EL VIAJE
SHWEDAGON
Texto y fotos José Luis Muñoz
Poco puede sospechar el viajero que llegue a Yangoon, la antigua Rangoon colonial, capital administrativa de cuando los ingleses, en 1852, dominaban la Birmania que ahora se llama Myanmar, y pasee por esa ciudad aparentemente modesta y dispersa de Extremo Oriente, envuelta en un caos silente ─ el automovilista que toque el claxon será severamente sancionado─ con más de cinco millones de habitantes que se mueven a bordo de coches destartalados, motocicletas y multitud de bicicletas, y que más bien parece un poblado tragado por la jungla, que la más poblada ciudad de Myanmar, desposeída del rango de capital por la Junta Militar, tiene uno de los monumentos más bellos del mundo que hacen inexcusable la visita a la ciudad.
La gigantesca pagoda de Shwedagon, a la que se accede después de salvar una serie de tramos de escaleras y pasar por puestos en donde venden incienso, ropa de monje y ofrendas para Buda, es un conjunto inacabable de hermosas estupas doradas dispuestas en torno a la enorme estupa central, siguiendo el movimiento perfecto del mandala, cuyo vértice superior corona una gigantesca esmeralda a la que el templo debe su nombre. Cuando el viajero accede al recinto, siempre poblado de devotos y sus familias que pasean con los pies descalzos por las enormes explanadas de mármol, se pregunta qué criterio se ha seguido para no incluir la Shwedagon entre las maravillas del mundo y no encuentra respuesta a semejante injusticia.
En Oriente realidad y leyenda se imbrican de tal modo que es imposible discernir una cosa de otra. Los birmanos, que tienen el lugar como sagrado, una especie de Meca que deben visitar, al menos, una vez en la vida, la datan 2500 años atrás; los arqueólogos, más realistas, hablan del siglo VI. Su fundación fue para recubrir unos cuantos pelos de Buda que fueron encerrados en sucesivos cofres tallados en piedras preciosas, a modo de cajas rusas, dando lugar al actual zedi majestuoso que domina la ciudad y que por la noche iluminan con orgullo convirtiéndolo en un enorme faro. Cuentan que a mediados del siglo XV la reina Shin Sawbu ofreció su peso en oro para recubrir la pagoda y desde entonces esa tradición se ha seguido y miles de laminas finísimas de ese preciado metal precioso, cuya elaboración requiere un costoso y largo proceso, recubren la pagoda principal y las secundarias que integran el monumental centro de peregrinación del budismo.
Recubiertas de pan de oro, que refulge durante todo el día, ciega al mediodía y se torna de una luminosidad mágica a la puesta de sol, las estupas y la gran estupa de perfecta forma acampanada y 98 metros de altitud, más los multiples altares, templetes, edificios secundarios con techado verde que se recortan contra un cielo de un intenso azul marino, producen al viajero recién llegado la misma sensación de irrealidad que la visión del Cañón del Colorado o las cataratas de Iguaçú, salvo que esta maravilla es fruto del arte humano.
Shwedagon es la imagen de Birmania, su orgullo nacional, el edificio religioso más emblemático del país, el primer fogonazo de belleza que paraliza al visitante occidental que debe sentarse en uno de los múltiples escalones para respirar e inspirar profundamente y dejarse transportar por el ambiente mágico que lo envuelve.
Texto y fotos José Luis Muñoz
Poco puede sospechar el viajero que llegue a Yangoon, la antigua Rangoon colonial, capital administrativa de cuando los ingleses, en 1852, dominaban la Birmania que ahora se llama Myanmar, y pasee por esa ciudad aparentemente modesta y dispersa de Extremo Oriente, envuelta en un caos silente ─ el automovilista que toque el claxon será severamente sancionado─ con más de cinco millones de habitantes que se mueven a bordo de coches destartalados, motocicletas y multitud de bicicletas, y que más bien parece un poblado tragado por la jungla, que la más poblada ciudad de Myanmar, desposeída del rango de capital por la Junta Militar, tiene uno de los monumentos más bellos del mundo que hacen inexcusable la visita a la ciudad.
La gigantesca pagoda de Shwedagon, a la que se accede después de salvar una serie de tramos de escaleras y pasar por puestos en donde venden incienso, ropa de monje y ofrendas para Buda, es un conjunto inacabable de hermosas estupas doradas dispuestas en torno a la enorme estupa central, siguiendo el movimiento perfecto del mandala, cuyo vértice superior corona una gigantesca esmeralda a la que el templo debe su nombre. Cuando el viajero accede al recinto, siempre poblado de devotos y sus familias que pasean con los pies descalzos por las enormes explanadas de mármol, se pregunta qué criterio se ha seguido para no incluir la Shwedagon entre las maravillas del mundo y no encuentra respuesta a semejante injusticia.
En Oriente realidad y leyenda se imbrican de tal modo que es imposible discernir una cosa de otra. Los birmanos, que tienen el lugar como sagrado, una especie de Meca que deben visitar, al menos, una vez en la vida, la datan 2500 años atrás; los arqueólogos, más realistas, hablan del siglo VI. Su fundación fue para recubrir unos cuantos pelos de Buda que fueron encerrados en sucesivos cofres tallados en piedras preciosas, a modo de cajas rusas, dando lugar al actual zedi majestuoso que domina la ciudad y que por la noche iluminan con orgullo convirtiéndolo en un enorme faro. Cuentan que a mediados del siglo XV la reina Shin Sawbu ofreció su peso en oro para recubrir la pagoda y desde entonces esa tradición se ha seguido y miles de laminas finísimas de ese preciado metal precioso, cuya elaboración requiere un costoso y largo proceso, recubren la pagoda principal y las secundarias que integran el monumental centro de peregrinación del budismo.
Recubiertas de pan de oro, que refulge durante todo el día, ciega al mediodía y se torna de una luminosidad mágica a la puesta de sol, las estupas y la gran estupa de perfecta forma acampanada y 98 metros de altitud, más los multiples altares, templetes, edificios secundarios con techado verde que se recortan contra un cielo de un intenso azul marino, producen al viajero recién llegado la misma sensación de irrealidad que la visión del Cañón del Colorado o las cataratas de Iguaçú, salvo que esta maravilla es fruto del arte humano.
Shwedagon es la imagen de Birmania, su orgullo nacional, el edificio religioso más emblemático del país, el primer fogonazo de belleza que paraliza al visitante occidental que debe sentarse en uno de los múltiples escalones para respirar e inspirar profundamente y dejarse transportar por el ambiente mágico que lo envuelve.
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