EL ESCRITOR

Julio Cortázar
A 25 años de la muerte de Julio Cortázar se me ocurren una serie de consideraciones acerca de mi escritor argentino favorito, el antónimo del cerebral y casi matemático Borges, aunque ambos se movían por el territorio de la fantasía.
Creo que Cortázar fue uno de los responsables de que yo escribiera, o jugara con las palabras, porque escribir ya había escrito antes de conocerlo literariamente hablando. Me llovieron sus libros por un amigo de facultad, un cronopio, sin duda, que sólo leía a Cortázar. Léelo y no te arrepentirás, me dijo, mientras me pasaba Historia de cronopios y famas.
En aquellos tiempos no se estudiaba mucho, ósea que tuve tiempo de leer el libro, y convertirme ipso facto en cortazariano. Rebusqué en la biblioteca de mi padre, otro de los grandes culpables de que yo escriba, y allí encontré, oh sorpresa, Rayuela, en Edición Sudamericana. Me encantó, me fascinó. Cortázar jugaba con las palabras, hacía magia con ellas, era como un niño con sus juguetes. Y su físico era extraño. Empecé a estudiarlo al mismo tiempo que lo leía. ¿Por qué no envejecía nunca? ¿Se han fijado que siempre tuvo aspecto de niño?
En el bar de la facultad, entre huelga y huelga, en ese interludio que mediaba entre la manifestación de la mañana y la de la tarde-era Mayo 69, el 68 español con maoistas, trotskistas y anarquistas poniendo la universidad patas arriba-, devoraba El perseguidor en todo su ambiente, es decir, con el local atestado de estudiantes tumultuosos, la mesa pegajosa de cerveza derramada y una atmósfera infernal de humo de cigarrillo que, entonces, era una droga legal y estaba muy bien considerada por docentes y discentes. En mi época universitaria todos nos sentíamos un poco cronopios para sobrevivir a la España en blanco y negro y NO-DO del franquismo que era un mal sueño del que a toda costa queríamos despertar. Cortázar era un gigante, pero con cara de niño, cejijunto, como Frida Khalo, a veces con barba, otras con gafas y un cigarrillo entre los labios siempre humeante. Me di cuenta, a medida que lo leía, que no había crecido por dentro y por eso tenía ese aire infantil, de ahí ese aspecto jovial, hasta en el pelo, cuando tenía casi ochenta años. ¿Con quién pactó?
En esa época yo era un escritor compulsivo, amante de la escritura automática, además de perro verde. Escribía en todo papel que se me pusiera por delante, fuera servilleta de bar, papel higiénico o margen de periódico. Escribía con una letra pequeña y prieta, indescifrable hasta para mí mismo, extraños relatos, algunos de los cuales recuperé.
Me fascinaban los cuentos de Cortázar, muchos de ellos de género negro, aunque no hubiera asesinos ni nada parecido en sus páginas: por el ambiente. Saxos, humo de cigarrillos, vasos de whisky, cantantes, boxeadores, tugurios oscuros... Charlie Parker. Era un forofo del jazz. De hecho hay muchas fotos en las que toca el saxo, maravilloso instrumento, y su literatura está llena de anotaciones musicales. Como también era un gran entendido de boxeo, ese ballet viril que tan buenos rendimientos ha dado en literatura y en cine. Pero también era músico de palabras, hacía juegos malabares con ellas, en sus manos eran fieras amansadas que dirigía hacia cualquier parte. Había que estar muy atento en sus relatos, que eran siempre amenos, imaginativos y cargados de un humor muy especial, único, porque saltaba de un personaje a otro sin que se diera uno cuenta. Había siempre juego, desafío, en su prosa llena de guiños que había que paladear con lentitud. Nadie como él para, en un quiebro preciso, trasladarte de la realidad más cotidiana a la más absoluta fantasía, para hacerte dudar del plano real. Leías un relato y te hacías la pregunta si tus sueños eran realmente tu vida y tu monótona vida diaria, una pesadilla. El sumidero de un lavabo era un agujero inquietante. Un motorista que se estrellaba en una carretera era un azteca sacrificado en la cima de una pirámide, o viceversa. El rostro del asesino quedaba impreso en la pupila de su víctima. Un atasco duraba semanas, meses, y los automovilistas se tornaban locos. Cortázar convertía en literatura las obsesiones cotidianas, nos hacía ver el absurdo de la realidad. Rayuela, como su nombre indicaba, era un juego divertidísimo, que se podía leer de cualquier manera, a saltos, lo que luego se intentó con los libros interactivos que tuvieron un éxito efímero. Tenía su prosa una cualidad envolvente, mágica. Era capaz, por desafiarse a sí mismo, de escribir el párrafo más erótico mediante elipses precisas que el lector completaba con excitación. Y era muy argentino, a pesar de haber residido casi toda su vida en Francia, profundamente argentino en su habla, su cultura.
Me gustan todos sus libros, Queremos tanto a Glenda, todos, y creo que los he leído sin que me dejara ninguno olvidado, con lo que espero con ansía esa última entrega póstuma que han exhumado de sus cajones sus albaceas testamentarios y estará dentro de poco al alcance de sus lectores.
Los cajones de Julio son cinco y no se podían ni abrir de atestados que estaban. A duras penas lograron hacerlo, el 23 de diciembre de 2006, Aurora Bernárdez, viuda, albacea y heredera universal del autor argentino de 86 años, y Carles Álvarez, estudioso y loco cortazariano encantado con esa sorpresa.
Pero hay un libro a cuatro manos que me pareció encantador, de los últimos, el que escribió con Carol Dunlop, ilustrado con fotos anodinas de roulottes, areas de descanso, señales de tráfico y carreteras, que tituló LOS AUTONAUTAS DE LA COSMOPISTA, un libro de amor absoluto, del que recojo una cita que utilicé en mi recopilación de relatos VIAJEROS DE SÍ MISMOS.
"A ella le debo, como le debo lo mejor de mis últimos años, terminar solo este relato.´Bien sé, Osita, que habrías hecho lo mismo si me hubiera tocado precederte en la partida, y que tu mano escribe, junto con la mía, estas últimas palabras en las que el dolor no es, no será nunca más fuerte que la vida que me enseñaste a vivir como acaso hemos llegado a mostrarlo en esta aventura que toca aquí a su término pero que sigue, sigue en nuestro dragón, sigue para siempre en nuestra autopista".
Creo que ése, y no se lo pierdan si lo atrapan, es la más conmovedora historia de amor que se haya escrito.

Carol Dunlop precedió a Julio Cortázar en su último viaje.


JOSÉ LUIS MUÑOZ

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
No puede ser si no un extraordinario escritor sin haber leido a Julio Cortázar. A tantos años, su legado es contemporáneo y fresco. Divertido, sí, pero no en el exceso para distraer a quien le lee de su verdedero propósito.
Sin duda José Luis Muñoz aprenió en su momento de este ejemplo y los aprovechó al máximo.
Resspetuosamente Anónimo de México
José Luis Muñoz ha dicho que…
Pues si alguien me pregunta por un referente literario mi respuesta automática siempre es la misma: Cortázar. Hay escritores buenos, pero Cortázar, además de ser bueno, producia un extraño incentivo a, una vez leído su relato, coger papel y pluma y escribir.
Gracias

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