyo jardín entra a curiosear, y alguna vivienda antigua
que fotografía con su máquina. O no da con el meollo del pueblo, en el caso de
que lo tenga, o el que escribió la guía metió la pata.
Donde sí encuentra cierta tradición búlgara es en
Tryavna, un buen montón de kilómetros más allá de Veliko Tarnovo, por una
carretera sin un solo tramo recto y mal pavimentada que le cruza por bosques otoñales.
El camino es complicado y se ha perdido en su intento por un par de aldeas de
la Bulgaria profunda y ha tenido que pasar por dos pasos a nivel rezando para
que no viniera ningún tren. En un cruce de carreteras ha visto a una niña
gitana en cuclillas, esperando. ¿Qué? Y esa niña no se la quita de la cabeza en
todo el día.
Tryavna es un pequeño pueblo de menos de diez mil almas de los Balcanes, a orillas
de un riachuelo, y destacan en él el puente antiguo que lo cruza, la plaza Capitán
Dyado Nikola, al otro lado del río, la torre del reloj de 1814 en su extremo y
una iglesia de planta baja, la del Arcángel San Miguel, del siglo XII, diferente
a todas las ortodoxas que ha visto con un campanario de madera tan pequeño y
delgado que parece una chimenea. Entra y solo encuentra una fiel joven de pelo
teñido de rubio que enciende un cirio a Jesús y una pedigüeña a la puerta, a la
salida.
La historia de Tryavna se remonta al siglo XII, y
una de sus peculiaridades es que no permitieron, con las armas, que los turcos
se establecieran allí, así es que en el pueblo no hay rastro de mezquitas ni de
presencia otomana ni siquiera en la población, étnicamente búlgara al cien por
cien.
El pueblo es agradable, hace sol además y Ulises
pasea hasta una plaza en donde los niños juegan en un pequeño parque de atracciones
de plástico vigilados por mamás abrigadas. Hay muchachas de etnia gitana, integradas, que
le miran, por su aspecto de forastero.
Vuelve sobre sus pasos, a la plaza junto al puente, en donde está la torre
del reloj, y desaloja a un gato que toma el sol para entrar en un local a tomar
un café, pero en cuanto entra y ve la chimenea encendida y a un viejecito saboreando
una sopa que huele bien decide cambiar ese café por una comida.
Debe tener cara de búlgaro, o la camarera es muy
despistada, porque le trae una carta en caracteres cirílicos que para él es
chino. Podría jugar a la ruleta rusa y señalar aleatoriamente con el dedo los
platos que quiere, pero considera más prudente pedir una carta en inglés.
Mientras come una sopa de pollo (la de alubias
pintas que le apetecía se ha terminado) y pechuga de pollo en delgadas rodajas
con salsa de champiñones y patatas, observa que el restaurante tiene cierto
empaque, que la casona es antigua y las mesas y las columnas, que aguantan el techo artesonado,
son de madera oscura y dura, y además arden unos troncos en la chimenea que
hacen que el ambiente sea muy agradable aunque en la última mesa del
restaurante, cerca de los urinarios, tres tipos mal encarados estén jugando al póker
y haya un fajo de levs sobre el mantel. Paladea una cerveza búlgara, que ya no
le parece tan amarga, y de postre pide un biscuit de nueces bañado en miel que
está sencillamente exquisito. Remata la comida con el café que vino a tomarse.
Va a ser difícil entenderse, o quizá no, porque el
nivel de inglés de Ulises está al nivel de la camarera que le tomó por búlgaro,
así es que cuando paga la cuenta, veinte levs, diez euros, pregunta si tienen
habitaciones de huéspedes y hace el gesto de bostezar y torcer la cabeza
mientras con la mano simula una almohada. Le parece todo muy ridículo, pero es
lo que tiene haber estudiado toda la vida en la Berlitz, en el Instituto
Británico y en el Norteamericano para nada. La camarera ríe y asiente con la
cabeza, así es que Ulises va a por su equipaje que ha dejado en el Skoda
aparcado al otro lado del puente y sube con la maleta a la segunda planta de
ese caserón a ocupar una cogedora habitación
con baño, suelo y techo de madera, bien alfombrada y con cama enorme que le
cuesta 40 levs.
Se permite una hora de siesta y se levanta para
seguir viendo el resto del pueblo, que sigue el curso de ese riachuelo por una
calle empedrada con comercios de artesanía a ambos lado. Si algo caracteriza a Tryavna es por ser cuna de ebanistas, así es
que, mientras pasea despacio, mirando a derecha e izquierda los establecimientos
y saludando amablemente a las mujeres que salen de ellos para invitarlo a
entrar, ve a esos esforzados talladores de madera confeccionando las figuras,
marcos, carracas, morteros, trenes infantiles, rompecabezas y ajedreces que
venden en las tiendas, cincel en mano. El oficio de artesano, perdido en Europa
pero muy vivo en Extremo Oriente, se conserva como una reliquia en esa pequeña población
búlgara.
Visita una vivienda típica del Renacimiento Nacional
Búlgaro, la Casa Raikov, una mansión señorial de paredes blancas con amplio
jardín circundante, dos plantas y entramado
de madera oscura que forma parte de la amplia balconada. Es una casa museo que
le cuesta dos levs visitar. Junto a esculturas de madera de diversos guerreros,
turcos y cristianos, hay una bonita colección de iconos y retratos grabados en
cuadros de madera. Pasea Ulises por las habitaciones de esa casa que conserva
muebles de la época para que el visitante se haga una idea de cómo vivía la
burguesía búlgara doscientos años atrás. Cuando sale de nuevo a la calle
empedrada, repara en el tejado que se repite en otras casas de la población de
la época: no es de teja, como habitualmente son los de las casas búlgaras, sino
que está formado por losas de piedra irregulares y en equilibrio que no caen en
la cabeza de nadie por la escasa inclinación de esos tejados a cuatro aguas.
En una intersección de calles descubre una escultura
de mármol erigido a la memoria de un hijo ilustre de la población que vivió poco,
22 años. Ángel Kanchev fue un revolucionario búlgaro que se opuso a la ocupación
turca y organizó movimientos de resistencia contra los otomanos hasta que se suicidó
cuando iba a ser capturado.
En los muros de las casas, en los de los
restaurantes y cafés, en los de las tiendas, y en la iglesia, por supuesto, ve Ulises pegadas esas esquelas, algunas ya
viejas, que han perdido la impresión, que recuerdan a los muertos de Tryavna
para que no caigan en el olvido. Queremos ser recordados después de muertos,
reflexiona Ulises, como si el recuerdo fuera una prolongación de la vida, y
bien recordados, incluso los malhechores.
Sigue esa calle hasta que desaparecen los comercios
y el pueblo es más auténtico. Hay muchos gatos sueltos, y pocos perros. Pasa por
su lado un camión cargado de carbón que lo descarga en una casa vecina. Reina
en el ambiente el aroma de madera en combustión de las chimeneas y hay leña cortada
por todos lados para prevenir un invierno duro en ese pueblo a 400 metros de
altitud. Pasean por esa calle, aprovechando
los últimos rayos de sol, viejecitas que cojean por la artritis y ancianos que
se mantienen erguidos gracias a las garrotas. Hay sentados en las terrazas grupos
que toman café al aire libre. Y una chica que habla, en cuclillas en la
acera, con el móvil. En cuclillas. Como en Oriente. Como la gitanilla de la
carretera.
Cuando anochece, arrecia el olor a leña quemada a
medida que la temperatura baja y Tryavna se sume en la oscuridad total por la
falta de alumbrado público. Encuentra la habitación caliente y esta noche no le
va a hacer ascos a la manta. Antes de dormir piensa en esa niña gitana
acuclillada en un cruce de carreteras y sospecha lo que está esperando.
Bulgaria da para el género negro.
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