VIAJES / SINAIA, UN MONASTERIO Y UN PALACIO
Sinaia, un monasterio y un palacio
Llueve cuando Ulises sale de Bucarest con otro Skoda
blanco que ha alquilado en la oficina de la Hertz del Hotel Intercontinental. Doble
fidelidad a la marca y a la agencia. En un mes esa agua que cae será nieve.
Deja la ciudad atrás y rueda por una autopista nueva de firme impecable, que, en noventa kilómetros,
no tiene una sola estación de servicio, pero por suerte le han alquilado el coche
con el depósito lleno. Navega luego por otra carretera dejando la llanura rumana
atrás y le sorprende, mientras asciende y se dibujan entre la niebla y la
lluvia montañas cubiertas por bosques ocres por el otoño, el tráfico excesivo
de coches y camiones por unas vías que él considera secundarias.
Cruza pueblos, que no son tan misérrimos como los
búlgaros que tuvo ocasión de ver en su viaje en tren entre las dos capitales,
pero adelanta de cuando en cuando carros tirados por caballos que circulan por
el asfalto, montaña arriba, de campesinos que no tienen dinero para comprarse
un tractor.
Sinaia, de Monte Sinaí, es una población mediana y
turística de montaña con un buen número de hoteles de varias plantas que se
alzan en las laderas a una altura de 750 metros sobre el nivel del mar. Una indicación
le lleva al monasterio de Sinaia, uno de los más espectaculares y bellos del
país, que da nombre al pueblo que creció a su alrededor. Deja el coche, y,
aunque ya no llueve, el frío ha arreciado, lo que le obliga a abrigarse. Se nota
que está en la montaña. Compra una entrada al cancerbero que hay en la puerta y
entra en el monasterio de tres cúpulas, planta cuadrada, paredes rayadas en color
salmón y parte superior en ladrillo. Al contrario de otros monasterios ortodoxos,
el de Sinaia no tiene murales en su nártex de cuatro columnas de alabastro que
antecede a una puerta del mismo material cuyo arco es una filigrana de piedra.
El iconostasio es de madera y el número de iconos que aparecen a uno y otro lado
de la puerta del santuario es moderado: doce. Un reducido número de frescos de
ángeles custodios decoran las paredes. El monasterio es bonito, pero no es lo
que se esperaba, pero el entorno, eso sí, es espectacular, y el día lluvioso y
desapacible ayuda.
Llovizna cuando sale. Hay una dependencia aneja al monasterio
central y Ulises investiga. Su curiosidad tiene recompensa. Un claustro
cuadrangular, que alberga las celdas para los visitantes que quieran quedarse y
las de los popes del monasterio, encalado de blanco, rodea a una diminuta
iglesia, la de la Ascensión de la Virgen María, la genuina del recinto monacal,
construida entre los años 1690 y 1695 por el noble Mihail Cantacuzino, de
peregrinaje a Tierra Santa y que pasó por la zona. La iglesia es del viejo
estilo valaco, el llamado brancoveanu, de fachada blanqueada, tejado de pizarra
a cuatro aguas y una única cúpula lucernario rematada por una cruz dorada. Su
nártex cuadrado y flanqueado por ocho columnas, que aguantan siete arcos de
medio punto, está decorado con extraordinarios frescos de Parvu Matu, el gran
maestro de los pintores de iconos rumanos. Unas pinturas secuenciales y dispuestas en
tres círculos, que rodean un curioso Pantocrátor de un Jesús sin barba, y
parece el tablero de un juego de mesa, decora la bóveda. Los iconos de la parte
central son de una ejecución exquisita, y otro sinfín de iconos sobrevuela la
puerta de entrada de la iglesia e incluso decoran los arcos.
El interior es peculiar, de planta de cruz latina,
algo muy atípico en Rumania, y con ábsides rectangulares. La iglesia mide 15
metros de largo, 6 de ancho y 15 de alto. Los muros tienen una anchura de un
metro y la disposición de los frescos sobre ella es perfecta, adaptándose a las
irregularidades de las paredes, sin dejar un solo resquicio sin pintar. En el
iconostasio hay un relicario que es un altorrelieve de plata que representa a
la virgen con el niño Jesús; otro es un Jesús adulto. Ulises disfruta del
placer solitario que le depara esa iglesia, toma asiento en la única silla
dispuesta para los admiradores de tal obra de arte y permanece unos minutos en
silencio, en recogimiento, en esa pequeña capilla Sixtina del arte bizantino.
Nunca tanta belleza en tan poco espacio.
Lo que va a ver a continuación es sencillamente lo opuesto
de ese hermoso monasterio, y no porque no resplandezca en él la belleza y el arte.
El castillo de Peles está muy cerca, así es que no mueve el coche. Un camino
empedrado y cubierto de hojarasca le lleva a través de un tupido hayedo cruzado
por un torrente hacia esa bellísima edificación que sirvió de residencia
veraniega a los monarcas rumanos desde que Carol I de Rumanía, de ascendencia
germana, encargó al arquitecto Karel Liman su construcción entre 1873 y 1914. El
castillo, en lo alto de una suave colina cubierta de hierba, con bosques
alrededor, uno de los monumentos más importantes de la Europa del siglo XIX, está
rodeado por un gran jardín versallesco colmado de estatuas (las de Carol I y su
esposa Isabel de Wied ocupan un lugar preminente) y fuentes que hablan de la magnificencia
que el visitante va a encontrar en su interior.
Las tres plantas de esa residencia real, con más de
un centenar de habitaciones primorosamente amuebladas a las que no les falta un
detalle por mínimo que sea, son el compendio del lujo y la desmesura y mezclan
el estilo versallesco con el rococó y el renacentista. La entrada, un salón
gigantesco construido con paneles de madera de nogal y decorado con esculturas
y relieves, tiene un techo de cristal abatible para que los monarcas pudieran
disfrutar del cielo estrellado en las noches de estío. Alfombras, tapices,
cuadros de valor incalculable (hay unas cuantas obras de Gustav Klimt, que,
además, decoró el salón de música y el teatro del palacio; Ulises juraría que
ve un Rubens, que si no es del pintor flamenco ha salido, sin duda, de su
taller) cubren las paredes; artesonados historiados de madera cubren sus techos;
y cortinas majestuosas enmarcan ventanas y puertas que salen a las siete
terrazas que tiene el palacio. Hay habitaciones chinas, españolas, árabes,
salas de lectura (los monarcas rumanos eran muy leídos), salas de música,
vestidores, salas de desayuno, dormitorios con camas con baldaquino. Hay relojes
y bandejas de oro y plata, toda clase de joyas, chimeneas de porcelana, muebles
de mármol de Carrara… Incapaz de asimilar tal cúmulo de riqueza, y tanta
belleza, Ulises busca el apoyo de una de las paredes para no derrumbarse
víctima del síndrome de Stendhal. La recargada decoración del palacio, la
elegante y larga escalinata que comunica la planta baja con la primera, las
esculturas de seres míticos que aparecen por doquier, le trasladan a Ulises a
la exquisitez del rey Luis II de Baviera, el Rey Loco, loco por amar el arte y odiar
la guerra. Peles es un pequeño
Neuchswastein y ese lujo desorbitado e inasimilable, que los propios
habitantes regios del castillo no podrían saborear, esa acumulación de riqueza
que ve allí es la enfermedad del capitalismo.
Siempre se pregunta Ulises para
qué querrían acumular tantísimas cosas de valor si al fin y al cabo eran mortales
como el resto de los humanos. Patrimonio, terrible palabra. ¿Hacen falta 130
habitaciones, o las más de mil que tenía el palacio de Versalles? ¿Para qué esa
paranoia de ostentación? Por otra parte, y eso es así, la humanidad tiene que
agradecer a esos enloquecidos monarcas absolutistas, o a esa Iglesia que, muerto
Cristo y San Pedro, dejó de practicar la pobreza, las miles de obras de arte
que promovieron. Sin los papas, sin los reyes, sin la nobleza despilfarradora
que detesta Ulises, ni Miguel Ángel, ni
Leonardo da Vinci, ni Velázquez, ni El Greco, ni Caravaggio ni tantísimos otros
artistas universales habrían existido.
Paradójicamente
esos odiosos capitalistas aristocráticos, que no sabían lo que tenían, ahogados
en propiedades que iban adquiriendo, para los que siempre deseó Ulises la guillotina,
eran los que más habían hecho por el arte y las letras, así es que Ulises vive
en esa contradicción, de aborrecer a esa iglesia usurera que se alejó de la doctrina
de Cristo pero que ha dejado miles de catedrales por las ciudades de medio mundo,
o a esos enloquecidos monarcas que derrocharon las fortunas de sus países en
adquirir miles de obras de arte de valor incalculable para adornar sus
residencias mastodónticas, y de agradecerles el legado artístico que dejaron a
su pesar.
Conmocionado por el palacio castillo de Peles, busca
un restaurante con encanto por los alrededores y pide una sopa gulasch, una
cerveza Ursus y un strudel con crema de vainilla. Podía pedir pavo real relleno
de codornices y bañado en salsa de frambuesas, pero se contiene. En el altillo
de ese restaurante, que ha escogido al azar, hay dos parejas que se hacen
arrumacos en sendos sofás. Cuando una chica delgada y morena, que está en compañía
de un tipo grandote con el cráneo rasurado, le pide que les haga una foto con
su cámara digital, Ulises, automáticamente responde en castellano mientras se
alza de la mesa para fotografiar a los dos amantes. La rumana, que vive en
España, le habla entonces en su idioma, sin acento, y le pregunta por su procedencia.
Cuando alguien le pregunta de donde es, tarda bastante en responder Ulises, que
se considera catalán, barcelonés de Gracia, pero sin renunciar a sus raíces
mesetarias, pero también aranés, más aranés ahora que ve por las ventanas de
ese restaurante ese bosque otoñal, el balanceo de sus ramas y el baile de sus hojas
cayendo sobre el camino empedrado del castillo que le hacen volar al Valle.
Baja a media tarde cruzando ese bosque mágico, cuando
muchos de los vendedores que tenían sus puestos de artesanía abiertos en esa
vereda ya han cerrado. Disfruta del paisaje de ese bosque civilizado que ha sido
testigo de hechos históricos y por el que Carol I se paseaba. Pone en marcha su
Skoda, activa las escobillas del limpiaparabrisas para sacar la ligera llovizna
que cae y decide pernoctar en algún hotel de Sinaia. Busca uno pequeño, con
vistas al valle y al rio Prahova, balcón de madera en la habitación y buena calefacción.
Lee, escribe y mira las fotos que ha hecho durante la jornada. Se mete luego
bajo el edredón nórdico que encuentra en todos esos hoteles desde que ha salido
de viaje y así se evitan las camareras hacer las camas.
Comentarios