VIAJES / SANTORINI, SOBRE EL VOLCÁN Y BAJO EL CIELO AÑIL
Santorini, sobre el
volcán
y bajo el cielo añil
Un ferry rápido, de la compañía Hellenic Seaways, el
Highspeed 7, le lleva a Ulises del puerto de Heraclión a la isla más hermosa de
Grecia en 3 horas. La antigua Kalisté, la más bonita, la moderna Santorini tras
arrinconar el nombre griego de Thera, es el emblema de las islas del Egeo, su
buque insignia. El ferry, un catamarán ultramoderno de lujosos acabados
interiores y cómodos butacones, bien acondicionado y con una tripulación eficaz
y disciplinada que agiliza los embarques y desembarques invirtiendo no más de
diez minutos en ellos (el barco atraca en puerto, apoya las rampas de salida en
el muelle, bajan unos pocos vehículos y una masa de viajeros, suben viajeros a
toda velocidad arrastrando las maletas, levanta rampas y arranca sin dar
respiro) surca ese Egeo límpido y de un azul rabioso, añil, que va a encontrar
Ulises en las cúpulas de las iglesias de Santorini y en los marcos de sus
puertas y ventanas. No es hasta que llega a esa isla, la joya de la corona de
las islas del Egeo, un diamante de valor incalculable con el que los griegos
saldarían su deuda, que Ulises entiende ese color azul que impregna la bandera
de Grecia. Grecia es mar y cielo.
Cuando el Highspeed 7 atraca en el puerto de Athinios
de la caldera de Santorini, en esa gigantesca y espectacular laguna marina abierta
que antiguamente fue el cono de un volcán que saltó por los aires y fue
invadido por el mar (en 1627 a de C y una erupción similar a la de Krakatoa que
desencadenó un tsunami gigantesco) , la vista, inmediatamente, se le va a las
cimas de esos impresionantes acantilados de piedra oscura volcánica, trescientos
metros de caída vertical de gigantescos despeñaderos que causan vértigo inverso
desde allí abajo. El mar anda revuelto en esa zona y las olas se coronan de
espuma blanca. En la cima de ese farallón impresionante y kilométrico, de
laderas esculpidas por el viento y tonos que van del negro al rojo, blanquean
las poblaciones asomadas literalmente al abismo, que brillan heridas por el sol
como cumbres nevadas.
Una furgoneta sube a nuestro viajero por una
carretera tortuosa y estrecha, que enlaza vueltas con revueltas y caídas
abismales, demasiado concurrida, para su gusto, por coches y autocares que se
las ven y se las desean para tomar las curvas y no aplastar al vehículo que
viene enfrente. El chofer, mientras conduce despreocupadamente, a ciegas por
esa carretera que debe de haber hecho millares de veces, habla con la otra mano
por el móvil y no es una conversación corta. Puede que esté permitido eso en
Grecia, pero de todas maneras no hay policía en Santorini, o no se deja ver
bajo ningún concepto.
El Swet Pop, Dulce Papá, nombre realmente cursi, en
donde Ulises tiene reservada una habitación por dos noches, es un hotel
boutique tan exquisito que el taxi no le puede dejar en la puerta. Al
establecimiento hotelero de media docena de habitaciones se accede por un
dédalo de pasadizos, escaleras y rampas, pasando por el interior de otros
hoteles o por casas de particulares, dentro de esa caótica medina árabe que es
Fira, la capital de Santorini. Grecia puso el paisaje impresionante de esa isla
que parece levantada por un lado y hundida por el opuesto; de los árabes y los
turcos es esa arquitectura caótica de las poblaciones, su aire de bazar
permanente y la cal de las fachadas de sus diminutas casas abovedadas que podrían
pertenecer a Túnez o a Tánger; y de los italianos ese toque exquisito y glamuroso
que tienen todos los establecimientos de la isla sin excepción, desde el más
modesto comercio de ropa al más exclusivo bar de copas que garantiza puesta de
sol de extraordinaria belleza. Santorini es un nombre italiano, no griego, que
deriva de Santa Irene, patrona de la isla, con que la bautizaron los comerciantes
venecianos. Pero antes estuvieron los egipcios de la dinastía Ptolomeo, la liga
de Delos, Roma y Bizancio.
Santorini le recuerda a Ulises el paisaje de las
Islas Canarias, de las más exquisitas, de las pequeñas. El vulcanismo de la
isla es precisamente el que da un color especial a la tierra (negra, ocre o
roja) y hace más llamativo el contraste de esos pueblos encalados que podrían
ser los de Andalucía sino fuera por las cúpulas redondeadas y color añil de las
iglesias ortodoxas, una cada doscientos pasos, porque aquí, al contrario que en
Rodas o en Creta, no hay mezquitas.
Lo primero que hace, abriéndose paso por una calleja
comercial atestada de turistas chinos que han desembarcado de uno de los tres
cruceros que aparecen fondeados trescientos metros más abajo (a 400 metros, en
el fondo de la laguna, permanece el lujoso pecio del Sea Diamond, hundido en
2007), barcos que parecen miniaturas que abordan constantemente lanchas de desembarco,
es asomarse a la caldera de ese volcán sumergido que ha hecho posible esa
formación bellísima de roca y mar. Para celebrarlo, se toma una copa de
excelente vino blanco de la zona (las viñas, por el viento, nacen a ras de
suelo y las uvas, regadas con el rocío, comen literalmente por su piel tierra
volcánica que redunda en la fortaleza y exquisitez del vino que se obtiene de
ellas) en la terraza de uno de los locales con vistas a ese barranco marino, y
con la copa bien sujeta, para que no se vuele (el viento sopla con fuerza
extraordinaria y de forma constante; celebra no usar bisoñé), brinda por la
fortuna de estar vivo y ver semejante espectáculo en el que la naturaleza y la
obra del hombre, por una vez, se respetan.
Bordeando esa ladera del volcán, por el filo de esa
caldera, Ulises asciende por una calle tortuosa y estrecha, dejando atrás
miradores, terrazas, iglesias y un bazar en donde se vende de todo. Le acompaña
una turbamulta de turistas chinos, cientos de nuevos ricos que saborean los
privilegios del capitalismo salvaje en un país teóricamente comunista, y
comprueba, absolutamente sorprendido, que muchos de ellos son parejas en viaje
de novios que han elegido esa isla romántica del Egeo para sellar su contrato
matrimonial y llevarse de regreso a su país un book con bonitas fotos. Sube
Ulises peldaños hacia ese cielo añil, como las cúpulas de la iglesias ortodoxas,
como los marcos de las ventanas y puertas, como el mar que se agita trescientos
metros a sus pies, ya trescientos cincuenta, en compañía de chiquillas
orientales (no intentes adivinar su edad: nunca acertarás) que se recogen sus
gaseosos vestidos de novia para no ensuciarlos por el suelo y atienden disciplinadamente
las órdenes de sus fotógrafos que les indican cómo tienen que dejar perdida la
mirada en el horizonte, cómo mirar a su distinguido novio que se sitúa altivo y
vestido de gala en algún lugar más elevado (un escalón, un poyo, un banco), sin
que en ninguna de esas instantáneas el fotógrafo consiga de sus modelos una
caricia, un beso, un trenzado de los dedos de las manos.
Va bordeando Ulises, en su ascenso, casas cuyo lujo
impagable son las vistas aéreas que tienen de la caldera y de las islas más cercanas,
algunas que casi se pueden tocar, las resultantes de la explosión, y se
detiene, porque un cordoncito barra su entrada pero permite al curioso muerto
de envidia meter la nariz y ver algo de la vivienda, en la casa del cónsul de
Francia y su pequeña pero exquisita piscina minimalista en el tejado de su
propia vivienda que se confunde con el lejano mar.
Cuando entra en una de las iglesias ortodoxas de
Fira y sale de ella, mira la hora que marca el reloj de su torre (aquí la
iglesia no puede estar en el punto más alto de la población, aunque lo intenta,
porque siempre habrá un punto más alto a medida que se asciende por el borde
del volcán): las 14 horas. Busca Ulises un restaurante con vistas, pero todos tienen,
así es que elige uno que, además, le proteja del viento que no cesa de soplar
con violencia y causa serios problemas a las mujeres que llevan faldas.
Descarta, por ese motivo, el restaurante Volkan (el viento es tan atroz en que
las patatas de los platos vuelan directamente al mar y los clientes tienen que
colocar las manos como paravientos para que las cigalas de sus platos no vayan
al lugar de dónde han salido), y elige otro cercano en donde pide una dorada al
horno acompañada de patatas, remolacha y berenjena, y regada por una cerveza
Alpha a un camarero sumamente amable que chapurrea algunas palabras en la
lengua de Cervantes.
Ulises es un humano de siestas, pero no cuando
viaja, así es que reanuda su periplo aéreo y ventoso Fira arriba, hasta que
sale del pueblo, en vez de bajar al hotel a disfrutar de su piscina, su terraza
y su cama, y entra en otro pueblo, Firostefani, más tranquilo, y acaba al final
en un tercero, Imerovigli, mucho más tranquilo aún, alineados los tres a ese
despeñadero natural del volcán. Las casas particulares, los apartamentos en
alquiler, los hoteles con encanto, las terrazas con vistas y sus
correspondientes piscinas, porque los que habitan a esas alturas difícilmente
van a optar por irse a bañar al mar, se alinean en esas laderas verticales de
forma caprichosa, comunicadas por estrechos corredores, hasta casi rozar el
abismo, e imponen al paseante el blanco cegador de sus paredes y muros recién
encalados. Son construcciones muy simples, todas ellas de una sola pieza
abovedada y alargada, cuyo tejado plano o ligeramente convexo permite su
utilización como terraza o pequeña piscina (antiguamente servían para almacenar
la escasa agua de lluvia caída), y suelen tener, en el exterior, un pequeño
estanque para refrescarse su inquilino.
Cuando Ulises ve una procesión de camiones cisterna
en una de las escasas plazoletas que permiten su entrada desde la carretera
principal que sube a Fira por la ladera interior, está casi convencido de que
trasportan gas para las viviendas, pero se equivoca: agua. Santorini es una
isla volcánica y seca que no tiene manantiales y el único sistema de abastecer
a las viviendas y a los establecimientos hoteleros es mediante camiones
cisterna que llegan a diario con agua del continente o de la planta desalinizadora.
En ese tercer
pueblo al que llega en su paseo, con el sol declinando y libre ya de novias
chinas con vestidos de tul que deben de estar en los camarotes de sus barcos
haciendo el amor a sus novios (Santorini invita a toda clase de efusiones
amorosas, viajes románticos o de reconciliación), tropieza Ulises con una
terraza con piscina de efecto óptico, cuya agua se funde con la del lejano mar
y parece que se vierta en él, y mirando esa agua plateada e hipnótica, fundida
con el mar también plateado e hipnótico, consigue convencer al dubitativo camarero
que le atiende de que le sirva una copa de vino blanco que el viento no arrastrará
a la piscina porque él va a estar sujetándola. En ese instante, copa en mano (en
realidad es un vaso culón porque el camarero no se atreve a salir con una copa
que el viento abatiría sobre la propia bandeja antes de llegar a mi mesa) con
caldo de la isla, el exquisito Vinsanto de esas cepas que se arrastran
literalmente por el suelo, solo en su particular y caro paraíso (ese vino
blanco le cuesta nueve euros, pero le parece un precio justo dado el enclave y
la voz de Sade que escucha), vista al frente sobre ese mar plata, que pronto es
color sanguina con la puesta del sol, Ulises se siente acompañado por una
multitud de dioses, Dyonisos, Poseidón, Helios y Eolo, y brinda con ellos por
la vida.
Amanece en el Dulce Papi y desde la pequeña terraza
de la habitación asiste Ulises al milagro diario del nuevo día. Se ducha,
desayuna rápido en una cafetería de la calle principal y alquila un coche, algo
imprescindible si se quiere conocer la isla. Oia en el extremo norte de la isla,
a 11 kilómetros de Fira, es su primer destino. No son buenas las carreteras de
la isla, con demasiadas curvas y un tránsito endemoniado, pero llega muy temprano
a la icónica población que figura en todas las guías turísticas como postal de presentación
de Santorini. Oia, como Fira, Firostefani e Imerovigli, se extiende a lo largo
de la ladera más septentrional de ese volcán que explotó. Una sucesión de
casitas primorosamente encaladas colgadas al borde del abismo punteadas por las
cúpulas añil de las iglesias y algunos viejos molinos habilitados como restaurantes
forman un exquisito paisaje urbano en armonía con la naturaleza. A las diez de
la mañana empiezan a llegar las novias chinas, sus maridos y sus fotógrafos,
pero Ulises ya ha completado su tour por la población, ha ido hasta la misma
punta para fotografiar a vista de águila el pequeño puerto pesquero de Ammoudi golpeado
por el oleaje y hasta se ha tomado un zumo de naranja natural en uno de los muchos
bares con vistas de Oia.
Tiene mono de baño Ulises, aunque es consciente de
que no va a encontrar sirenas en las aguas del Egeo, así es que baja con el coche
de la parte escarpada de la isla a la plana, en busca de una playa. Tiene dos
de arenas negras aceptables, la de Perissa y la de Kamari. Escoge esta última porque
le impresiona la sombra que imprime en el mar una gigantesca montaña que corta
el arenal oscuro y el balanceo suave del agua. Nada durante quince minutos por
ese Egeo relajante cuyas transparentes aguas le permiten ver fondos marinos y
peces y que tiene la temperatura exacta para que resulte estimulante. Se seca
al aire. Toma luego el coche para comer de modo informal en un chiringuito de
la playa. Y se amodorra al sol, como un lagarto.
Aún tiene tiempo de ir a la Playa Roja, una pequeña
bahía cuyas arenas toman ese color característico
de los impresionantes farallones de un rojo encendido que la delimitan y que
amenazan con derrumbarse. Tan roja es la arena de esa playa que tiñe el mar de
ese color y a Ulises, acostumbrado a las aguas cristalinas, no le tienta el baño.
La puesta de sol encuentra a nuestro viajero en la terraza de un bar de ambiente de Kamari,
rodeado de jóvenes de ambos sexos, adonde regresa agradecido por el baño de la
mañana, con un Virgin Mary (un Bloody Mary sin vodka) transitando suavemente por
la garganta y la vista perdida en la puesta de sol que tiñe de suave color violeta
la silueta piramidal de una isla lejana. La belleza de las cosas.
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