EL RELATO
TEMBLOR
© José Luis Muñoz
El primer temblor apareció hace un año. Parecía una cosa sin importancia: una cucharada llena de sopa que se desbordaba antes de llegar a la boca y caía sobre el plato. Fue un incidente pasajero. Pero cuando se repitió a la semana siguiente, aquel acto nimio comenzó a inquietarme. La derecha. La mano derecha. La observé, apoyando el codo sobre la mesa. Moví el antebrazo, subiéndolo y bajándolo, y fijé los ojos en mi mano. No vi nada extraño. Extendí entonces el brazo y entonces vi como temblaba, un ligero estremecimiento. Pero seguí sin darle importancia.
El temblor de mi mano derecha creció y se hizo más evidente en las semanas siguientes. La cucharilla que removía el café chocaba contra las paredes de la taza. Vigilé mis dedos. No se movieron, en un principio, pero luego sí lo hicieron, como afectados por una descarga eléctrica.
Creí que todo aquello eran aprensiones mías, o cosas de la edad. A los cincuenta años el cuerpo cambiaba, el corazón no latía con la misma intensidad, los pulmones no atesoraban la misma cantidad de aire y las articulaciones comenzaban a indicarme que existían por medio de punzantes pinchazos. Lo asumía. Pero el temblor era otra cosa.
Me había prejubilado de un honroso trabajo en un banco de provincias. Esa era la política que se derivaba de las fusiones bancarias, que la gente sobrara, que los veteranos se fueran a sus casas, cobraran una buena parte del sueldo y esperaran pacientemente la jubilación definitiva. Había hecho un sinfín de planes para cuando llegara ese momento. Me había propuesto leer la infinidad de libros que llenaban los anaqueles de mi librería, pasear a la orilla del río, charlar en la cafetería mientras jugaba al dominó con mis amigos, acudir mensualmente a la tumba de Merche para dejarle un ramillete de jazmines, su flor preferida. Pero no contaba con ese temblor. Una mañana Nati, la fiel asistenta que venía cada mañana a hacerme la cama y pasar la escoba por el piso, lo advirtió pero creyó que era algo pasajero, no le dio la mayor importancia.
─ Le tiembla la mano, señor Zacarías.
─ ¿Sí?
─ ¿No se ha dado cuenta de ello?
─ No. ¿Tú crees que me tiembla? ─ mentí.
El temblor se hizo más frecuente y afectó también a la otra mano. Alzar un vaso y beber su contenido se convirtió en un ejercicio complicado. El vaso de cristal me repiqueteaba en los dientes mientras trataba, en vano, de detener ese estremecimiento. Nati, entonces, empezó a preocuparse.
─ Pero señor Zacarías, ¿qué le ocurre en las manos? Eso no es normal. ¡Jesús! Debería ir a que le viera un doctor.
Fui al médico. El doctor Muelas era un viejo conocido. Él había tratado a mi mujer durante su larga enfermedad y nunca me ocultó su gravedad. Le expliqué mis síntomas.
─ Ya lo veo.
─ Me he convertido en un ser torpe ─ le dije ─. Atarme un zapato es un acto que requiere toda mi concentración.
─ Zacarías ─ me dijo, tras observarme ─. Tienes Parkinson.
─ ¿Se cura?
─ No. Se palia. Te recetaré unas pastillas. Frenarán algo ese molesto temblor, pero son pastillas y ya sabes que lo que arreglan por un lado lo estropean por el otro.
Eran dos pastillas grandes y redondas de color rojo y nombre impronunciable. Las empecé a tomar disciplinadamente aquella misma tarde, y a la mañana siguiente noté una cierta mejoría que se diluyó al cabo de una semana. El medicamento, además, me producía vacíos de memoria. A los seis meses noté que mis manos sufrían una deformación progresiva, que mis dedos se agarrotaban y perdían toda sensibilidad. No tenía manos, sino garfios, y dejé de frecuentar el café, de jugar al dominó, me recluí en mi casa, con mis libros, con el diario que cada mañana me pasaban por debajo de la puerta, con mi fiel asistenta Nati.
─ ¿Hoy tampoco sale, señor?
─ No, Nati, no me veo con ánimos.
─ ¿Ya se toma las pastillas?
─ Sí, y nada.
Vivir con el Parkinson es una especie de muerte lenta. Es la tartamudez de los músculos. El más pequeños gesto se convierte en una pesadilla, las manos dejen de tener utilidad y los objetos se escurren entre los dedos por mucho que tu cerebro dé órdenes para que esto no suceda. Pronto, el temblor se extendió a otras partes de mi cuerpo, a mis piernas, a mis hombros, a mi cuello, a mi cabeza; no desaparecía ni cuando me echaba en la cama. Andaba por la casa, arrastrando los pies embutidos en las zapatillas, y veía mi imagen patética recortándose en el espejo del salón: un hombre viejo, agotado, con el pelo cano y débil que le caía a mechones en cuanto pasaba el peine.
El doctor Muelas vino a visitarme a casa sin yo llamarle. Nati había intercedido por mí. Me envolvió en una mirada de conmiseración mientras me pasaba su brazo por el hombro y me ayudaba a aposentarme sobre el sillón.
─ Va a más ─ le dije con amargura.
─ Lo sé.
─ ¿Hasta cuándo?
─ Hasta que te impida todo movimiento, Zacarías. No quiero engañarte.
─ Nunca lo hiciste, amigo.
Aquí estoy, sentado junto al ventanal del balcón, atisbando la calle, absorto en ese ir y venir de la gente preguntándome por qué yo no soy uno de ellos mientras Nati, que sigue viniendo fielmente a mi casa, me lee lentamente los libros que ya no puedo manejar.
─ ¿Cuál quiere que le lea, señor?
─ “Muerte en Venecia”, Nati.
© José Luis Muñoz
El primer temblor apareció hace un año. Parecía una cosa sin importancia: una cucharada llena de sopa que se desbordaba antes de llegar a la boca y caía sobre el plato. Fue un incidente pasajero. Pero cuando se repitió a la semana siguiente, aquel acto nimio comenzó a inquietarme. La derecha. La mano derecha. La observé, apoyando el codo sobre la mesa. Moví el antebrazo, subiéndolo y bajándolo, y fijé los ojos en mi mano. No vi nada extraño. Extendí entonces el brazo y entonces vi como temblaba, un ligero estremecimiento. Pero seguí sin darle importancia.
El temblor de mi mano derecha creció y se hizo más evidente en las semanas siguientes. La cucharilla que removía el café chocaba contra las paredes de la taza. Vigilé mis dedos. No se movieron, en un principio, pero luego sí lo hicieron, como afectados por una descarga eléctrica.
Creí que todo aquello eran aprensiones mías, o cosas de la edad. A los cincuenta años el cuerpo cambiaba, el corazón no latía con la misma intensidad, los pulmones no atesoraban la misma cantidad de aire y las articulaciones comenzaban a indicarme que existían por medio de punzantes pinchazos. Lo asumía. Pero el temblor era otra cosa.
Me había prejubilado de un honroso trabajo en un banco de provincias. Esa era la política que se derivaba de las fusiones bancarias, que la gente sobrara, que los veteranos se fueran a sus casas, cobraran una buena parte del sueldo y esperaran pacientemente la jubilación definitiva. Había hecho un sinfín de planes para cuando llegara ese momento. Me había propuesto leer la infinidad de libros que llenaban los anaqueles de mi librería, pasear a la orilla del río, charlar en la cafetería mientras jugaba al dominó con mis amigos, acudir mensualmente a la tumba de Merche para dejarle un ramillete de jazmines, su flor preferida. Pero no contaba con ese temblor. Una mañana Nati, la fiel asistenta que venía cada mañana a hacerme la cama y pasar la escoba por el piso, lo advirtió pero creyó que era algo pasajero, no le dio la mayor importancia.
─ Le tiembla la mano, señor Zacarías.
─ ¿Sí?
─ ¿No se ha dado cuenta de ello?
─ No. ¿Tú crees que me tiembla? ─ mentí.
El temblor se hizo más frecuente y afectó también a la otra mano. Alzar un vaso y beber su contenido se convirtió en un ejercicio complicado. El vaso de cristal me repiqueteaba en los dientes mientras trataba, en vano, de detener ese estremecimiento. Nati, entonces, empezó a preocuparse.
─ Pero señor Zacarías, ¿qué le ocurre en las manos? Eso no es normal. ¡Jesús! Debería ir a que le viera un doctor.
Fui al médico. El doctor Muelas era un viejo conocido. Él había tratado a mi mujer durante su larga enfermedad y nunca me ocultó su gravedad. Le expliqué mis síntomas.
─ Ya lo veo.
─ Me he convertido en un ser torpe ─ le dije ─. Atarme un zapato es un acto que requiere toda mi concentración.
─ Zacarías ─ me dijo, tras observarme ─. Tienes Parkinson.
─ ¿Se cura?
─ No. Se palia. Te recetaré unas pastillas. Frenarán algo ese molesto temblor, pero son pastillas y ya sabes que lo que arreglan por un lado lo estropean por el otro.
Eran dos pastillas grandes y redondas de color rojo y nombre impronunciable. Las empecé a tomar disciplinadamente aquella misma tarde, y a la mañana siguiente noté una cierta mejoría que se diluyó al cabo de una semana. El medicamento, además, me producía vacíos de memoria. A los seis meses noté que mis manos sufrían una deformación progresiva, que mis dedos se agarrotaban y perdían toda sensibilidad. No tenía manos, sino garfios, y dejé de frecuentar el café, de jugar al dominó, me recluí en mi casa, con mis libros, con el diario que cada mañana me pasaban por debajo de la puerta, con mi fiel asistenta Nati.
─ ¿Hoy tampoco sale, señor?
─ No, Nati, no me veo con ánimos.
─ ¿Ya se toma las pastillas?
─ Sí, y nada.
Vivir con el Parkinson es una especie de muerte lenta. Es la tartamudez de los músculos. El más pequeños gesto se convierte en una pesadilla, las manos dejen de tener utilidad y los objetos se escurren entre los dedos por mucho que tu cerebro dé órdenes para que esto no suceda. Pronto, el temblor se extendió a otras partes de mi cuerpo, a mis piernas, a mis hombros, a mi cuello, a mi cabeza; no desaparecía ni cuando me echaba en la cama. Andaba por la casa, arrastrando los pies embutidos en las zapatillas, y veía mi imagen patética recortándose en el espejo del salón: un hombre viejo, agotado, con el pelo cano y débil que le caía a mechones en cuanto pasaba el peine.
El doctor Muelas vino a visitarme a casa sin yo llamarle. Nati había intercedido por mí. Me envolvió en una mirada de conmiseración mientras me pasaba su brazo por el hombro y me ayudaba a aposentarme sobre el sillón.
─ Va a más ─ le dije con amargura.
─ Lo sé.
─ ¿Hasta cuándo?
─ Hasta que te impida todo movimiento, Zacarías. No quiero engañarte.
─ Nunca lo hiciste, amigo.
Aquí estoy, sentado junto al ventanal del balcón, atisbando la calle, absorto en ese ir y venir de la gente preguntándome por qué yo no soy uno de ellos mientras Nati, que sigue viniendo fielmente a mi casa, me lee lentamente los libros que ya no puedo manejar.
─ ¿Cuál quiere que le lea, señor?
─ “Muerte en Venecia”, Nati.
Temblor forma parte de la antología El hijo y otros relatos que acaba de editar ediciones La Mordida con los cuentos ganadores, finalistas y clasificados del 3er. concurso literario El Laurel.
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