VIAJES / LAS ESCALERAS DE SYMI
LAS ESCALERAS DE SYMI
Ulises navega de nuevo
en un modesto barco que le aproxima más a Turquía si eso es posible. El mar
espejea porque Helios se mira en él. Ese mismo Helios que le va quemando la
piel en la cubierta de ese barco que prácticamente no se mueve en ese mar llano
sin más ondulación que la que produce su estela. De Rodas a Symi, una de las
cientos de islas que conforman el Peloponeso, en donde los dioses lanzaron
aleatoriamente piedras que luego fueros islas, se tarde una hora y durante ese
tiempo se puede tocar, oler, la costa turca, tan abrupta y sedienta de agua
como la griega.
En medio de una de esas paredes verticales, en equilibrio sobre
el vacío, observa Ulises una solitaria y pequeña vivienda blanca, en la nada
más absoluta, de quien ha elegido la soledad de forma radical. Se imagina, con
vértigo impostado, que vive en esa casa, que en una de esas noches de soledad
sin más compañía que las estrellas y el susurro del mar cien metros abajo del
acantilado, bebe en honor a Dionisos más vino de la cuenta, da un traspiés y se
precipita al vacío golpeándose en el camino con esos peñascos de aristas
afiladas que lo matarán antes de que entre en el mar. Siempre imaginando su
muerte, para ahuyentarla.
El barco hace una
parada en el monasterio de Panormitis, y, cuando entra en la bahía, hace sonar
su estridente sirena que es contestada por un batir de campanas del monasterio.
El recinto religioso, que tiene a su alrededor un complejo de apartamentos de
discreta altura, una tienda de souvenires y un bar de autoservicio, es todo lo
opuesto al retiro espiritual que se le supone a un cenobio. Los barcos cargados
de turistas entran y salen en sesión continua y vomitan sus cargas de turistas
que disponen de una hora antes de que levanten anclas. Una mujer, a la entrada
del monasterio, examina las piernas de las mujeres (los hombres estamos al
margen de ser objeto de tentación) y colocan faldones a las más osadas ante la
mirada de un pope gordo y barbudo que observa a esa masa gregaria con desprecio
pese a que supone la principal fuente de financiación del monasterio.
Por
dentro, el monasterio tiene una suntuosidad que no se sospecha viendo la
vulgaridad de su exterior: paredes blancas, una gran torre con campanas y ni
rastro de cúpula bizantina. Pintores de iconos han decorado, sin dejar un solo
espacio en blanco, las paredes de la diminuta iglesia con imágenes de santos y
milagros y, sin embargo, tiene la virtud de no parecer recargado. El arte bizantino combina la luminosidad del
pan de oro con la austeridad de los colores de sus pinturas y ese contraste es
la base de su perfección. Cuando acaba la visita, toma asiento Ulises en una
terraza y saborea una cerveza Zorba sin perder de vista su barco, y cuando ve
que todos los pasajeros ya lo han abordado, se pone en pie y se dirige
lentamente por el muelle, mirando ese Egeo límpido que le tienta con un rápido
baño.
Hoy ese barco que ha
cogido no tiene baño en mar abierto incluido sino calor insoportable, y busca
Ulises refugio bajo la toldilla de popa. No se mueve del asiento hasta que el
barco entra en Symi y atraca junto a otros barcos. Si en Rodas sopla una brisa
que hace soportable el calor, en Symi Helios domina el ambiente sin piedad y
cada paso que da por el muelle requiere un esfuerzo considerable y la ayuda de
bebida. Más por calor que por hambre, busca un restaurante junto al mar. El
calor del ambiente multiplica las moscas, que son pequeñas, y enloquece a
algunas avispas que buscan beber su cerveza. La ensalada griega es copiosa pero
ya empieza a cansarse del queso feta. Los calamares, correosos. Lo mejor la
cerveza Alfa que el dueño del restaurante, de sus misma edad y muy amable, le
va trayendo según las acaba.
Symi alinea sus casas
blancas, color pastel y añil, con forma de templo helénico, en las empinadas
laderas de la bahía. No es un capricho sino una necesidad. Buscando una buena
panorámica, asciende por calles escalonadas hasta que se da cuenta de que las
escaleras son el elemento distintivo de la población. Culminada la cuesta, el
inquilino de esas casas que va dejando atrás con enorme esfuerzo, aplastado por
Helios, el dios más poderoso del Egeo, tiene que subir empinadas escaleras para
acceder a su vivienda y, dentro de ella, más escaleras para ir de una
habitación a otra. Alejándose de la villa comercial de restaurantes,
heladerías, tiendas de esponjas (nunca vio tantas), productos cosméticos a base
de aceites de oliva, tiendas de artesanía de gusto dudoso, por fin Ulises capta
la esencia de la isla: hay que ser héroe para subir esos tramos de escaleras
que se adentran por los barrancos de la ciudad, sin más sombra que la de alguna
despistada nube, en un trayecto casi vertical que desafía su forma física.
Deja
atrás casas abandonadas con las puertas destrozadas en cuyo interior ve
colchones sucios en donde los gatos, siempre gatos, toman el sol; se cruza con
cabras que mordisquean los secos hierbajos que son hijo de la dejadez; escucha
el canto de alguna mujer que sale de su cocina, mientras el sudor perla su
piel, el cansancio se acrecienta, la ascensión se ralentiza, pero no quiere dar
su brazo a torcer Ulises hasta no culminar su ascensión. Esa es la Grecia
mísera, pobre y sin recursos a la que el maná del turismo no llega. No puede
imaginar, mientras resopla, se detiene, se palpa el corazón desbocado, de qué
vive toda esta gente de los arrabales para los que las motos, o las vespas, en
sustitución de los asnos, son un medio
de locomoción absolutamente necesario.
Imagina a los ancianos, impedidos de
subir por esas cuestas que sólo los héroes son capaces de culminar, encerrados
en sus casas, aplastados por Helios que
no da respiro a los humanos. Y llega al final, arriba del todo, sorteando un
barranco tan árido que le seca la boca mirándolo, como si tuviera bolas de
algodón dentro de ella, hasta los aledaños de una iglesia ortodoxa que busca la
cercanía de Dios, sólo para decirse a sí mismo que ha sido capaz de hacerlo,
que no ha muerto en el intento, y desde allí tiene esa vista panorámica del
pueblo y la bahía que buscaba, a sus pies.
No es fácil el
descenso. Los pies van más rápidos de lo que la prudencia aconseja. La
celeridad de la bajada acusa el empedrado irregular de las calles
escalonadas. Las rodillas se resienten,
pero el corazón respira. En cuanto llega al puerto busca una bebida con desesperación
para recuperar todo el líquido perdido. Y se sienta en un banco, con la respiración entrecortada, mirando el
mar calmo de la bahía en el que se zambulliría de buena gana si viera a alguien
hacer lo mismo.
El barco sale a la
hora fijada y un Ulises desfondado, porque es humano aunque se resista a
reconocerlo, busca el diván del bar para tumbarse en él y dormir durante el
camino de regreso a Rodas. Sueña, en el camino de regreso, que nada en un mar de hielo.
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