VIAJES / ULISES EN ATENAS
ULISES EN ATENAS
Leí La Odisea a los catorce años, uno de los
miles de libros que me esperaban en los anaqueles de la biblioteca de mi padre
bibliófilo. El viaje a Ítaca, sin Penélope que me espere, lo hago cincuenta
años más tarde, atado no como Ulises al mástil de su barco sino al asiento de
un avión de la compañía Aegon, con sirenas silenciosas disfrazadas de azafatas
espigadas y gráciles, de labios pintados de rojo y cabelleras negras recogidas
en moños, que me cruzan el Adriático y el Egeo, esos mares tan nuestros, de ese
enorme lago que es el Mediterráneo que a ojo de Boeing, pájaro ícaro de metal
reluciente, no parece la fosa común que es.
En Atenas, diosa de la
sabiduría, nació la democracia, esa palabra tan depauperada hoy en día. Atenas,
la sabiduría, frente a Esparta, la fuerza bruta. Petros
Markaris, Sófocles, Aristóteles, Platón, Georges Moustaki,
Melina Mercuri y Mikis Theodorakis
.
La plaza Syntagma.
Allí me deja el autobús X95 tras recorrer la enorme distancia que media desde
el aeropuerto de Venizelos al centro de la ciudad, veinte kilómetros que se me
antojan cincuenta. Allí regreso esa misma tarde, antes de que se ponga el sol,
a ver el vistoso cambio de la guardia del Parlamento griego de los evzones (una coreografía muy femenina
que incluye falda, medias blancas, pompones en los zapatos con puntas
metálicas, para que resuenen en el suelo de mármol, falsa trenza, casquete rojo
en la cabeza y piruetas con las piernas y el fusil). De esta guisa iban
vestidos los griegos que se enfrentaron a los turcos y en los cuatrocientos
pliegues de sus faldas blancas están presentes los cuatrocientos años de
dominación otomana.
No hay rastros de las
revueltas y los incendios de antaño en ese ágora que abría los telediarios,
cuando Europa condenó a Grecia, a los griegos, a asumir la infame deuda de sus
políticos, cuando Tsipras, la gran esperanza blanca europea, devino en la
frustración de la izquierda y, de paso, hundió las esperanzas de cambio en
España. No hay griegos indignados, porque murieron, se suicidaron, se cuecen de ira en sus casas, sino parejas de
jóvenes besándose tras la cortina de agua de las fuentes, turistas que se hacen
selfies en las escalinatas y una reata
de taxis amarillos que recorren la amplia avenida Sofía. Bebo cerveza griega Mythos
y mordisqueo aceitunas negras mientras se encienden las luces del lujoso hotel
de Gran Bretaña.
Paseo por las calles
de Atenas y no me siento, en absoluto un métèque.
Escucho el sirtaki de Zorba el griego
que sale de una sala de baile y asomo la nariz en ella para vislumbrar a unos
viejecitos músicos que tocan sus instrumentos. Cae la noche pronto, pero una
multitud de tiendas permanecen abiertas en ese enorme bazar de calles de mármol
que rodea la Acrópolis y tiene aires otomanos: cerámicas, imanes, túnicas,
cascos espartanos, espadas, ajedreces, helados, cervecerías, restaurantes
románticos con velas y mousaka. Me retiro a mi hotel Phílippos, el rey de
Macedonia y padre de Alejandro Magno, que tiene vistas sobre el Partenón con
las manos vacías.
Estoy en casa. Grecia
es mi casa. Me siento un griego más. Soy como los griegos con los que tropiezo
por las calles de los alrededores de la Acrópolis en esta ciudad de casi cuatro
millones de habitantes, y me niego a asumir que soy el turista que nunca he
sido. Me cruzo con mujeres lindas de narices aguileñas y miradas oscuras. Tiene
uno, por deformidad cinéfila, un mito de belleza griega dura con rasgos de Melina Mercuri que no se corresponde
con la realidad. Las griegas son como las italianas, o las españolas:
mediterráneas y llenas de vida.
Atenas es una ciudad
en ruinas, pero voy a ver las ruinas del pasado y por ello, tras un mal desayuno,
asciendo hacia la Acrópolis por un paisaje yermo de olivos y cipreses tan
sedientos de agua como yo. Llueve 70
días al año y lo hace de forma escasa. Una botella de agua a tres euros para
mitigar la sed y ascenso a esa montaña de mármol para admirar la elegancia y la
perfección del Partenón y sus templetes adyacentes, para abarcar desde su cima marmórea
esa ciudad enorme que es Atenas que hierve bajo un sol de octubre.
Una chica japonesa de
vestido rojo llamativo se cree diosa y se hace fotografiar por su novio encima
de una roca, con los brazos abiertos, con el castigado y hermoso templo detrás.
Una cariátide de ojos achinados y cuerpo menudo. Las verdaderas cariátides de
Erecteón me contemplan impasibles al pasar. Hay viejos que arrastran las
piernas, tullidos con piernas metálicas, ciegos, obesos mórbidos que resoplan
por esas cuestas y escalones, a veces de resbaladizo mármol pulido, que pasan en
disciplinadas hileras entre esas columnas milenarias que se aguantan por simple
presión y han contemplado tantas tragedias humanas. Es el Partenón un puzle
gigantesco que heredaron los griegos después de los destrozos que en él
causaron los turcos con su polvorín bombardeado por venecianos. Cientos de
bloques de mármol permanecen en la cima de ese monte, que domina la ciudad, a
la espera de que sean clasificados y ubicados.
La Acrópolis es una
sucesión de ruinas que se extiende por un perímetro considerable que rodea el
Partenón. Entre la maleza, entre las columnas y capiteles desarbolados que
tapizan un suelo yermo sediento de agua, avanzan pequeñas tortugas que apenas
encuentran un yerbajo seco que meterse en la boca. Visito el templo de Éfeso,
uno de los mejor conservados, y cruzo un puente sobre el metro para tomar una
cerveza helada en uno de los muchos bares que hay cerca de la plaza Monasteraki
y de su mercadillo en donde la profusión de prendas militares en algunas de sus
tiendas (uniformes de campaña, botas, cascos, imitación perfecta de subfusiles,
todo lo necesario para disfrazarse de guerrero e ir a la batalla) me recuerda
que estoy, también, en el país de Amanecer Dorado, el partido declaradamente
nazi más importante de Europa.
Los alrededores de
Monasteraki hierven de animación. Puestos ambulantes de fruta pisan el terreno
a los vendedores de baratijas africanos bajo la sombra de la impresionante
columnata de la biblioteca de Adriano. Poco queda de ella, salvo esas columnas,
un mosaico y una espectacular Victoria descabezada cobijada en un recinto
refrigerado que se agradece, así es que demoro mi vista sobre los pliegues de
su túnica, busco sus brazos cercenados, imagino la belleza de su rostro que
alguien decapitó para observarlo en secreto.
El metro, un
transporte que nadie parece pagar, que se me antoja gratuito porque no hay
barreras ni controles a la entrada y salida (éxodo, de ahí el internacional exit) de las estaciones, me lleva de
Monasteraki al puerto del Pireo. Enormes ferrys esperan pacientes en un sinfín
de muelles su carga de vehículos y pasajeros para llevarlos a las islas del
Egeo. El calor me hace tomar una segunda jarra de cerveza en un bar próximo al
agua en una ciudad costera que vive de espaldas al mar. Un recaptador, en la
mesa vecina, rechaza unas gafas de lujo que un ladronzuelo le ofrece y lo mismo
hace con un teléfono móvil: no le interesa la mercancía.
No localizo
restaurantes de pescado por la zona, así es que subo de nuevo a Monasteraki a
tomarme dos cervezas más y una pizza griega aceptable con queso feta, pimiento
verde, aceitunas negras y alcaparras. El dueño del bar es un griego enorme,
que, mientras no hay clientes, ocupa una mesa vecina. Enfrente, tres tipos
juegan una partida de un juego que desconozco con fichas y un tablero que es
como un cajón. Un tipo precedido por una enorme barriga, con aspecto de militar
en Amanecer Dorado, toma asiento junto al dueño del restaurante y se deshace de
la gorra visera que lleva; reparo en la
enorme cruz ortodoxa que cuelga de su cuello de toro y oscila sobre el dibujo
de un águila dorada de su camiseta negra, en sus enormes brazos y en sus poco
amigables facciones endurecidas por bigote y perilla.
Ortodoxia. Ortodoxas.
Las iglesias ortodoxas exhalan un potente perfume a incienso y sus paredes y
cúpulas están decoradas con profusión de iconos sobre fondo de oro. Cuelgan
lámparas majestuosas del techo y apenas entra la luz, para un mayor
recogimiento. En una de ellas, la de Agii Apostoli, me detengo porque hay una
ceremonia religiosa y tomo asiento junto a fieles que besan un relicario de oro
e inclinan la cabeza ante el altar. El pope, en lo alto de un púlpito, canta
sus oraciones con voz grave de barítono y los fieles rezan con devoción. Me
levanto y sigo seguido por ese perfume de incienso.
A las seis la
atmósfera de la ciudad empieza a ser soportable porque el sol busca el ocaso,
cansado de quemar campos y humanos. Las calles que bordean la Acrópolis, desde
la plaza Monastiraki hasta su museo, son un hervidero de restaurantes y bares
acogedores que colocan sus mesas y sus sillas en las calles escalonadas que
suben hacia el templo. Nadie, viendo la alegría de esa zona que engloba los
barrios de Psirí, Thisio y Gazzi, puede hablar de una ciudad deprimida. Quizá
Ícaro está resurgiendo de sus cenizas. Quizá, lo más seguro, es que ésta que
veo es la Atenas de postal.
La mala hierba está creciendo en todas
las librerías de España
Comentarios