el relato


Arthur Miller: 'El manuscrito desnudo'Tusquets pubica 'Presencia, los cuentos inéditos y póstumos del autor de 'La muerte de un viajante' y 'Las brujas de Salem
En vísperas de que Barack Obama, última encarnación del sueño americano, se convierta en presidente de los Estados Unidos, vuelve ante nosotros el fantasma irreverente y provocador de Arthur Miller (1915-2005), el gran dramaturgo y narrador del desencanto. Y lo hace con Presencia, puñado de relatos inéditos en español que lanza Tusquets la próxima semana. Éste que hoy adelanta El Cultural, “El manuscrito desnudo”, apenas oculta su perfil autobiográfico, ni la sombra de su segunda esposa, Marilyn Monroe.

EL MANUSCRITO DESNUDO

© Arthur Miller

Carol Mundt yacía sobre el escritorio, apoyada en los codos, leyendo un artículo sobre cocina en la revista “You”. Medía más de metro ochenta y pesaba setenta y dos kilos: puro músculo, hueso y nervio, con apenas una leve tripita. En Saskatchewan, Carol no había destacado por su corpulencia, pero Nueva York era otra cosa. Corrigió un poco la postura para descargar el peso de la pelvis.

–Por favor –dijo Clement, y ella se quedó quieta de nuevo. Oía la respiración agitada de Clement en su nuca y, de vez en cuando, algún ligero sorbeteo de nariz.

–Ya puedes incorporarte si quieres –dijo él.

Carol se dio la vuelta y giró el cuerpo hasta quedar sentada con las piernas colgando–. Necesito unos minutos –dijo Clement, y añadió bromeando–: Tengo que asimilarlo –y rió encantador.

Se dirigió entonces hacia su butaca roja de piel, instalada frente a la ventana de una buhardilla cuya vista alcanzaba hasta la Calle Veintitrés de la zona residencialde la ciudad. Se arrellanó en la butaca con un suspiro y contempló los tejados soleados de enfrente. Su edificio era el último con solera en una manzana de antiguos almacenes convertidos en lofts y en bloques de pisos relativamente nuevos. Carol dejó colgar la cabeza hacia delante para relajar los músculos, intuyendo que no era momento de entablar conversación, y luego se bajó del escritorio –sus nalgas se despegaron de la madera con el sonido de una cremallera– y cruzó el espacioso estudio en dirección al minúsculo baño, donde se sentó a estudiar una receta de bollo de carne en el Times. Tres o cuatro minutos más tarde, oyó “¡Vale!” a través de la delgada puerta del baño y regresó a toda prisa al escritorio, donde se tendió boca abajo, esta vez con la mejilla apoyada en el dorso de una mano, y entornó los ojos. Al momento, sintió el suave movimiento del rotulador en la parte trasera del muslo e intentó imaginar las palabras que estaba formando. Clement empezó por la nalga izquierda de la chica, emitiendo breves gruñidos que transmitían su creciente excitación, y ella permaneció muy quieta para no distraerlo, como si estuviera en manos de un cirujano. Empezó a escribir cada vez más rápido y, cuando cerraba una oración o escribía una “i”, los puntos se clavaban en la carne de Carol. Su respiración cada vez más agitada le recordó de nuevo el privilegio que suponía servir de aquel modo a la genialidad, ayudar a un escritor que, según decía la solapa de su novela, tantos galardones había recibido antes de cumplir los treinta, y que tal vez fuera rico, aunque los muebles no hacían juego y tenían un aspecto desgastado. Carol sintió el poder del intelecto de aquel hombre como una manaza presionando sobre su espalda, como un objeto real dotado de peso y volumen; se sentía honrada de estar allí, satisfecha de su éxito, y se felicitó por haberse atrevido a contestar al anuncio. Clement en ese momento escribía en su pantorrilla derecha.

–Puedes leer, si quieres –le susurró.

–Prefiero descansar. ¿Todo bien?

–Sí, estupendo. No te muevas.

Clement había bajado hacia la zona del tobillo cuando el rotulador se detuvo en seco.

–Date la vuelta, por favor. Carol se puso boca arriba y se quedó tumbada mirando de frente hacia él. Clement observó el cuerpo tendido de la chica y se fijó en que esbozaba una sonrisita azorada.

–¿Te sientes cómoda haciendo esto?

–Sí, claro –contestó ella, casi ahogándose en aquella postura con su automática y estridente risotada.

–Me alegro. Me estás ayudando mucho. Empezaré por aquí, ¿de acuerdo? –Tocó justo por debajo de sus redondos y turgentes senos. –Donde quiera –respondió ella.

Clement se ajustó sus gafas de montura metálica. Era media cabeza más bajo que su giganta, cuyas cordiales risotadas interpretó como un modo de ocultar la timidez. Sin embargo, el optimismo vacuo de la chica y aquella maldita lacra provinciana de campechana benevolencia lo molestaban, especialmente en una mujer: la masculinizaban. Él respetaba a las mujeres decididas, pero a distancia, prefiriendo con diferencia a las de carácter menos explícito, como su mujer, Lena. O, mejor dicho, como la que Lena había sido tiempo atrás. Le habría encantado poder decir a la que estaba tumbada sobre su escritorio que se relajara y manifestara su desconcierto, ya que desde el momento en que la chica había mencionado que en su tierra tenía escopeta propia y adoraba salir a cazar ciervos con sus hermanos Wally y George, Clement había captado el típico síndrome de la marimacho y sus dilemas a la hora de salir con chicos. Y ahora, dedujo él, con los treinta echándosele encima, la cosa había perdido su gracia, pero allí seguían las risotadas de camuflaje, como el caparazón abandonado de un animal.

Con la mano izquierda, Clement estiró levemente la piel bajo el pecho de la chica a fin de que el rotulador se deslizara sobre él, y el tacto de sus dedos arqueó las cejas de Carol y suscitó una sonrisa de leve sorpresa. El ser humano daba lástima. Una dicha incipiente e indefinida empezaba a apoderarse de él; no había vuelto a sentir una soltura así al construir sus frases desde su primera novela, la mejor de todas, la que se había escrito sola por completo y le había dado la fama. En su interior estaba sucediendo algo que no percibía desde hacía años: escribía desde la entrepierna.

La autoconciencia había hecho mella en el lirismo de sus primeros tiempos. Sencillamente, lo dominaba la sospecha de que su evanescente juventud se había llevado consigo su talento. Había sido joven durante mucho tiempo. Incluso entonces hacía de ser joven prácticamente una profesión, por lo que la juventud se había convertido en algo tan despreciable como imprescindible para él. Quizá no encontrara un estilo propio por temor a su propio miedo, y así, en lugar de escribir frases briosas que fueran genuinamente suyas, no podía evitar recurrir a burdas imitaciones que cualquiera podría haber firmado. Tiempo atrás casi había sido capaz de palpar a los personajes que su imaginación le deparaba, pero poco a poco éstos habían quedado reemplazados por una especie de superficie blanca y vacía, como un frío y resplandeciente granito o un lienzo enyesado. A menudo pensaba que había perdido un don, una santidad casi. A los veintidós años, galardonado con el Premio Neiman-Felker, y al poco también con el Premio de las Letras de Boston, había disfrutado calladamente de una unción que, amén de otras bendiciones, estaba convencido de que le eximiría de envejecer nunca. Al cabo de unos diez años de matrimonio, empezó a buscar a tientas aquella bendición en la compañía de otras mujeres, a veces en sus cuerpos. Su talante juvenil, su exuberante mata de pelo, su complexión robusta y su risa pronta, pero sobre todo aquella característica indefinición suya tan inofensiva, llevaba a ciertas mujeres a adoptarlo por una noche, una semana, en ocasiones unos meses, hasta que él o ellas vagaban hacia otra parte, distraídos. El sexo lo reavivaba, pero sólo hasta que tenía ante sí una hoja de papel en blanco, momento en que de nuevo experimentaba el silencio de la muerte.

A fin de salvar el matrimonio, Lena le había sugerido psicoanalizarse, pero la aversión del artista a hurgar en su propia mente y el riesgo de ver su mágica ceguedad reemplazada por el vulgar sentido común lo mantuvieron alejado del diván. No obstante, poco a poco terminó aceptando, por insistencia de Lena –licenciada en psicología social–, que tal vez su padre le hubiera causado un daño más profundo del que él nunca se había atrevido a admitir.

Max Zorn, propietario de una granja de pollos en una zona deprimida cercana a Peekskill, a orillas del río Hudson, sentía la obligación fanática de imponer una férrea disciplina a su hijo varón y sus cuatro hijas. A la edad de nueve años, Clement, tras decapitar accidentalmente a una gallina pillándole el cuello de un portazo, fue encerrado una noche entera en un almacén de patatas sin ventanas, y ya nunca en la vida podría dormir sin una lamparilla encendida en la habitación. También se vería obligado a levantarse a orinar dos o tres veces por noche, sin duda a causa del terror a mear sobre patatas en la oscuridad. Por la mañana, al salir a la luz del día, con el cielo azul sobre su cabeza, Clement imploró el perdón de su padre. El rostro sin afeitar del hombre esbozó una sonrisa, y estalló en carcajadas al ver que su hijo se orinaba encima. Clement echó a correr hacia el bosque, con el cuerpo tiritando y los dientes castañeteando pese a la cálida mañana primaveral. Allí, se tumbó sobre una bala de heno abierta caldeada por el sol y se tapó con la paja. La experiencia fue en principio bastante similar a la de su hermana pequeña, Margie, a quien de adolescente le dio por no volver a casa hasta pasada la medianoche, desafiando a su padre. Una noche, al regresar de una cita con un chico, Margie alzó la mano para tirar del cordel que encendía la lámpara del vestíbulo y agarró una rata muerta aún caliente que su padre había dejado allí colgada para darle una lección.

Pero nada de todo eso recogería el primer relato de Clement, que, ampliado, configuraría su emblemática novela. De hecho, ésta describía la adoración apenas disfrazada que le dispensaba su madre, y pintaba al padre como un hombre, si bien triste, fundamentalmente bienintencionado, con ciertas dificultades para expresar afecto, pero nada más. A Clement, en general, siempre le resultaba difícil condenar al prójimo; Lena opinaba que para él el hecho de emitir un juicio conllevaba el reto de enfrentarse a su padre e invitaba simbólicamente a darle sepultura por segunda vez. De ahí que escribiera como un izquierdista romántico, siempre con una nota de anhelante nostalgia vibrando en alguna parte; pero si esa cualidad inocente resultaba atrayente en su primera novela, de ahí en adelante devendría previsiblemente formularia. De hecho, Clement se sumaría a la anárquica sublevación contra las formas sobrevenida en los sesenta con un alivio enorme, pues había llegado a desesperar de la estructura en sí como enemiga de lo poético; pero, en el arte, la estructura –así se lo hizo saber Lena– conllevaba inevitabilidad, lo que amenazaba con conducirlo al asesinato, respuesta lógica a los delitos nefandos de su padre. Este descubrimiento resultaba demasiado desagradable como para tomárselo en serio, de modo que Clement optó finalmente por seguir siendo un tipo asaz lírico y encantadoramente alegre, si bien de puertas adentro descontento con su contumaz inocuidad.

Lena lo comprendía; tarea nada difícil, pues compartía sus rasgos.

–Somos como pájaros con el ala rota –declaró Lena una noche, recogiendo la casa a las tantas de la mañana tras una de sus fiestas.

Cuando tenían veinte años largos y aún en la treintena, durante un tiempo siempre hubo una fiesta que coagulara el fin de semana en su sala de estar de Brooklyn Heights. Los amigos se presentaban sin previo aviso y se les invitaba alegremente a fumar cigarrillos –cuyos filtros Lena solía cortar–, a tirarse por las alfombras y despanzurrarse en los desvencijados muebles, a beber las botellas de vino que traían y a comentar la obra de teatro, película, novela o poema de actualidad; así como a lamentarse por la sintaxis infame de Eisenhower, por las listas negras de escritores radiofónicos y guionistas de Hollywood, por la reciente e incomprensible hostilidad que los negros mostraban hacia los judíos, sus aliados habituales, por la orden gubernamental de confiscar el pasaporte a los sospechosos de radicalismo, por el silencio irracional e incomprensible que sentían cernerse por el país mientras el nuevo conservadurismo imperante se encargaba de socavar y echar por la borda su propia memoria de los treinta años precedentes, de la Depresión y del New Deal, hasta el punto de transformar al enemigo nazi de la guerra en una suerte de adalid contra los otrora aliados rusos.


Algunos salían a la oscuridad de la noche renovados gracias a la hospitalidad de los Zorn y, tanto si iban colgados del brazo de nuevas compañías como si salían solos, imbuidos todos de la nostalgia por los tiempos en los que imperaba el valor, se veían como una lúcida minoría en un país donde la ignorancia de la revolución mundial se consideraba una bendición, donde el dinero cada vez era más fácil de amasar, el psicoanalista se había convertido en la autoridad absoluta, y la falta de compromiso personal, en la virtud primordial. A su debido tiempo, Lena, insegura de todo menos de lo perdida que estaba, analizó la situación y comprendió que ella, al igual que la voz narrativa de su marido, ya no le pertenecía, y que su vida en común había pasado a ser lo mismo que él solía decir de su obra: una imitación. Siguieron viviendo juntos, más adelante en un edificio añejo de la parte baja de Manhattan prestado a perpetuidad por el heredero homosexual de una fortuna, conseguida gracias al acero, que estaba convencido de que Clement era el nuevo Keats. Pero Clement dormía a menudo en el segundo piso y Lena en la planta baja. Aquella casa fue sólo el mayor de los muchos regalos que les llovían entonces: un abrigo de piel de camello regalo de un amigo médico a quien se le había quedado pequeño; la invitación año tras año a la casita de Cape Cod, propiedad de una pareja que pasaba todos los veranos en Europa, y junto con ella el uso de un Buick viejo pero aún en buen estado. La suerte también estaba de su parte. Una noche, caminando por una calle oscura, el pie de Clement tropezó con un objeto metálico que resultó ser una lata de anchoas. Clement se la llevó a casa y, al descubrir que se necesitaba una llave especial para abrirla, la guardó en un armario de la cocina. Al cabo de más de un mes, en una calle distinta, sus pies volvieron a topar con algo metálico: la llave que abría la lata. Amantes tanto Lena como él de las anchoas, abrieron inmediatamente un paquete de galletas saladas y se comieron la lata de una sentada. Aún se reían juntos de vez en cuando, pero compartían sobre todo un dolor sordo que ninguno de los dos se sentía con ánimos de sacar a la superficie, ambos convencidos de haber defraudado al otro. «Hasta tenemos un divorcio de imitación», decía ella, gracia que él reía, asintiendo, y siguieron viviendo juntos sin que nada cambiara excepto que Lena se cortó su larga melena rubia y ondulada y se puso a trabajar como psicóloga infantil. Pese a que nunca llegaron a decidirse a tener hijos, Lena entendía a los niños como por instinto, y Clement observó no sin cierta consternación que aquel empleo la estaba haciendo feliz.

Durante un tiempo al menos, eso pareció levantar el ánimo de Lena gracias una especie de autodescubrimiento, lo cual amenazaba con dejar a Clement rezagado. Pero, en menos de un año, Lena anunció que dejaba el trabajo: «No puedo soportar ir todos los días al mismo sitio». Eso marcó el retorno de la alocada y lírica Lena de antaño, y Clement lo recibió con agrado pese a su alarma por la pérdida de un sueldo. Desde que la venta de sus novelas había caído en picado, empezaban a necesitar más dinero del que él era capaz de ganar. En cuanto al sexo, Lena apenas recordaba la época en que había tenido gran importancia para ella. Poco a poco había pasado a ser un lujo que no se repetía más de cuatro o cinco veces al año, como mucho. Las infidelidades de Clement, que ella sospechaba pero se negaba a confirmar, le quitaban ese peso de encima, si bien hacían mella en lo que le quedaba de amor propio. Según Clement, un hombre tenía que encontrar un destino para su erección, mientras que una mujer sentía que ya estaba en su destino. Una gran diferencia. Aunque, en un momento de crueldad, Clement admitió para sí que Lena era demasiado desdichada para que se la follaran alegremente, una afección que él achacaba a su educación. Una tarde de verano, fumando su pipa sentado en las escaleras desvencijadas de la casita prestada de la playa, divisó a una chica que paseaba a solas por la orilla del mar, absorta por completo en sus pensamientos; el sol refulgía en su cintura, y Clement se imaginó en situación de poder desnudarla y escribir sobre su cuerpo. Su espíritu se aceleró. Hacía mucho, muchísimo tiempo que no gozaba de una visión de sí mismo que le produjera un estallido de júbilo semejante. La imagen de sí mismo escribiendo sobre el cuerpo de una mujer se le antojó sana, saludable, como una barra de pan recién hecho bajo el brazo.

Tal vez nunca habría llegado a poner el anuncio si Lena, finalmente, no hubiera explotado

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