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DE CÓMO MI
FANTASMA PRESENTÓ
EL MAL ABSOLUTO
EN BADAJOZ,
o mi vida en la T4
Llego a la T4, a las dos del mediodía, con la intención de tomar un enlace a Badajoz y llegar allí a las 5 para presentar, en el marco de la Feria del Libro, EL MAL ABSOLUTO a las 8 de la tarde, ignorando que me voy a convertir en un prisionero de la T4 durante cinco horas de interminable espera que podrían haber sido muchas más. Camino por sus pasillos interminables, arrastrando mi troller y el ordenador portátil y me pregunto porqué no instalan un bicing en el mega aeropuerto, un sistema de bicis de alquiler, a imagen y semejanza del que existe en ciudades como Barcelona o Sevilla, para trasladarse con celeridad a las lejanísimas puertas de embarque ─ la mía, la K, está en el extremo ─. Primera idea de las muchas que se me van a ir ocurriendo, porque otra cosa no tendré, pero tiempo me va a sobrar.
Cuando un avión se empieza a retrasar, malo. Mi vuelo a Badajoz, según los minúsculos paneles informativos que hay cada medio kilómetro ─ ¿por qué no los hacen un poco más grandes, un poco más visibles, y un poco menos distantes uno de otro, que espacio tienen, caramba? ─ sufre un retraso de media hora, pero a los quince minutos, cuando vislumbro otro panel, el retraso es de 45 minutos, y así, subiendo hasta la indefinición, mientras me acerco a la puerta de embarque, la última de la última del faraónico aeropuerto ─ la K98, con resonancias montañeras: más allá, la nada─, en donde una enigmática empleada contiene con cara de palo las idas y venidas de los impacientes pasajeros. Empiezo a temer, no sé por qué, que no voy a llegar a esa presentación. Me acerco a la señorita.
─¿Tenemos para mucho tiempo?
─El avión está allí ─ y señala con el dedo un destartalado focker, con la puerta abierta y aspecto de haber sido abandonado a su suerte en el aeropuerto desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
─Entonces, ¿saldremos pronto?
─Sí, no creo que tardemos porque somos muy pocos.
Ah, ¡maldición! Ahí estaba el quid de la cuestión, que éramos muy pocos, que el avión no se llenaba. Y empieza el teatro, o el sainete. En la pantalla, el atraso se dilata, al final ya no hay hora prevista sino un interrogante y el parpadeo de la palabra RETRASADO que parece una bomba que nos vaya a estallar a todos. Los pasajeros se acercan impacientes al mostrador. Ha pasado media hora desde la hora prevista para que ese pajarraco despegue. La empleada de Iberia ladea la cabeza, hace gestos de pesimismo, finalmente susurra.
─Me parece que esto tiene mala pinta. No quiero ser pesimista…
Sí, pero lo es. Finalmente, después de unas cuantas llamadas, anuncian que nuestro vuelo se ha cancelado por avería. ¿Avería? Habrase visto cinismo. La horda enfurecida de pasajeros se dirige al mostrador de Iberia a cambiar el billete del vuelo cancelado por el del posterior y a llenar las hojas de reclamaciones que, tal como lleguen, irán a la papelera. Yo me empiezo a temer que mi presencia en Badajoz, cuando se presente el libro a las 8, va a ser virtual, ante una silla vacía. Me cambian el billete para otro vuelo, que, mira por donde, sale, teóricamente, dentro de quince minutos. Aún puedo llegar, me digo, con la ilusión de un niño pequeño. Pero cuando consulto la puerta en el mini panel de salidas, vuelta a empezar, como una broma de mal gusto: el vuelo aparece como retrasado, se insinúa que quizá despegue a las 19,55 ─ la hora en que debería empezar a hablar de mi libro ante mi auditorio ─ y ni siquiera aparece la puerta. Ventajas de privatizarlo todo, de que por encima del servicio público esté el rendimiento. No sé si se han dado cuenta que desde que Iberia se privatizó fue muchísimo peor, y lo siento por los apóstoles del liberalismo que dicen que todo funciona mejor cuando es negocio. El día que privaticen la Sanidad, todos al cementerio.
Muerto de asco, de aburrimiento, sin ganas de leer, y eso que tengo en la maleta la estupenda novela de mi amigo Julio Murillo EL AGUA Y LA TIERRA, uno come para matar el tiempo y matarse un poco a si mismo. La oferta gastronómica en la T4 es tan extensa como parca la posibilidad de extraer dinero de la cuenta corriente en un cajero automático ─ uno, sí, como lo oyen, uno en los diez kilómetros de esa tierra de nadie por donde deambulan pasajeros perdidos, y con el agravante de que en ningún bar aceptan Visa ─, y hay de todo realmente, todo…caro, empezando por los bocatas que se venden con una banderilla clavada en el pan: “Sólo 6 euros”. ¡Cómo que sólo 6 euros un tristísimo bocadillo! Claro que es de ibérico, aunque no muy bueno, después de una revisión ocular de uno que es experto y sólo come el fino jamón de la Sierra de Aracena. Finalmente opto por uno de queso, malo, y otro de tortilla de patatas ─ yo las hago mucho mejor ─, seco, más una cerveza: 12 euros. Como por aburrimiento, cómo me conecto con mi portátil a Internet, por la misma razón, y pago 7 euros por una conexión de 1 hora al operador de Aena que se enriquece con el hastío de esos pasajeros dejados en el limbo del olvido.
Los atentados contra la lógica son los que más me soliviantan. Tanto control, tanto quitarse los zapatos, los cinturones, abrir el ordenador, etcétera, ante los arcos de seguridad del aeropuerto, y luego, en las tiendas, vendiendo a precios astronómicos, eso sí, botellas de Ribera del Duero que pueden ser armas letales para secuestrar un avión. ¿Cómo mató mi nínfula al desprevenido Mike Demon en LLUVIA DE NÍQUEL? Tan mortal como un cuchillo, o un cutter, el gañote roto de una botella puede degollar a quien se tercie en un avión. Te lo decomisan, imagino que para bebérselo, antes de los arcos detectores, pero en cambio lo puedes adquirir tan campante en cualquier tienda del macro aeropuerto. Claro que también puede ser letal el bolígrafo que llevo en la chaqueta, para firmar ejemplares de EL MAL ABSOLUTO, si actuara como Joe Pesci, que da más miedo porque es casi enano y debiera dar risa. Aunque ni siquiera hace falta una botella rota ni un bolígrafo para hacerse con un avión: metan en él a mi amigo David Panadero y que le dé un ataque de pánico en pleno vuelo y veremos qué pasa. Mucho David Panadero que, aunque es persona afable, nunca se sabe, y mejor que estemos todos lejos de él si le coge un cabreo.
Me da tiempo de todo, de reflexionar sobre lo divino y lo humano, de sentir piedad por los enganchados a la nicotina, por ejemplo. Los fumadores de la T4, enjaulados en esas cajas de cristal, tienen mucho de cuadro de Hooper. Silenciosos, a solas con sus cigarrillos, saborean la condena de su vicio en esa cárcel transparente que los deja a merced de todo el mundo con su nefando pecado del tabaco. Míralos, los pervertidos, todos juntitos. ¿Cuándo los meteremos en Guantánamo después de tantos siglos de permisividad? Lo absurdo de la medida, el de recluir a esos viciosos irredentos, viene cuando uno descubre que la jaula no tiene techo, que sus puertas permanecen abiertas y el pernicioso humo se expande por el aeropuerto. Sentado, o tumbado, porque ya no sé qué posición tomar para paliar la insoportable espera, observo a un caballero de edad provecta, más o menos como la mía, que saborea una pipa, y me llega, inconfundible, al aroma achocolatado del tabaco que consume en su cazoleta. Mi propuesta a la T4 con respecto a la fumadores: que permanezcan bien cerrados, tapiados por arriba y por los lados, con puertas de cierre hermético, y que se ahoguen en sus humos, eso sí, manteniendo la transparencia de sus paredes, para que los demás, los que no fumamos, podamos contemplar su agonía entre humos.
Lo más vivo de esa catedral tumbada de cristal y hierro en donde miles de personas permanecemos encerradas con nuestras neuras y nuestras desdichas ─ puede que las mías sobrepasen a las de la media, se lo digo muy en serio, porque mi vida se ha convertido en una novela con final incierto desde que me ha dado por literaturalizar mi existencia ─ son unos pajaritos invisibles que uno escucha, pero no ve, y que deben anidar en los altos e inabarcables techos del aeropuerto, una especie aviar que se debe de haber adaptado al hábitat, tras haber entrado en él por casualidad, y ha criado y se alimenta con las migas de los bocadillos de siete euros que dejan los pasajeros comedores compulsivos que matan su aburrimiento con un juego de mandíbulas.
Uno se encuentra encerrado en esa caja de cristal en la que empiezo a temer que vaya a residir en mis próximos días si ese maldito vuelo a Badajoz no sale como Tom Hanks, un actor al que no soporto, en una película de Steven Spielberg, que recreaba un caso real. Desesperado busco la droga del azúcar, acordándome de mi amiga Vero, fumadora de Guantánamo a quien dediqué EL MAL ABSLUTO, por cierto, y el premonitorio relato FUMADORES CLANDESTINOS. Hay una tienda notable, de delicatessem, con precios de altura, en donde venden todo lo que esas monjitas de clausura, que renuncian al sexo, fabrican en el silencio de claustros anclados en el pretérito para que sucumbamos al placer de la glucosa y nuestro tránsito por la vida sea tan dulce como breve. Pastelitos de almendra, polvorones, tortitas de Santa Inés, yemas de Santa Teresa, todo muy santo y muy dulce, muy letal. Estoy por comprarme una cajita de yemas y suicidarme junto a los fumadores de Guantánamo, pero el precio y el que, en una de las minipantallas, de pronto hayan cambiado la hora de mi nuevo vuelo y me indiquen que están embarcando, me hace dar media vuelta y salir de estampida hacia una de las puertas K, la más extrema.
El focker es tan pequeño que no cabe el equipaje de mano. Es como un minibús con alas. ¿Volará? Mientras, con mi móvil, envío mensajes desesperados a mi editor, Miguel Ángel Matellanes, para que entretenga a la audiencia por si llego a tiempo. Quizá llegue a la carpa de presentaciones de la Feria del Libro de Badajoz a las 8 y media, me digo con optimismo, y mi irrupción con maleta y ordenador incremente las ventas del libro. Pues no. Con ese focker, que no supera la velocidad de un coche, es misión imposible. Al menos, las azafatas ─ y que me perdone la vice María Teresa Fernández de la Vega, que últimamente se horroriza por cualquier cosa, como con el polígamo ese que se hizo una foto con ella y a lo peor quería sumarla a su harén─, son guapas, jóvenes y simpáticas, que para esos trances, cuando levitamos apartados del seguro suelo, como cuando levitamos entre la vida y la muerte en los hospitales, mejor tener ángeles aleteando a nuestro alrededor que demonios. A trancas y barrancas el focker se alza, con un ruido infernal, y planea como un insecto sobre la T4, perdiéndola de vista, por fin, después de seis horas de exilio forzoso en ella. Cuando el aeroplano se mete entre nubes tengo la sensación de que, en cualquier momento, saldrá de entre ellas el Barón Rojo y nos ametrallará.
En el focker de la Segunda Guerra Mundial solicito, a la desprevenida azafata, el ABC. Siempre conviene estar enterado de lo que piensa el enemigo. Leo un artículo de Carrascal que, sin corbata de colores, no es lo mismo, y que acerca el mechero, como últimamente todo el mundo, al ninot de Rajoy. Pero me concentro en una noticia que ni Philip K. Dick hubiera ideado en sus años más luminosos, cuando los androides soñaban con ovejas mecánicas ─ o era al revés ─, sobre el proyecto del Pentágono de implantar sensores y micro cámaras a unos coleópteros convenientemente entrenados para que hagan de espías, y juro que lo leí y no lo imaginé. Me parece una idea brillante e imaginativa. Cuando veamos un bicho de esas características volar alrededor de nosotros es que somos importantes para la CIA. A partir de ahora ojo avizor con los insectos, que si ya antes nos producían mucha desconfianza e incomprensión, más ahora equipados con esos sofisticados artilugios. Podremos hacerlos prisioneros, habilitar una caja para ellos, solicitar un rescate o ejecutarlos. El tema puede ser muy literario.
Cuando cojo un taxi, en Badajoz, son las 9. ¡Qué bien! Mi yo virtual debe de estar cerrando la presentación y firmando ejemplares de EL MAL ABSOLUTO. Soy el autor invisible. ¡Qué maravilla volar con Iberia, me digo! mientras un taxista me lleva al NH Gran Casino que, en efecto, es un Gran Casino, y consigo llamar a Consuelo Rodríguez, la concejala de cultura, y a Miguel Ángel Matellanes, mi editor, que se ha hecho pasar por mí en la presentación del libro y lo ha defendido con tesón.
Maravilloso NH, me digo, aunque la planta baja sea horrenda, pero la habitación es de película. Pero hay una pega, voy a disfrutarla escasamente seis horas, porque mi vuelo de regreso sale a las ¡¡¡¡7 y media!!!! Me ducho, me afeito, me envuelvo en un albornoz, me como una bolsa de chips, me bebo una cerveza, como tengo hambre y mañana no voy a tener tiempo de saborear el maravilloso desayuno, me como una bolsa de frutos secos, me bebo una Fanta, miro el plasma, me tumbo en la cama y, cuando estoy a punto de caer en beatífico sueño, me llama mi editor para decirme que me esperan en la planta 3 para cenar.
No está el afable Manuel Celdrán, el buen alcalde conservador de la ciudad, pero sí Consuelo Rodríguez, Miguel Ángel, miembros del jurado como Manuel Pecellín y el exitoso escritor Javier Sierra que está lanzado a la conquista del Imperio con sus novelas y con quien, por cierto, estuve codo a codo firmando en Maite Libros de Barcelona durante el Sant Jordi.
La cena es opípara, hasta en exceso. Entre bocadillito de hamburguesa, tostas de queso de cabra y secreto troceado con patatas al horno ─ así tampoco se podría desayunar al día siguiente, me digo ─ mi vecino de mesa y miembro del jurado, Manuel Pecellín, que ha sido quién ha presentado de EL MAL ABSOLUTO, me habla de la maldad de los nazis, de la complicidad de la nación alemana en el Holocausto, y yo le espeto como cientos de romanos, con entusiasmo, ya se han lazando a un progrom contra los gitanos rumanos, quemando cinco campamentos, para luego escuchar divertidas anécdotas de su periplo como profesor de un instituto de la villa.
─A una chica que mejoró el Cógito, ergo sum por Coitus, ergo sum, le puse un diez.
─Un muchacho me puso un ejemplo de verbo defectivo muy curioso: cojear.
─Un grupo de extrema izquierda, minoritario, se extrañó de haber derrotado al sacrosanto PCE en las elecciones municipales que siempre ganaba el partido por antonomasia en un pueblecito de Badajoz. Cuando se preguntó a algunos de los electores la razón de su voto a esa formación, tan extrema como desconocida que tenía tantos militantes como dedos mi mano, la respuesta estuvo llena de sabiduría: por las herramientas. Claro, la hoz y el martillo.
Una Consuelo Rodríguez llorosa, mientras le dedico EL MAL ABSOLUTO, me confiesa que para ella va a ser muy duro leerlo y seguro que se va a saltar algunas páginas de mi novela. Mujer, no es para tanto. Mientras, Javier Sierra se deshace en alabanzas acerca del imperio y habla del patriotismo del pueblo norteamericano y de que la Hacienda yanqui es la hostia de seria, no como la de aquí. Y nadie habla de María San Gil, de la espantá popular, y me quedo sin saber si mis agradables contertulios de mesa son marianistas o pertenecen a las esencias aznaristas del partido. Otra vez será, que como jurado nos iremos viendo años, o eso espero.
La velada se levanta tras los helados de tres colores, los cafés y los licores de hierbas. Dedico un MAL ABSOLUTO a Javier Sierra, a un colega poeta, a un criador humanitario de pollos y pavos que se los come pero no los mata ─ aunque dice que no hay animal más estúpido que el pollo: será para comérselo sin mala conciencia después de que su sicario lo haya asesinado ─, y tras escuchar que el secreto es originario de Badajoz, como la sopa de ajo, como las migas de pastor. No sé qué diría un andaluz a todo eso.
Puede que sea por las hierbas, pero a altas horas de la noche, con la mesa ya vacía y los camareros con cara de muertos de sueño y con ganas de enviarnos de un escobazo a nuestra suite, Miguel Ángel Matellanes, no sé si porque soy de Salamanca, me propone escribir una Catedral del Mar ─ para eso tendré que buscar escritores que me la escriban ─ ambientada en Madrid, sobre la construcción del barrio de Salamanca. Quizá para echarnos, seguro, un camarero nos da dos invitaciones para que nos vayamos a tomar una copa, eufemismo de jugar, al casino. Y nos levantamos, pero no nos vamos al casino, que ya sabemos los dos lo que le sucedió al pobre de Mike Demon en LLUVIA DE NÍQUEL, sino que desfilamos hacia nuestras habitaciones. Pido a recepción que me despierten a las 6 y media y me tengan en la puerta del hotel un taxi. Y duermo en una cama en donde pueden dormir ocho.

Comentarios

Paco Gómez Escribano ha dicho que…
Bueno, José Luis, no siempre salen las cosas como uno planea, sobretodo cuando tienes que volar. Y si ya tienes que volar y conectar con otro vuelo a tal hora, las posibilidades de que tus planes fracasen se incrementan.
Pero mira el lado bueno: la increíble e inesperada colección de experiencias que te has llevado. Esos paseos por la T4 viendo a los de Guantánamo (entre los que me cuento), esos momentos de soledad en el bar qe son los momentos en que uno se queda solo consigo mismo y puede reflexionar, esas visiones de azafatas y de desconocidos con destinos inciertos, en fin, todas esas cosas que te han servido, entre otras cosas, para escribir este artículo que te ha quedado fetén y que yo he disfrutado leyendo. Enhorabuena y suerte con tu libro. A ver si me hago con él. Un abrazo.
Anónimo ha dicho que…
Está bien esto de los blogs de escritores. Así, con sólo ver la manera en que se expresa el escritor, ya sabe uno si le van a interesar o no sus libros.

Un dinerillo que me he ahorrado.
Marta Sepúlveda Góngora ha dicho que…
Hola José Luis
Vine a visitarte por recomendaciòn de Ricardo Bada, tremendo lugar el tuyo, me gustó mucho, felicidades, te espero en mi blog alguna vez
El Deme ha dicho que…
Desde luego es durilla la vida de la presentación de libros, sí, pero leyéndote ha sido como leer un capítulo de "Las aventuras del escritor que no llegó a tiempo de escribir su novela y se la escribió otro", bueno José Luis, por lo menos te tomaste unos chupitos con los amigos y eso siempre es agradable, sea donde sea.

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