VIAJES / EL COLOSO DE RODAS
EL COLOSO DE RODAS
Ulises coge el metro. Es la mejor, rápida y barata
opción para llegar al aeropuerto de Venizelos sin sufrir los atascos y el
estrés de ver el contador del taxi avanzando. Ulises compra un billete de 10 euros en la estación de
Acrópolis, baja en Syntagma y allí toma un
convoy hacia el aeropuerto. Mientras el metro se mueve por los túneles
de la ciudad lo hace en compañía de una sirena. ¿O es una cariátide? La sirena
es tan bella como joven y va de pie mientras él la observa sentado. Redondeados
hombros al descubierto, torneados brazos, piel ligeramente tostada y tersa.
Luce una cabellera larga y oscura, que se ondula ligeramente en sus puntas.
Viste pantalones blancos ajustados que dejan al descubierto torneados tobillos.
Anuda un pañuelo vaporoso de vestir a la cintura. Esconde sus pies pequeños en
zapatillas deportivas con un ancla azul dibujada. Abraza su torso un body
ajustado negro que mantiene erguidos sus senos. Tiene los ojos muy grandes,
preciosos. La mirada luminosa. Los labios anchos, entreabiertos. Los pómulos
realzados. La nariz recta. Un ligero maquillaje realza esos grandes ojos. Quizá
ella, cariátide, no sepa que es tan bella. ¿O sí? La belleza de las cosas, de
los monumentos, de los paisajes, de los seres humanos que persigue Ulises en
ese viaje que es la vida. Ulises la observa durante todo el trayecto, se fija
en ese movimiento que hace para subir ese top que se baja demasiado y ha
permitido la visión de ese vientre plano y terso. Ulises lamenta no ser griego,
no ser realmente Ulises, no tener cuarenta años menos. A veces todo es tan
simple como coincidir o no en coordenadas espacio temporales. Así es que
observa esa sirena mientras pasan las paradas hasta que desciende justo en una
estación antes de que el convoy salga de los túneles y vaya por la superficie.
Y la pierde. Y la recupera y atrapa por medio de la literatura. Ya sólo quedan
los territorios de la ficción para cumplir sueños.
Ulises cruza
el Egeo a lomos de un Ícaro metálico con sirenas que llevan moño adosado sobre
el que colocan el gorrito de azafata. El vuelo a la isla del gigante dura
apenas una hora y el pájaro alada vuela sobre el mar Egeo tranquilo como una
balsa poco más de quinientos kilómetros. Cuando el pájaro aterriza, un taxista
le lleva por el precio de 25 euros al hotel Moscha de Rodas, en la parte
moderna de la ciudad que es como todas las poblaciones de costa, un sinfín de
tiendas, chiringuitos junto al mar, puerto deportivo con yates que ostentan un
lujo obsceno y tipos en atuendo playero que buscan saciarse de sol.
La genuina Rodas está dentro de su impresionante
muralla medieval de cinco kilómetros que cerca la ciudad desde la línea del mar
para protegerla con muros rotundos y fosos profundos de las incursiones de los
piratas y a la que se accede por un sinfín de impresionantes puertas, la de
Amboise, la de la Marina, San Antonio, San Juan, San Atanasio, de España y de
los Molinos. Rodas, la pequeña isla a un paso literal de Turquía, pasó por un
sinfín de manos y sus habitantes supieron adaptarse a sus dominadores y coger
de ellos lo mejor. De los atenienses a los espartanos, de estos a los
macedonios, luego vinieron los romanos, los sirios, que ahora arriban a sus
costas en precarias embarcaciones; después genoveses, venecianos, turcos,
alemanes, italianos, hasta que en 1948 formó parte de Grecia, y toda esa
amalgama cultural y étnica ha dejado su impronta en la isla y en sus
habitantes.
La parte antigua de la ciudad de Rodas, capital, la
intramuros, está tomada por los comerciantes y los turistas. Los muros nobles
de los palacios históricos resisten ahora el empuje imparable de un comercio
que sin duda beneficia a la economía de la isla. Es octubre, pero nadie lo
diría por la afluencia de invasores nórdicos, británicos, norteamericanos,
mexicanos y españoles. Los restaurantes se multiplican como esporas bajo la
sombrilla de las gigantescas higueras que sustituyen a los toldos. En uno de
ellos opta Ulises por reponerse con una ensalada griega en la que no falta el
inevitable queso feta y las sabrosas aceitunas negras, y un pez espada a la
brasa.
No es fácil pasear por calles atestadas de comercios
en donde se vende artesanía de gusto dudoso, helados, zumos de fruta, cerveza
en bota de vidrio, camisetas que no se sabe dónde se confeccionaron, jabones
aromáticos, aceitunas envasadas al vacío, paraguas en un lugar en donde nunca
llueve, objetos de cuero repujado, ajedreces: faltan las especias para ser un
perfecto bazar turco. Y de la dominación turca de cuatrocientos años, llevada a
cabo por Solimán el Magnífico en 1522, habla la mezquita del mismo nombre y
paredes rosáceas que está en lo alto de la capital, con su cúpula esférica de la
arquitectura religiosa ortodoxa, que hicieron suya los arquitectos otomanos, y
el espigado minarete, una réplica pequeña de Santa Sofía y todas las mezquitas
turcas, a pocos pasos del imponente castillo de la Orden de San Juan de
Jerusalén, los Caballeros de Rodas, a quien se debe también la impresionante
muralla.
Hay que perderse de esas arterias comerciales en
donde se encuentran plazas atestadas de cafeterías con vistas y un sinfín de
terrazas ocupadas por restaurantes panorámicos, para disfrutar del silencio de
la Rodas medieval; hay que meterse por estrechas callejuelas empedradas, por
las que sólo pasan las motos, para dejarse cautivar por las casas de color
añil, ocre, rosa, rodeadas de muros de los que sobresalen espigadas palmeras
mediterráneas, y admirar el recogimiento y la tranquilidad de cenobio de unos
cuantos hotelitos con encanto que ocupan edificios históricos, a los que solo
se puede llegar caminando y tirando de la maleta por calles empedradas con
pequeñas chinas que recuerdan Granada. Esa Rodas de callejas sobrevoladas por
contrafuertes góticos en forma de arco que unen casas con las paredes de las
murallas y en donde se abren modestos comercios cuyos dueños no aspiran a hacer
muchas ventas, porque nadie pasa por sus establecimientos, es la que le gusta a
Ulises, la que le satisface, por la que navega para conseguir un asiento de
reposo, un té aromático, un zumo refrescante de naranja.
Cuando cae la tarde y se levanta una agradable brisa
marina, Ulises busca, en vano, el Coloso de Rodas, esa gigantesca estatua metálica
del dios Helios por entre cuyas piernas pasaban los barcos y protegía su puerto
en el 305 antes de Cristo hasta que un terremoto redujo a quincalla en el 226,
quincalla que un comerciante judío compró para fundir utilizando novecientos
camellos para su transporte. El único coloso que veo, sobresaliendo por encima
de las murallas, visible desde casi todos los puntos de la ciudad medieval, es
el lujoso crucero de ocho plantas Mein Schiff, un hotel flotante que, a media
tarde, hace sonar su sirena para alertar a los despistados pasajeros abducidos
por las compras de ese bazar infinito que se hace a la mar.
La mar. El mar Egeo, por fin, cruzado en barco.
Ulises se sitúa en proa, en su extremo, para recibir en el rostro la brisa
marina, las gotas de agua del mar que levanta la quilla en un intento vano por
alborotar un mar manso, y ese sol de fuego que derrite las plumas de Ícaro
porque estamos en el reinado del sol Helios que sólo permite nubes 70 días al
año y ligeras aspersiones de agua mal llamada lluvia. Lindos está a 55 kilómetros
de Rodas y el navío invierte dos horas en llegar porque se detiene en la cala
de Anthony Quinn. Mucho hizo el
actor norteamericano capaz de interpretar cualquier papel (indio, mexicano, que
lo era, griego, rumano, Gauguin…) por las islas del Egeo a raíz de Zorba el griego, así es que esa hermosa
bahía de aguas transparentes y calmas recibe a Ulises en su seno que boga
despacio, dando vueltas a la embarcación, en busca de sirenas que sólo existen
en su mente. Nadar en octubre y en agua de una limpieza cristalina que permite
ver el fondo es un privilegio, piensa Ulises. De ahí esas avalanchas de
turistas.
Lindos es una acrópolis majestuosa en la cima de una
roca, como la de Atenas, rodeada de una muralla medieval desde donde se domina
la población y la cerrada bahía. Los dioses siempre estuvieron cerca del cielo.
La población participó en la guerra de Troya, según Homero. Subir desde el puerto, en donde atraca el barco, junto a un
arenal lleno a rebosar de pieles blancas, es ligeramente fatigoso, pero las
vistas sobre las caletas, montañas y ese mar azul que se tiene desde la cima
justifican el esfuerzo de los que no suben a lomos de burro conducidos por los
arrieros. De la muralla medieval hay sólidos vestigios; del templo griego,
columnas sueltas con las que la imaginación reconstruye la grandiosidad del
recinto.
Seguimos con Anthony
Quinn tan vinculado, por sus películas, a Grecia. El actor mexicano rodó en
Lindos la superproducción de J. Lee
Thompson Los cañones del Navarone,
una fábula belicista que ha aguantado muy mal el paso de los años. No todos los
artesanos de Hollywood eran capaces de hacer buenas películas que aguantaran el
paso del tiempo como Robert Aldrich.
Abajo, a vista de pájaro, está la población blanca
que podría ser de Túnez o de Andalucía, y lamenta Ulises no disponer de alas
emplumadas como Ícaro para bajar y tener que hacerlo por empinadas y pedregosas
sendas. Un entramado de calles torcidas conforma esa medina árabe de Lindos por
donde el tráfico de burros sustituye al de las motos. En una oficina bancaria,
desfondada por la última crisis, han habilitado el parking para esos animales:
una cincuentena de esos inteligentes y abnegados jumentos esperan que cómodos
turistas los alquilen para subir por las cuestas hasta la Acrópolis. Hay
tiendas de toda clase, establecimientos de zumos, pizzerías, cervecerías,
tiendas de artesanía en esa pequeña población blanca en la que desembarcan barcos
cargados de turistas que son el maná de Grecia. Ulises bebe dos vasos de zumo,
callejea algo aturdido por la medina árabe (advierte que los tenderos escuchan
música turca que les llega de 18 kilómetros al sur, los que separan la isla del
país otomano) quiere perderse, sin conseguirlo, y regresa al muelle en donde le
espera su embarcación a la que sube no sin antes refrescarse por las agradables
aguas del Egeo.
A media tarde se encuentra en Rodas, hambriento, y
callejea por su casco histórico, por calles que ya descubriera el día anterior,
y por nuevas que descubre aventurando otro rumbo. Comparada con la ebullición
humana de ayer, hoy la capital de la isla languidece y los comerciantes se
toman con estoicismo la escasa afluencia de turistas que tiene una sencilla
explicación: los colosales paquebotes varados en su puerto han levantado ancla.
Mejor para él, se dice, aunque se compadece por la ausencia de ventas de esos
comerciantes que, al contrario de sus vecinos turcos, son amables y discretos y
no te maldicen si entras en su tienda y sales sin comprar nada.
En la cúspide de la ciudad, a la que,
inexplicablemente no había llegado el día anterior el viajero, descubre la Torre
del Reloj. Para visitarla y subir a ella, para disfrutar de las mejores vistas
de la ciudad, hay que pagar cinco euros de entrada, pero ello te da derecho a
saborear una cerveza a la hora del crepúsculo en el agradable chillout que hay a sus pies, así es que
Ulises sube por una estrecha y empinada escalera de madera por el interior de
la torre hasta casi su cima, porque ésta está cerrada por una cúpula, y mira
por las ventanillas la mezquita de Sulimán el Magnífico, que casi puede tocar;
el puerto lejano en donde permanece amarrado el último paquebote de turistas
invasores y el castillo de los Caballeros de la Orden de San Juan, los
Caballeros de Rodas.
De regreso al hotel, Ulises constata otro punto a
favor de los griegos y de los habitantes de Rodas en particular: su devoción
por los gatos. Hay miles de gatos por todas partes a los que se les da de comer
y se les cuida tanto que hasta hay cuestaciones pro hospital de esos pequeños
felinos domésticos. Miles de gatos que se pasean por las calles, el interior de
cafeterías y tiendas y no tienen que huir de los perros, porque no los hay.
El palacio del Gran Maestre de los Caballeros de
Rodas es, sin lugar a dudas, la construcción más impresionante de la ciudad y
sorprende al viajero por su perfecta reconstrucción. El palacio, que domina
desde lo alto la ciudad, viene a ser una continuación de la doble muralla con
sus correspondientes fosos que hacía poco menos que inexpugnable esta plaza
cristiana a un paso del territorio musulmán. Los Caballeros de Rodas alzaron
esa impresionante construcción militar entre 1309 y 1522 en el antiguo
emplazamiento del templo del dios Helios. En los cuatrocientos años de
ocupación turca, que dejaron una importantísima impronta en la ciudad y no
menos de seis mezquitas visibles, de las que sólo una está abierta al culto,
los otomanos, fieles a su tradición, convirtieron la iglesia del recinto en un
polvorín que saltó por los aires y redujo a escombros la construcción. Cuando
los italianos conquistaron la plaza en 1912, lo restauraron de arriba abajo en
estilo neomedieval y lo convirtieron en
residencia de Víctor Manuel III de Saboya y por allí anduvo también Benito
Mussolini, aunque mejor no nombrarlo. Se pregunta Ulises cómo se mantuvo tan
intacta la fortificación tras el asedio otomano, cómo no hicieron impacto en
ella sus obuses y, también, cómo estos
lograron flanquear el doble perímetro amurallado y los profundos fosos que protegían
la ciudadela desde la misma línea del mar.
En el enorme patio de armas se alinean en formación
perfecta, cada una bajo su correspondiente arco gótico, esculturas helenísticas
y romanas de próceres anónimos que fueron rescatadas de las ruinas del templo
de Helios sobre el que se asienta el palacio. Una escalinata enorme, tallada en
piedra y de dos tramos, sube por el exterior de la plaza de armas a las dos
plantas del castillo palacio, pero está tapiada. Mientras pasea por las salas,
tras subir por una escalinata imperial que de la planta baja va a la tercera
directamente, repara en algo muy lógico teniendo en cuenta el clima benigno de
la isla: las chimeneas están todas selladas. Los salones de ese palacio
castillo con dos impresionantes torres cilíndricas almenadas que guardan la
entrada principal y una cuadrangular en uno de sus laterales, tienen empaque
regio, por sus dimensiones, el artesonado de madera oscura del alto techo y los
enormes ventanales, pero llama la
atención su austeridad. Enormes candelabros, algunos con forma antropomórfica
(asexuados ángeles, más femeninos que masculinos), y arañas que cuelgan del
techo alumbraban las noches. En vez de alfombras, en el suelo se conservan
exquisitos mosaicos de la época romana con gladiadores luchando contra fieras,
figuras de animales (leopardos y peces) y el inevitable Helios, el dios sol que
sigue reinando sobre los cielos de Rodas, todos traídos de la isla de Kos.
Un ilustre almirante del Reino Unido, cuando los
almirantes y generales se la jugaban al lado de sus marinos y soldados, Horatio
Nelson, cuya vida daría, sin duda, para unos cuantos libros de aventuras (le
fue mal siempre contra España: en Canarias perdió un brazo; en Trafalgar, la
vida) pasó por la transitada isla de Rodas, y por ello el palacio castillo de
los Caballeros de Rodas ha habilitado unas cuantas salas en su recuerdo con
cartas marinas, sextantes, reproducciones de los barcos que comandaba y la capa
roja, el sable y las charreteras que solía ponerse. Murió con dignidad, dicen,
como si ello fuera posible, ganando una batalla después de muerto y sus últimas
palabras fueron estas: Beber, beber. Frotar, frotar. Abanico, abanico. Algún
significado tendrían.
Todo lugar tiene su joya de la corona, aunque no sea
genuina sino impostada, y el del palacio castillo de los Caballeros de Rodas
es, sin duda, la escultura del Laooconte, el sacerdote de Troya al que los
dioses enviaron serpientes para matarlo, a él y a sus hijos, y así no alertara
del famoso caballo. Cuentan que el
desconfiado sacerdote dijo a los suyos: Desconfío de los griegos, incluso
cuando traen regalos. La diosa Atenea le envió dos serpientes, Caribea y Porce,
para acallarlo. Pasa el tiempo sin que advierta su discurrir admirando esa réplica
(el original, obra de Agesandro, Polidoro de Rodas y Atenodoro está en los Museos
Vaticanos) llena de movimiento y en la que la torsión de los tres cuerpos, el
del padre y sus hijos, magnifican la angustia ante la muerte y la rabia ante el
silencio. ¿Qué podemos hacer los humanos ante el designio de los dioses?
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