LIBROS
POESÍA DE UNA VIDA
Manuel Villar Raso
Acaban de llegarme las obras completas de Rafael Guillen, editadas por Almed en tres hermosos volúmenes y, antes de iniciar su lectura, acaricio con mimo las portadas en las que aparece la foto en blanco y negro de Rafael Guillén; luego las coloco frente a la mesa de mi estudio y las miro con asombro durante largos minutos antes de decidirme a abrirlos. Los poetas son los supervivientes de nuestra historia desde la edad de oro hasta la edad del hierro, en la que estamos y en la que ya no nos interesan tanto los becerros de oro como el oro de los becerros, según Montesquieu; pero sea su poesía de oro o de hierro queda claro en cuanto uno lee Los Estados Transparentes que Rafael es un poeta esencial en nuestra literatura y que, como todos los grandes, ha escrito sus poemas con dolor, hambre y rabia. Esto no sé si lo ha dicho Vargas Llosa, pero podría decirlo de él, o yo al menos no conozco a un poeta más vitalista y profundo. Abro el primer tomo al fin y, desde las primeras páginas, Rafael lanza palabras como piedras y cada una ocupa su sitio en las calles estrechas, solitarias, oscuras y sucias del Albaycín, o junto a una farola y bajo un puente, lo que me recuerda uno de tantos dichos de Rafael, mientras tomamos unos vinos, acerca de dos gitanos en el río Darro, en el que uno le dice al otro que lo peor de esta vida es el frío y el otro le contesta que lo peor del frío es el hambre.
“Este lanzar un torrente de anécdotas, de palabras y ver que ocupan un sitio en el espacio; este saltar del lecho y preguntar: ¿qué día es hoy?; este saber que hay ruinas, piedras y murallas de más, mucho más de dos mil años”. Sus obras completas son para disfrutar. No sé si Rafael alcanza todavía a saber quién es, no sé si el mar le cabe en la garganta; no sé de dónde extrae las fuerzas, las palabras, las ideas, de dónde saca tanto ingenio, para escribir tanto sin miedo a la palabra y sin que el sueño le canse. En Versos al Aire Libre, la catedrática Pilar Palomo en el Prólogo, dice que Rafael vivió un tiempo vertiginoso de tertulias, exposiciones, coloquios, recitales, antologías, actividades artísticas y literarias entre cipreses, cármenes y huertas, con la Alhambra en cada esquina, “la Alhambra como el mar es siempre la misma y siempre distinta”, que proclama su voz y el uso cada vez más perfecto de su palabra, el material más recalcitrante que existe para un artista, sea del arte que sea. En Pronuncio Amor, el poeta ya sabe que lo que escribe valdrá mucho menos que lo que posee, pero le asiste la gracia y vive a tope su tiempo de poeta, con un lenguaje nítido y puro que moldea con ternura y lo contempla igual que un escultor contempla su obra. Porque es el elegido y tiene algo en fin que dar a los demás.
En Cancionero-Guía, Rafael mata con amigos y anís el gusanillo por las tabernas; pero lo sorprendente es la facilidad y la sabiduría con que escribe por tertulias y paseos hasta Plaza Larga, donde pide un bolígrafo y escribe pinceladas, “un perro se detiene pensando si va o viene”, dos borrachos ondulantes se reparten el silencio”, impresiones fugaces, soleás, coplas granadinas, poemas de juventud y vino y, en medio de tanto lirismo la hermosa elegía “a mi madre, ahí muerta”, “tan pequeña en la gloria, tan grande en el trabajo”. En “Hombre en Paz” se pregunta si en el otro mundo habrá cuartos de estar con las persianas entornadas, libros y generosos anaqueles, abiertos orificios hacia todas las latitudes del espíritu. Y así en sucesivos poemas de familia dedicados al abuelo, a la esposa, al hijo recién nacido, donde le dice con palabras de Whitman en Canto a mí mismo que, cuando yo me vaya, “te estaré esperando”. La poesía de Rafael nace de la vida y vuelve a la vida desde el mensaje biográfico hasta el dolor humano, pero sin quedarse en lo social, buscando siempre caminos en el mundo de la palabra y en la perfección formal del poema, como demuestra en la increíble madurez de sus sonetos, “vengo sin saber de dónde vengo”, que firmaría el mismo Lope o un Soto de Rojas, que le inspira su hermoso “Jardín cerrado”, o en Moheda, donde Andalucía está hondamente presente y con sorprendente emoción estética. Dicen sus críticos que Rafael es un autor de creación lenta, “un poeta de la palabra precisa y distanciado de modas, poeta de tradición, moderno y vanguardista”, según Sánchez Trigueros, con temas fundamentales que lo enriquecen. En Las edades del frío nos dice que ama la aventura de las palabras, “son ellas las que me eligen y utilizan, las que rigen la vida y son la vida”, luego indaga los cuatro elementos, tierra, agua, aire y fuego, palabras claves y en estado puro en su poesía, con las que intenta forzar las lindes de lo perceptible, hasta desembocar en la materia como límite último. En Los dominios del Cóndor, el poeta expresa su anhelo de penetrar en el misterio que encierra el universo, en “el espacio que se esconde en cada gota, y volar por los dominios del Cóndor”, donde espacio y tiempo son conceptos inestables del misterio. En Los estados transparentes, con el inolvidable “No volveré a París”, la palabra clave es la transparencia, tema recurrente a lo largo del poemario anterior de Límites.
En la poesía de Rafael hay palabras que se repiten. Es evidente la palabra “hombre” en su trilogía sobre los Gestos, en homenaje a su amigo Julio Alfredo Egea; o la palabra “tacto”, que para él es amor, conocimiento y vida. “Es mi tacto el que crea”, nos dice en Límites, pero ello no le basta. Cada palabra tiene su realidad y su propia atmósfera. La palabra “aljibe” le evoca el misterio del universo. La palabra lluvia, brota y cae desde dentro, es la hora de la escritura, cuando el poeta está en situación de trance o de lluvia y llega el poema. La visión del Gran Atlas en El país de los sentidos le toca una fibra sensible que le suscita el deseo de conocer el mundo y ensanchar su espacio vital. Los estados transparentes y Prosas viajeras nos presentan al escritor en Guatemala, Chile, Argentina, París, Italia, Rusia, Inglaterra, Argelia, Mauritania, e incluso en un oriente lejano, India, china, Nepal, Indonesia o sobrevolando Nueva York, convertido en un viajero de Europa que aspira a la comprensión unitaria del universo. Ya en Los dominios del Cóndor, el poeta expresaba el anhelo de penetrar en el misterio que encierra el universo y fundirse con el espacio, que le parece infinito desde la cima de la Cordillera de los Andes, para alcanzar límites que lo lleven más allá de la realidad. Y en este mundo poético de espacios se pregunta si es posible traspasar la realidad y ocupar al mismo tiempo dos espacios simultáneos, fusionando espacio y materia. Sería el tiempo simultáneo, sin duda la concepción más rotunda y original en su cosmovisión y que tal vez le viene de lejos; pues ya en Variación Temporal escribe que “el presente es recuerdo. El futuro es pasado. El mañana es ahora. El ayer es mañana. El hoy es un después. El pasado es ahora” “Porque en el tiempo todo avance/ es a la vez un retroceso, / y no sabemos cuándo/ se consumó nuestra aventura..”
Poeta de viajes interiores y de muchos viajes, de paisajes físicos y humanos, poeta que escribe sin ínfulas y sin engolamientos, poeta próximo y generoso, poesía indagadora que arriesga y que en su busca le hace volar hasta la Isla Negra con Neruda, a Venecia, ciudad que se hunde, a la Jema el fnaa de Marrakech en busca del ruido de sus tambores, a los remeros del Volga, a los fiordos noruegos “donde no hay salida”, a los altísimos lagos croatas de Plitvice, a Florencia en busca de Miguel Ángel y del “arte non finito”. No he visto a nadie coquetear tanto con el miedo como al penetrar en los túneles vietnamitas de Cuchi, ni más fascinado por la belleza como en la bahía de Along, ni más entusiasta por la grandeza de los templos de Ankorg o ascendiendo a las pagodas de Birmania. Ni la melancolía ni los desengaños sin embargo se han hecho para él. En cada uno de sus viajes está inventando un país. “La melancolía de los jóvenes está hecha con niebla, la de los viejos está hecha a base de desengaños”, dice con los ojos encendidos mientras le propongo un nuevo viaje, que seguramente él ya lo ha recorrido y del que está de vuelta.
MANUEL VILLAR RASO (Ólvega, 1936) Fue pastor y después ingresó en un seminario, hasta que a los veintidós años, marchó a Madrid a estudiar. Es doctor en Literatura Americana por la Universidad de Madrid, con un master en la universidad de Nueva York. Fue profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, marchando a Granada en 1977, ciudad, en cuya Universidad enseñó. Colabora habitualmente en el periódico El Ideal de Granada, y organiza periódicamente expediciones a África con la Universidad de Granada. Ha sido guionista de numerosos documentales para televisión. Es autor de ensayos literarios y novelas de temática variada entre las que destacan África en silencio (2005), Ser mujer en África (2005), La larga noche de Angela (2004), Donde ríen las arenas (1994), Últimos paraísos (1986), Las Españas perdidas (1983) El laberinto de los impíos (1981) Comandos vascos (1980) y Mar ligeramente sur (1975)
Manuel Villar Raso
Acaban de llegarme las obras completas de Rafael Guillen, editadas por Almed en tres hermosos volúmenes y, antes de iniciar su lectura, acaricio con mimo las portadas en las que aparece la foto en blanco y negro de Rafael Guillén; luego las coloco frente a la mesa de mi estudio y las miro con asombro durante largos minutos antes de decidirme a abrirlos. Los poetas son los supervivientes de nuestra historia desde la edad de oro hasta la edad del hierro, en la que estamos y en la que ya no nos interesan tanto los becerros de oro como el oro de los becerros, según Montesquieu; pero sea su poesía de oro o de hierro queda claro en cuanto uno lee Los Estados Transparentes que Rafael es un poeta esencial en nuestra literatura y que, como todos los grandes, ha escrito sus poemas con dolor, hambre y rabia. Esto no sé si lo ha dicho Vargas Llosa, pero podría decirlo de él, o yo al menos no conozco a un poeta más vitalista y profundo. Abro el primer tomo al fin y, desde las primeras páginas, Rafael lanza palabras como piedras y cada una ocupa su sitio en las calles estrechas, solitarias, oscuras y sucias del Albaycín, o junto a una farola y bajo un puente, lo que me recuerda uno de tantos dichos de Rafael, mientras tomamos unos vinos, acerca de dos gitanos en el río Darro, en el que uno le dice al otro que lo peor de esta vida es el frío y el otro le contesta que lo peor del frío es el hambre.
“Este lanzar un torrente de anécdotas, de palabras y ver que ocupan un sitio en el espacio; este saltar del lecho y preguntar: ¿qué día es hoy?; este saber que hay ruinas, piedras y murallas de más, mucho más de dos mil años”. Sus obras completas son para disfrutar. No sé si Rafael alcanza todavía a saber quién es, no sé si el mar le cabe en la garganta; no sé de dónde extrae las fuerzas, las palabras, las ideas, de dónde saca tanto ingenio, para escribir tanto sin miedo a la palabra y sin que el sueño le canse. En Versos al Aire Libre, la catedrática Pilar Palomo en el Prólogo, dice que Rafael vivió un tiempo vertiginoso de tertulias, exposiciones, coloquios, recitales, antologías, actividades artísticas y literarias entre cipreses, cármenes y huertas, con la Alhambra en cada esquina, “la Alhambra como el mar es siempre la misma y siempre distinta”, que proclama su voz y el uso cada vez más perfecto de su palabra, el material más recalcitrante que existe para un artista, sea del arte que sea. En Pronuncio Amor, el poeta ya sabe que lo que escribe valdrá mucho menos que lo que posee, pero le asiste la gracia y vive a tope su tiempo de poeta, con un lenguaje nítido y puro que moldea con ternura y lo contempla igual que un escultor contempla su obra. Porque es el elegido y tiene algo en fin que dar a los demás.
En Cancionero-Guía, Rafael mata con amigos y anís el gusanillo por las tabernas; pero lo sorprendente es la facilidad y la sabiduría con que escribe por tertulias y paseos hasta Plaza Larga, donde pide un bolígrafo y escribe pinceladas, “un perro se detiene pensando si va o viene”, dos borrachos ondulantes se reparten el silencio”, impresiones fugaces, soleás, coplas granadinas, poemas de juventud y vino y, en medio de tanto lirismo la hermosa elegía “a mi madre, ahí muerta”, “tan pequeña en la gloria, tan grande en el trabajo”. En “Hombre en Paz” se pregunta si en el otro mundo habrá cuartos de estar con las persianas entornadas, libros y generosos anaqueles, abiertos orificios hacia todas las latitudes del espíritu. Y así en sucesivos poemas de familia dedicados al abuelo, a la esposa, al hijo recién nacido, donde le dice con palabras de Whitman en Canto a mí mismo que, cuando yo me vaya, “te estaré esperando”. La poesía de Rafael nace de la vida y vuelve a la vida desde el mensaje biográfico hasta el dolor humano, pero sin quedarse en lo social, buscando siempre caminos en el mundo de la palabra y en la perfección formal del poema, como demuestra en la increíble madurez de sus sonetos, “vengo sin saber de dónde vengo”, que firmaría el mismo Lope o un Soto de Rojas, que le inspira su hermoso “Jardín cerrado”, o en Moheda, donde Andalucía está hondamente presente y con sorprendente emoción estética. Dicen sus críticos que Rafael es un autor de creación lenta, “un poeta de la palabra precisa y distanciado de modas, poeta de tradición, moderno y vanguardista”, según Sánchez Trigueros, con temas fundamentales que lo enriquecen. En Las edades del frío nos dice que ama la aventura de las palabras, “son ellas las que me eligen y utilizan, las que rigen la vida y son la vida”, luego indaga los cuatro elementos, tierra, agua, aire y fuego, palabras claves y en estado puro en su poesía, con las que intenta forzar las lindes de lo perceptible, hasta desembocar en la materia como límite último. En Los dominios del Cóndor, el poeta expresa su anhelo de penetrar en el misterio que encierra el universo, en “el espacio que se esconde en cada gota, y volar por los dominios del Cóndor”, donde espacio y tiempo son conceptos inestables del misterio. En Los estados transparentes, con el inolvidable “No volveré a París”, la palabra clave es la transparencia, tema recurrente a lo largo del poemario anterior de Límites.
En la poesía de Rafael hay palabras que se repiten. Es evidente la palabra “hombre” en su trilogía sobre los Gestos, en homenaje a su amigo Julio Alfredo Egea; o la palabra “tacto”, que para él es amor, conocimiento y vida. “Es mi tacto el que crea”, nos dice en Límites, pero ello no le basta. Cada palabra tiene su realidad y su propia atmósfera. La palabra “aljibe” le evoca el misterio del universo. La palabra lluvia, brota y cae desde dentro, es la hora de la escritura, cuando el poeta está en situación de trance o de lluvia y llega el poema. La visión del Gran Atlas en El país de los sentidos le toca una fibra sensible que le suscita el deseo de conocer el mundo y ensanchar su espacio vital. Los estados transparentes y Prosas viajeras nos presentan al escritor en Guatemala, Chile, Argentina, París, Italia, Rusia, Inglaterra, Argelia, Mauritania, e incluso en un oriente lejano, India, china, Nepal, Indonesia o sobrevolando Nueva York, convertido en un viajero de Europa que aspira a la comprensión unitaria del universo. Ya en Los dominios del Cóndor, el poeta expresaba el anhelo de penetrar en el misterio que encierra el universo y fundirse con el espacio, que le parece infinito desde la cima de la Cordillera de los Andes, para alcanzar límites que lo lleven más allá de la realidad. Y en este mundo poético de espacios se pregunta si es posible traspasar la realidad y ocupar al mismo tiempo dos espacios simultáneos, fusionando espacio y materia. Sería el tiempo simultáneo, sin duda la concepción más rotunda y original en su cosmovisión y que tal vez le viene de lejos; pues ya en Variación Temporal escribe que “el presente es recuerdo. El futuro es pasado. El mañana es ahora. El ayer es mañana. El hoy es un después. El pasado es ahora” “Porque en el tiempo todo avance/ es a la vez un retroceso, / y no sabemos cuándo/ se consumó nuestra aventura..”
Poeta de viajes interiores y de muchos viajes, de paisajes físicos y humanos, poeta que escribe sin ínfulas y sin engolamientos, poeta próximo y generoso, poesía indagadora que arriesga y que en su busca le hace volar hasta la Isla Negra con Neruda, a Venecia, ciudad que se hunde, a la Jema el fnaa de Marrakech en busca del ruido de sus tambores, a los remeros del Volga, a los fiordos noruegos “donde no hay salida”, a los altísimos lagos croatas de Plitvice, a Florencia en busca de Miguel Ángel y del “arte non finito”. No he visto a nadie coquetear tanto con el miedo como al penetrar en los túneles vietnamitas de Cuchi, ni más fascinado por la belleza como en la bahía de Along, ni más entusiasta por la grandeza de los templos de Ankorg o ascendiendo a las pagodas de Birmania. Ni la melancolía ni los desengaños sin embargo se han hecho para él. En cada uno de sus viajes está inventando un país. “La melancolía de los jóvenes está hecha con niebla, la de los viejos está hecha a base de desengaños”, dice con los ojos encendidos mientras le propongo un nuevo viaje, que seguramente él ya lo ha recorrido y del que está de vuelta.
MANUEL VILLAR RASO (Ólvega, 1936) Fue pastor y después ingresó en un seminario, hasta que a los veintidós años, marchó a Madrid a estudiar. Es doctor en Literatura Americana por la Universidad de Madrid, con un master en la universidad de Nueva York. Fue profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, marchando a Granada en 1977, ciudad, en cuya Universidad enseñó. Colabora habitualmente en el periódico El Ideal de Granada, y organiza periódicamente expediciones a África con la Universidad de Granada. Ha sido guionista de numerosos documentales para televisión. Es autor de ensayos literarios y novelas de temática variada entre las que destacan África en silencio (2005), Ser mujer en África (2005), La larga noche de Angela (2004), Donde ríen las arenas (1994), Últimos paraísos (1986), Las Españas perdidas (1983) El laberinto de los impíos (1981) Comandos vascos (1980) y Mar ligeramente sur (1975)
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