VIAJES / LA CRETA DE GRECO
CRETA DE GRECO
Ulises navega forzosamente de la isla de Rodas a
Creta por el Egeo: Ícaro se niega a volar por una huelga de controladores
aéreos. Lo que no sucede en la antigua Grecia sucede en esta Grecia gobernada
por un partido de extrema izquierda en donde, hay que decirlo y remarcarlo, no
se ven mendigos en la calle, gente removiendo en las basuras ni pobres en las
puertas de las iglesias como si se ven en España. ¿La explicación? El gobierno
de Syriza, a pesar de los recortes impuestos por la troika y la situación
económica crítica, destina partidas importantes al socorro social de los que
nada tienen y sin olvidarse de los 60.000 refugiados sirios y los menores que
tienen previsto escolarizar. Algo tan simple y entendible como políticas de
solidaridad, las que no tienen los gobiernos de derechas europeos.
El barco, un ferry, sale del puerto de Rodas a una
buena hora, las tres de la madrugada, así es que Ulises duerme hasta las dos,
se levanta de la cama del hotel alertado por el despertador, toma un taxi, saca
su billete en el puerto con viento fuerte, aborda ese barco que viene de otra
isla y cae de nuevo en la cama de su cabina con vistas al mar que a esas horas
es invisible, así es que duerme muy plácidamente, movido suavemente por el
oleaje de ese Egeo hasta muy avanzada la mañana siguiente en la que se levanta
para tomar un café con leche en vaso de parafina y una enorme torta rellena de
queso que le harta tanto que, tras dar dos vueltas por cubierta, hacer una
docena de fotos al barco, a los pasajeros, al mar, a las islas lejanas (en
Grecia siempre hay una isla a la vista), se vuelve de nuevo a la cama del
camarote, cansado de tanta hiperactividad.
El barco llega a Heraclión, capital de Creta, quince
horas más tarde, a las 17 horas. Heraclio fue el emperador bizantino (610-641) que
instituyó el griego como lengua oficial del Imperio Romano de Oriente. La antigua ciudad árabe de El Khandak, fundada
por sarracenos huidos de Al-Andalus, es una urbe alargada y destartalada que se
extiende a lo largo de la orilla del mar sin realmente sacarle provecho de él.
Así es que, tras dejar las maletas en el hotel, Ulises, aprovechando esa luz
mágica del atardecer que embellece hasta lo más sórdido, pasea por el muelle
del puerto Veneciano, en el que una fortaleza con el León de San Marcos grabado
en una de sus sillares habla de la presencia de los italianos en Heraclión allá
por el 1200, y llega hasta la mismísima punta
del espigón, acompañado de jóvenes que hacen footing o van en bicicleta, o
parejas que meten a sus perros en el agua, por ese muelle solitario en el que
destacan dos enormes barcos cargueros, mellizos, matriculados en Monrovia, el
Ida y el Comet, atracados, que parecen abandonados a su suerte aunque haya
alguna luz encendida por el pañol de proa para alertar a posibles polizones de que
no suban abordo. Los dos barcos herrumbrosos, cuyos esqueletos crujen y tensan
las maromas que los sujetan a tierra, tienen lanzadas las escaleras de acceso,
así es que Ulises está tentado, por un momento, de subirse a ellos y esperar a
que se hagan a la mar, una espera quizá eterna porque el destino de esos
hermosos animales marinos no sea otro que el desguace, y el fantasma que los
guarde, un solitario enloquecido, que, seguramente, al verlo deambular por los corredores
del barco, lo encerrará en la sentina y le hará compartir su suerte. En vez de
relato de aventuras, mejor de terror: el guardián solitario del carguero,
mientras sus compañeros han desertado o se emborrachan desde hace días en tierra
firme, vive encerrado en un camarote y ya no osa hacer rondas por el barco,
como hacía antaño, por temor a descubrir polizones en la bodega.
Del aeropuerto cercano despegan aviones y estos se
alzan sobre el puerto, en un giro brusco hacia arriba, casi al mismo tiempo que
entran trasatlánticos, ferris y otras embarcaciones más pequeñas, no porque Heraclión
merezca ser visitada sino porque es el puerto más grande de la isla, el de
entrada en ella, pero antaño, esta ciudad portuaria fue muy codiciada. Los
turcos, en 1648, la sitiaron nada menos que durante 21 años (la muralla
veneciana en forma de estrella, de la que quedan restos devorados por la
moderna urbe, llegaba a medir 40 metros de anchura) y sacrificaron por ella
nada menos que 70.000 vidas por 38.000 cretenses.
Si hay un hijo ilustre de Heraclión, este es
Domenico Theotokopoulos, sobre el que recientemente se ha rodado un biopic en la ciudad (ve Ulises una
exposición de fotogramas en uno de los túneles del viejo astillero). En
Heraclión, entonces Candía, empezó a dar sus primeros pasos artísticos como
pintor de iconos quien más tarde sería conocido como El Greco. El pintor que llegó a España, del que Ulises
admira dos cuadros geniales (El caballero
con la mano al pecho y El entierro
del Conde de Orgaz) pero detesta o le son indiferentes el resto (tiene la
sospecha de que fueron pintados sin entusiasmo, sin poner la sangre en ellos,
la pasión que hace que un cuadro no sea una mera ejecución artesana sino una obra
de arte), era un griego italianizante pasado por Venecia.
Recomiendan visitar el palacio de Cnosos, muy a las afueras
de la ciudad. El recinto micénico del 2000 antes de Cristo llegó a tener 1500
habitaciones, pero una serie de terremotos lo trituraron. Ulises se pierde
entre piedras mal recompuestas, en las que hay que echar mucha imaginación para
montar con ellas un palacio, y algunos fragmentos reconstruidos con un sentido
del gusto sencillamente infame. Realmente no hay nada que ver en ese mal llamado
palacio en ruinas, así es que Ulises regresa de nuevo al centro de la ciudad,
abrasado de calor, y toma un autobús hacia Rétimo, una hora y media por una
carretera destartalada que sigue la costa y, en algún momento, trepa por
montañas del interior.
Creta, al contrario de Rodas, tiene vegetación, pero
no es hermosa, y además el viajero tiene la sensación, según avanza en ese
viaje, que los cretenses no acaban de amar su isla, que los cretense, cuando
viajan por esa carreteras en sus coches, las toman por un inmenso vertedero al
que arrojan papeles, servilletas, latas, botellas de plástico, todo lo que les
sobra, así es que no hay un solo espacio limpio en kilómetros y ese paisaje se
le antoja tan desolador como la propia Heraclión, en donde el caos urbanístico,
en tiempos de la Grecia de los Coroneles, destrozó la bueno que había en la
ciudad (se demolieron un montón de palacios venecianos) y se edificaron
horrendos edificios de granito en su lugar.
Rétimo era un puerto veneciano que tiene una muralla bien conservada y un
dédalo de callejuelas entre las que se vislumbran minaretes de antiguas
mezquitas en donde ya no hay culto. No tiene hambre Ulises, pero sí sed, así es
que se detiene en un restaurante junto al mar y pide unos calamares aceptables
y unas cuantas cervezas Mythos que van cayendo a más ritmo que el cefalópodo frito
a la andaluza, es decir, con una capa de harina y sal. El mar, calmo y
cristalino, tampoco invita al baño porque hay demasiadas rocas, tienen todas peligrosas aristas que le serrarían las
plantas de los pies y tiene la sensación de que hay manadas de erizos en el fondo,
así es que ese día tampoco se sumerge en el Egeo, a pesar de que lleva el traje
de baño puesto. Así es que después de comer, con Helios que da una tregua
ligera gracias a Eolo, pasea por el puerto flanqueado por edificios color
pastel y termina sentado en el cómodo diván de un chillout acompañado de un zumo de naranja y una Panna Cotta, el
exquisito flan de Mascarpone, por si existían dudas de la impronta veneciana de
la ciudad.
Chania está a una hora de Rétimo, pero ésa sí que es
una población a la que vale la pena desplazarse y que justifica su presencia en
Creta, la isla más grande de Grecia. Chania, que tiene más aires italianos que
turcos, aunque ambos se la disputaron y estuvieron largas temporadas (está
descubriendo en este viaje que los griegos actuales son la suma de griegos
clásicos, venecianos y otomanos), es una población alegre cuyo casco antiguo se
concentra alrededor de una hermosa bahía marina convertida en puerto en donde,
sin embargo, no pueden entrar los grandes cruceros, como el que hay, que deben
mantenerse más allá del faro.
Alrededor del mar, siguiendo la cuadrícula
perfecta de ese puerto sin barcos apenas (una decena de embarcaciones de recreo
se mecen junto a un barco de esponjas y pequeños barcos pesqueros frente a los
antiguos astilleros, y dejando un paso aceptable para peatones y caballerizas,
porque pasear al turista por las calles del casco antiguo en carromatos tirados
por un caballo es una costumbre del pasado que se mantiene), se alinean una
cincuentenas de bares y restaurantes, no muy buenos pero sí caros, en uno de
los cuales Ulises se sienta sencillamente para ver el panorama desde la
posición privilegiada de una terraza elevada y hacer unas cuantas fotos
mientras mordisquea porciones de una pizza fría y una cerveza europea que no
está a la altura de las griegas. Si el comandante del ejército otomano que tomó
Candía (la antigua Chania) a los venecianos fue ejecutado por perder a 40.000
guerreros, castigo merecido debería sufrir el cocinero que no coció esa pizza
que Ulises deja en el plato para alguno de los gatos que se pasea entre las
mesas.
Ulises se mete luego por las callejas del pueblo,
caóticas como cualquier medina de Oriente, una sucesión exagerada de tiendas de
todo tipo, sin que le apetezca comprar nada realmente de lo que ve (hay
consoladores de ébano, de tamaño bastante considerable en honor a Príapo, pero
él no usa) y decide caminar en equilibrio por el murete, que cierra el puerto y
lo protege del mar abierto, hasta el faro. El agua del puerto parece limpia,
cristalina, y le tienta al baño, pero se resiste a hacerlo porque nadie,
absolutamente nadie, nada por ese puerto cerrado que de tarde en tarde cruza
una de las lanchas que van y vienen trayendo o llevando pasajeros de ese enorme
crucero anclado fuera del puerto. Así es que, una vez que alcanza el faro, mira
de cerca ese enorme paquebote lleno de turistas aburridos que consumen su
tiempo en comer, beber y vestirse de gala para la cena del capitán (Ulises es
más de esos herrumbrosos barcos de Monrovia), decide dar media vuelta, buscar
la estación de autobuses y regresar a Heraclión, la urbe por la que los turcos no
darían ahora una sola vida.
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