DIARIO DE UN ESCRITOR
Vic, 15 de julio de 2011
Despierto en la comuna libertaria de Vic de la resaca de dos cervezas y dos mojitos que me tomé ayer en el Café Salambo con amigos que son mis lectores, y bajo la atenta mirada de la gata Espurna que ha dormido sobre mi cabeza, en un mueble. Tengo buena relación con las gatas, no me arañan, Esfumata. Y de mañana bajo a una de las ciudades de mi sexta vida para comer con el director de El Bosque. Al ser las tres, muchos de los platos que me apetecía comer se terminaron. Quería pastel de verduras, pues me tengo que conformar con espaguetis; me apetecían canelones, pues me como un atún. Menos mal que el postre, la tarta tatin, no la pidió nadie antes. Hablamos de cine, de trabajo, de mi casa, de su viaje a China, de mis ganas de vivir una temporada en Birmania, de la crisis…Luego quedamos en la cuarta casa de mi sexta vida para recoger unas películas de Marilyn Monroe que me dejé en el sótano, de mi mudanza del Sur al Norte, y unos cuantos libros de mi biblioteca: cuatro novelas de Francisco Umbral, de quien sólo leí sus artículos, y las obras completas de Goethe que, desde que oí una conversación en Salobreña entre mi homónimo y una amiga, me han entrado ganas de leer. Sí, una de mis muchas asignaturas pendientes.
Entrar en mi despacho de la cuarta casa de mi sexta vida, que está en la planta tres, me produce una sensación extraña, de que el tiempo no ha pasado por allí y se detuvo en determinada fecha. Todo sigue igual, lo que agradezco infinito. Nada me hubiera desazonado más que ver cambios drásticos en un intento de borrar a mi fantasma. En las dos estanterías que cubren las dos enormes paredes de mi biblioteca siguen mis diez mil libros, los míos y los que heredé de mi padre bibliófilo, el principal culpable de mi amor obsesivo por la literatura. En mis cajones de mi mesa de estudio, que abro, montones de manuscritos, en el sentido literal de la palabra, escritos a mano, que cojo no sé con qué intención. Todo sigue como cuando dejé esa casa hace tres años y medio. Incluso, en la mesilla del que fue mi dormitorio, sigue En busca del tiempo perdido con el punto de lectura en la página 159, en donde lo abandoné al emprender mi séptima vida para no cogerlo más. Dejo a Proust en paz, que siga en reposo. No puedo perder el tiempo ni buscarlo.
A las 16,30 pretendo ver una película que me han recomendado amigos cinéfilos. Blackthorn de Mateo Gil. Fernando Marías dice que soy clavado a Sam Sephard. Espero serlo dentro de diez años. Me hubiera gustado más que me dijera que me parezco a Eduardo Noriega. Pero la película, que pasan en los multicines de un enorme centro comercial, no la proyectan a las 16 30 sino a las 18,30. Consumir dos horas en ese centro hasta que sean las 18:30 las invierto en tomarme tres horchatas, la primera pésima, en un Haagen Dazs, lo que me obliga a tomarme un par de buenas en otro establecimiento, una para sacarme el mal sabor de boca y la otra, para disfrutarla. Pero me sigue sobrando tiempo. Y entonces me da por consumir, una fiebre inexplicable: compro toda una vajilla de platos muy clásicos con sus correspondientes boles para gazpacho, plato llano, plato sopero y de postre, alfombrillas de baño, copas de vino blanco, porque las de tinto ya las tengo, recipientes transparentes para las legumbres, una licuadora para hacer zumos de verduras, una tostadora doble, cincuenta CD vírgenes…y en esa fiebre, de poco más de hora y media por cuatro establecimientos, me dejo 300 euros. Y eso, la compra, me produce un estado de euforia que imagino desaparecerá cuando me llegue el cargo de la Visa a principios de mes. Luego sí, por fin, voy al cine. Y no sé si me parezco a Sam Shepard, puede que sí, aunque lo que más envidio del yanqui es Jessica Lange, sin duda, pero sí decirles, a los que lean estas líneas y les guste el buen cine, que se trata de un western magnífico, de una factura clásica e impecable, en la que Mateo Gil, su español director, capta a la perfección la esencia del western, su épica, sus códigos morales y, además, la ubica en extraordinarios paisajes como el Salar de Uyuni, o los Andes bolivianos. Una película para disfrutar. Y con ese buen sabor de boca cinematográfico he regresado a la comuna de Vic en donde mi amable camarada me prepara la cena porque le oigo batir los huevos de una tortilla que será de ajos tiernos, me huelo. Esto es hospitalidad. Y amigo.
Barcelona, 14 de julio de 2011
Primera presentación de la octava vida. Bajé del Valle de Arán al mediodía y, al sentarme ante el volante, me dije: en las cuatro horas de viaje preparas la presentación. No me hice caso. Mientras conducía, tomando las curvas como una flecha y dejaba atrás pesados camiones en la sinuosa carretera que bordea el pantano, no hice otra cosa que reflexionar sobre la sexta y la séptima vida. Pero la presentación, a las 8, tuvo mucho de entrañable y estuvo más concurrida de lo que preveía. Primero porque estuve acompañado de mi paisana Celia Santos y mi colega José Vaccaro Ruiz, que me quieren y los quiero. Segundo por estar en el barrio de Gracia, mi land, mi territorio. Tercero por los amigos lectores que me acompañaron: una que no había visto desde hacía cincuenta y cuatro años, que ya son años, culpable de mi cinefilia; el director de El Bosque cuyo estreno espero ansioso, colegas de mi quinta vida, cuando nadaba entre dinero (ajeno), el club de fans de Terrassa que trasladó al evento una nutrida representación y dos colegas y excelentes escritores. Faltó alguna gente cercana que se ha situado muy lejos. Glosaron mi trayectoria mis amigos presentadores. Cerré yo el acto. Y me mantuve irreductible hasta altas horas de la noche, con dos mojitos en el estómago, charlando con una argentina profesora de tango, que me instruyó sobre la historia del baile, una actriz, que ya es presencia fiel en mis presentaciones, y una venezolana de la que no me atrevo a escribir su nombre porque siempre yerro.
Arán, 11 de julio de 2011
Hoy anduve metido en una nube. Literalmente. Al atardecer, que es, para mí, una hora de magia, cuando la montaña es más bella, está más serena e inquietante en su profundo silencio. Después de andar trabajando en la primera corrección de la que va a ser mi próxima novela que saldrá en noviembre y es de un género que he tocado de forma tangencial anteriormente: terror y fantasía. Pero terror cotidiano, el que te encuentras en tu propia casa. Escribí, corregí, añadí algunas cosas al original y después, no sé por qué razón, puse un CD de Madre Deus en el Sony que me regalaron en la séptima vida. Lo escuché tumbado, sobre el parquet de la buhardilla, tal como solía hacer en mi sexta vida cuando colocaba los discos de vinilo en mi tocadiscos Vieta. Pero no lloré, para mi sorpresa, ajeno a la saudade que destila la maravillosa voz de la cantante portuguesa. Quizá hasta esté preparado para escuchar Mahler sin que me asome una sola lágrima al rostro o me entren ganas de arrojarme por el velux de la buhardilla a la calle. Me estoy endureciendo. Fue después de escuchar esa música que sentí la necesidad de ir al Cloth de Baretges, algo irracional. Lo veía desde mi buhardilla cubierto de nubes. Es igual, voy, aunque sea tarde, cerca de las ocho, voy porque algo me impulsa a ir. Tomé el coche y cogí la sinuosa carretera que sube hasta el Portillón, me desvié poco antes del puerto para tomar la pista forestal de la que conozco cada revuelta, cada arroyo, cada prado y hasta casi cada árbol y aparqué en un espacio habilitado como parking porque quería hacer el último tramo a pie. Y subí, con mi cayado y mi cámara de fotos colgada al cuello, hasta el Cloth, hasta ese maravilloso cuello de montaña solitario y fronterizo, tierra de nadie que ya es mi territorio.
No estaban los caballos, no había nadie salvo una densa niebla que devoraba el prado cubierto de acelgas silvestres para despeñarse por la otra ladera e invadir, desde Francia, Arán. Y fue entonces cuando decidí entrar en la nube, perderme en ella, tomar un camino nuevo, que nunca antes había hollado, que me llevó por unos montes extraños cubiertos de flores amarillas que parecían tropicales, muchas, punteando las laderas de las montañas. Escuché, entonces, las esquirlas de los caballos y los vi pastando en un monte próximo. Lo siguieron haciendo mientras el jefe de la manada me observaba. Bordeé un bosque extraño, de una especie arbórea desconocida, en medio de una niebla cada vez más densa que desdibujaba el paisaje cercano y borraba por completo el lejano. Reinaba la humedad, claro, dentro de esa nube. Y cierto bochorno, a pesar de que casi eran las nueve. Seguí andando hasta que escuché el bramido de un ciervo y me detuve a ver si lo veía. El ciervo siguió bramando, invisible en esa nube en el que él y yo estábamos. Y prudentemente di la vuelta, por la hora, aunque podía seguir andando y andando hasta literalmente perderme por esa montaña embrujada.
No era un sendero muy transitado y, en algunos de sus tramos, por Francia, porque estaba en Francia desde hacía una hora, había cruzado la frontera divisoria que está mismamente en donde el Cloth de Baretges desciende, la hierba lo cubría, lo disimulaba. No me perdí, a pesar de que mi vista no alcanzaba más allá de dos metros, por un paisaje al que la niebla otorgaba una belleza fantasmal, de novela gótica. Y a las nueve y cuarto estaba de nuevo en el Cloth de Baretges, sentado en el banco del refugio y mirando como las nubes pasaban por mi lado para ir a despeñarse lentamente en Arán. Algunas eran consistentes, espesas, borraban todo el paisaje, lo devoraban según avanzaban; otras se deshilachaban y fragmentaban en multitud de pequeñas nubes que dejaban ver un cielo en el que aparecía ya una luna casi plena. Terminé de leer una novela, en silencio, porque ese es un buen paraje para lecturas, y cuando cerraba el libro y alcé la vista vi dos ciervos, los que había visto cinco o seis días atrás, los mismos, que deben subir de los bosques cuando cae la tarde y a pocos minutos de la noche a devorar la hierba del Cloth. Los miré y me miraron a dos centenares de metros. No me moví para no ahuyentarlos y ellos siguieron paciendo. Podía oír el ruido que hacían arrancando la hierba. Pero cuando me levanté, porque ya anochecía y tenía que regresar, se detuvieron, dieron media vuelta y corrieron al galope en dirección Francia en una carrera elegante, con la cabeza bien erguida. Y se perdieron de mi vista en el interior de una nube que subía por la ladera de la montaña que ellos descendían.
Son mis ciervos, a los que ya conozco y quizá me conocen.
Valle de Arán, 9 de julio de 2011
Tendré que tener mucho cuidado cuando abra el velux de mi dormitorio. Hoy lo hice, para ahuyentar a una mosca pesada, y cayeron dentro de la habitación dos avispas. Cerré de inmediato cuando me di cuenta de que hay un nido en el tejado, un avispero por donde asomaban más. Por fortuna las que entraron en mi dormitorio no eran adultas y apenas volaban. A una la cacé dos horas más tarde en el cristal del velux, la golpeé con un contrato literario y, como se resistía a morir, le puse encima la pata de la mesilla de noche cuando se desplomó al suelo de parqué. La otra anda desaparecida. Quizá me encuentre esta noche y me obsequie con un picotazo. Muerte. De una avispa. Como anteayer fue de un cervatillo imprudente que no miró antes de cruzar la carretera, y la de ayer de un hombre o mujer que se fue de su casa al cementerio a pesar del buen día que hacía para pasear.
Hay otro insecto en la casa, una araña enorme en el garaje que ha tejido, a destajo, tres telas de araña en otras tantas esquinas en las que, de momento, no ha caído nadie. A esa no la mato mientras no salga del garaje y suba por las escaleras al salón. Me mantendrá limpio de insectos la planta baja. Insectos con los que familiarizo para esa próxima novela que, si las cosas no se tuercen, saldrá en noviembre. Una historia kafkiana pero muy personal. Siempre escribo sobre mí mismo. Hasta en las novelas con insectos como ésta que creo se llamará La invasión de los fotofóbicos. ¿Adivinen quiénes son los fotofóbicos? Los conocen. Los tienen en sus casas. No aquí, en el Valle.
Mando invitaciones por correo para la presentación del próximo jueves en Café Salambó. Por correo quiero decir en carta de papel metida en un sobre cerrado y franqueado en la estafeta. Para un excolega del trabajo, un chico del preuniversitario, un ciego que fue amigo mío y me sirvió de inspiración para escribir Los ojos ajenos, el Doctor, con el que coincidí en la mili, y Labios de Fresa, una chica a la que conocí hace tantos años que ya no me acuerdo y seguro que ya no será una chica. Era algo gordita, bastante mona y lucía un flequillo. Me gustaban, sobre todo, sus gruesos labios. Una camarera de Las Titas, en Granada, me la recordaba siempre que se acercaba a dejarme la cerveza sobre la mesa de cerámica. No sé si vendrán. No sé si, cuando abran la carta esos seis invitados a los que hace años no veo, me identificarán. No sé, ni siquiera, si viven. Muerte. Tanta muerte.
Después de comer he cogido la bicicleta y el casco, me he colocado las mallas negras, la camiseta más vieja, la de Vorvik, zapatillas de deporte y me he montado en mi nueva bicicleta. Hacia el Portillón, ocho kilómetros y pendientes que llegan a los 12 grados. He empezado a sentirla mía a medida que la utilizaba, cambiaba de marchas. La he comenzado a engrasar con mi sudor que me corría a chorros en cada pronunciada revuelta de esa sinuosa carretera frecuentada por ciclistas. Pero con ese sol yo era el único. Todo tiene su técnica. El ciclismo. El amor. No son tan diferentes uno del otro. Pedaleas hasta el agotamiento, sin descanso, para alcanzar la meta/orgasmo, del mismo modo que te hundes sin descanso en el cuerpo amado hasta que literalmente revientas de placer. En ambos casos no conviene tener prisas, hay que tomarlo con calma, no desgastarse en las primera pedaleadas ni en las primeras penetraciones, resistir hasta el infinito en el que placer y dolor se funden. Eso pienso mientras mi vista va siguiendo la línea blanca del arcén y cuido de no atropellar babosas. Por fortuna, la posición del sol, dibuja la sombra de los árboles sobre el asfalto. Pero sudo. Me quito el casco. Me detengo un instante para echarme agua por la cabeza de la cantimplora. Y sigo pedaleando carretera arriba esos ocho kilómetros que se me hacen ocho mil. Intento ir en segunda para reservar la primera para el último tramo de pendientes que son muy acusadas, pero no puedo más y la entro antes de que me caiga de agotamiento. Falta de entrenamiento, muchacho, y los años que pesan.
De cuando en cuando me sobrepasa un coche. Con marchas cortas zigzagueo. Y subo. Lento, pero subo. Llego a la última pendiente, quinientos metros de subida con 12 grados de inclinación. No me detengo y voy hacia arriba, al límite, con el corazón en la boca, en busca de mi orgasmo. Desde luego son mejores los otros. Pero cambio de idea cuando veo el camino del Cloth de Baretges. Lo tomo. Cambio el asfalto por la tierra. Está más fresco. Pedaleo hasta el Prat de las Bruixas, pedaleo en un par de revueltas con sus correspondientes repechos de infarto y me digo que ya estoy harto de pedalear y me apetece andar, así es que me bajo y camino. Hay fresas en los arcenes pero estoy muy cansado para cogerlas. Bebo, eso sí, un gazpacho que llevo en mi mochila color butano. Me lo tomo todo entero, en cuatro tragos y otras tantas paradas. Las ocho, indica mi teléfono móvil. Quedan dos horas de sol escasas y media hora para culminar el Cloth con la bici arrastras. Pero tengo hambre y estoy cansado. Así es que regreso, probando por el camino de tierra los amortiguadores y los frenos de disco. Funcionan. Si no funcionaran ya me habría roto una pierna. Y con una pierna rota tendría que vivir en el garaje de mi casa, dentro del coche. No me frustra no haber alcanzado ninguna de mis dos metas. Ya no tengo metas, solo caminos que no sé adónde me llevan.
Cuando alcanzó la carretera la bajo a tumba abierta, soy una flecha que toma las curvas abriéndose y frena poco antes de entrar en ellas. El aire me da en la cara. Y los insectos. Hay insectos que son duros como piedras y que chocan contra la valla quitamiedos haciendo tanto ruido como si fueran piedras lanzadas por alguien. Voy a velocidad de motorista. Cincuenta kilómetros por hora, sesenta. Una caída puede ser letal. Imagino que no freno a tiempo en una curva y vuelo al fondo del valle con bicicleta incluida. O que doy unas cuantas volteretas, rebotando en el asfalto y astillándome todos los huesos y reventándome la cabeza. Mal asunto subir los tres tramos de escaleras de mi casa con los huesos destrozados. Arrastrándome, como un insecto.
Entro en casa a las 9, muerto de hambre. Me hago un par de bocadillos de mortadela. Me preparo cuatro vasos de leche de almendras. Me estabilizo lentamente en el sofá, ante el televisor, viendo Gatacca. Lo que más aprecio es la banda sonora de Michael Nyman. La película me aburre. Pero me fijo en un detalle, en cómo el parapléjico personaje interpretado Jude Law sube las escaleras de su casa con la sola ayuda de los brazos. ¿Podré hacer yo lo mismo cuando las piernas no respondan?
Valle de Arán, 8 de julio de 2011
La gente se muere en la montaña. Hoy, en este apartado lugar lejos del mundanal ruido, alguien pasó a mejor vida, a la no vida. Todo el pueblo se congregó en los alrededores de la hermosa iglesia románica cuyas campanas tocaron a difuntos. Un coche fúnebre, con flores de la montaña, contenía el ataúd del muerto, o muerta. Miré las caras del medio centenar de congregados mientras dejaba de leer, por un momento, Público que hoy daba Full Monty: reiremos. No vi pena ni dolor en ninguno de los rostros, sino alegría. Me vi, en un flash back, en el entierro de mi padre, primero, de mi madre, más tarde, demudado. Nadie llora a los muertos cuando los llevan al cementerio. Además no es un día para llorar, el viento, que sopla con fuerza, levantó todas las nubes y luce un sol de vida, intenso. Alguien se va mientras, a su alrededor, la vida bulle. El cortejo se puso en marcha, hacia el cementerio, seguido por los lugareños, y los jóvenes, media docena, abandonaron el funeral y se sentaron en una larga mesa de uno de los bares vascos del pueblo a eso, seguir viviendo. Y bebiendo.
Proseguí la lectura del diario. Ahora caen los políticos europeos que han estado haciendo el idiota pagando a unas agencias de calificación casi delictivas contra las que hay demandas judiciales. Nos dimos cuenta todos, los indignados, de que así era, pero los cándidos políticos son muy inocentes y les siguieron pagando para que hundieran o levantaran países a su antojo esas empresas que tienen credibilidad cero. En China, país cuyo régimen político detesto, habrían fusilado a todos los directivos de esas agencias filibusteras, a unos cuantos cientos de banqueros, a unas docenas de políticos. No pido tanto. Pero sí cárcel, por favor, cárcel para tanto maldito delincuente impune.
Barcelona, 6 de julio de 2011
Bajar al mundanal ruido tiene un precio: 4 horas de una larga y sinuosa carretera que bordea pantanos repletos de agua hasta que desemboca en una autovía atestada de tráfico. Conducir te permite contemplar esa gradación del paisaje, desde el verde más verde al ocre seco del llano que sólo los cultivos de maíz transgénico y los frutales de Lleida verdean. Salí a las siete y media después de una noche corta. A las once y media entraba por la Diagonal. A las doce estaba comprando mi nueva bicicleta con la ilusión de un niño pequeño por el regalo que se hace. Parece buena, aunque pesada, por los amortiguadores que velarán por la salud de mis vertebras cuando descienda por la pedregosa pista forestal de los lagos de Liat. El empleado de Decatlhon me explica todos los detalles, pero seguro que los olvido. Salgo de la tienda montado en ella y no la siento entre mis piernas mía sino ajena, extraña. Tardaré en acostumbrarme, no será mía del todo hasta que no la engrase con mi sudor.
Siempre odié el Starbucks Café por una razón muy simple: sirven el café en vasos de parafina. Odio la parafina. Creo que lo dejé claro a lo largo de las novelas que tienen por escenario Estados Unidos. Pero entro en uno de los establecimientos de la Diagonal porque tienen wifi, media miserable hora de conexión mientras me tomo un zumo de naranja de cuatro euros y disfruto del aire acondicionado. Escribo para que la séptima vida no quede como un reguero de hiel, que no lo fue. A fin de cuentas todo es comunicación, o falta de ello. Antonioni, Bergman. Hay una película que me viene a la cabeza: Intimidad de Patrice Chereau. Un par de amantes, dos completos desconocidos, que se citan en un sórdido apartamento londinense para darse placer con sus cuerpos, una relación simplemente carnal que funciona hasta que uno quiere conocer más de su compañera que su piel y todo se hunde entonces. Cada relación tiene sus pautas, sus características propias, su ritmo. Forzarla las rompe.
Como con la arquitecta de mi sexta vida. Con la crisis ha dejado de comerse bien en todos los restaurantes que servían una comida decente. Una cerveza que sabe a hiel, unos canelones amargos, unos buñuelos de bacalao que llevan más patata que pescado, una crema catalana con más harina que huevo. Le hablo de mi casa en la montaña, de mi buhardilla que me he montado, de la que estoy tan orgulloso porque la he diseñado, con ayuda de Ikea, claro, de su república independiente. Me desvela, cosa que agradezco, porque ya no tendré que preguntar a nadie, el secreto de los vascos en el Valle de Arán. Llegaron hace muchos siglos, como habitantes de la montaña, a este curioso micropaís en donde habito, y Arán viene del euskera. Miren, sin ir más lejos, Sabino Arana, el padre del nacionalismo de Euskadi. Me cuadra todo. Aquí, en el Valle, hay una mezcla de franceses, españoles, catalanes y vascos. Y yo, que vengo de muchos sitios y no se de dónde soy. Y hablamos de Paula, de la madre de Paula, de los tíos de Paula y de lo que nos gustaría a ambos que, a su vez, construyeran familias. Y del 15 M. Y de la maldita crisis de nunca acabar que se manifiesta hasta en la comida. Le muestro mi bicicleta recién adquirida, con orgullo. Y me voy al cine mientras la arquitecta de mi sexta vida regresa a su trabajo.
No hay cines lejos del mundanal ruido, salvo una especie de barraca de feria en donde pasan películas infumables, así es que aprovecho mi estancia en Barcelona para bajar, en mi nuevo caballo, al Renoir. Una mujer en África. El título me atrae. También su intérprete. En la filmografía de Isabell Huppert que dan con el programa de mano falta uno de sus films fundamentales: La puerta del cielo. Bendito eufemismo a la altura del Rosebud de Ciudadano Kane. Leyendo el argumento de la película uno podría pensar en un remake de Memorias de África. Hay una plantación de café, una mujer valerosa y obcecada que no se desprende de ella por nada del mundo y ese maldito mal de África que no sé si experimentaré en mi octava vida, en mi novena o lo dejo para mi próxima reencarnación. Esas son las únicas coincidencias. La película de Claire Denis es un drama áspero, con ese escenario habitual y dramático de una África en descomposición que se desangra en luchas tribales, y los colones franceses no son glamurosos blancos sino gente que lucha por la supervivencia en medio de un ambiente hostil que los acaba devorando. Una película notable, estremecedora, con un buen número de bien dibujados personajes como ese ex marido interpretado por un envejecido Cristopher Lambert, el estrábico Tarzán de Greystoke, o ese hijo inmaduro que comparten ambos, un adolescente holgazán que salió del huevo antes de tiempo y no va a madurar nunca. Después de la última secuencia, impactante e inesperada, salgo del cine cabizbajo, me subo a la bici y busco mi coche que he dejado aparcado en la zona alta de la ciudad, en la montaña, precisamente, en la Avenida Pearson, la calle en donde vive mi gánster Gaspar, o Gary, Novo de la novela que estoy terminando. Realidad y ficción que se cruzan, una vez más, ya no llevo la cuenta, mientras me dirijo a uno de los almacenes logísticos en donde deje unas cuantas cajas de libros, porque toda mi riqueza son eso, libros propios y ajenos, que cargo en la parte trasera con la ayuda del director de El Bosque y tío de Paula.
Cuatro horas se tardan en regresar de nuevo al paraíso y abandonar el mundanal ruido. Y voy muy abstraído en mis asuntos, en mis planes de futuro, en la próxima visita de una pareja amiga, en las excursiones que haremos, en el Alzheimer, el que padezco yo que no me acuerdo del Cabo de Gata hasta que lo escribo, que devora la cabeza y el cuerpo de un resistente republicano, cuando, en una curva de un barranco, me topo con la muerte. El impacto es formidable, contra la parte delantera del coche, y lo desvía unos metros hacia el centro de la calzada por donde, por suerte, no circula nadie a la hora en que todo el mundo, incluidos los camioneros, están cenando. Creo que ha sido un infortunado ciervo que, sin mirar, ha saltado del arcén y ha topado con la plancha de mi coche. He llegado a vislumbrar su cabeza una décima de segundo por la derecha. Habrá muerto del golpe. No puedo detenerme para comprobarlo y mejor que no lo haga porque si está agonizando lo voy a subir en el cuatro por cuatro y se me morirá por el camino. Mejor así, que haya sido él quien haya chocado contra el coche y no yo el que lo haya atropellado. Mejor no haberlo visto, ni él haberme visto, porque quizá habría dado un volantazo y a noventa por hora me habría salido de la carretera y habría caído por el barranco.
Sigo conduciendo. Se hace de noche cuando cruzo los pantanos que preceden al túnel de Viella. Nadie circula a las diez de la noche por esa carretera. Una niebla fantasmal me recibe cuando cruzo los cinco kilómetros de esa muralla de roca y salgo al Valle. Una niebla espesa que moja el prabrisas del coche y me acompaña hasta mi casa del pueblo que parece fantasmal, pero extraordinariamente bello.
Valle de Arán, 5 de julio de 2011
Mientras tomo, por la tarde, una carretera que me llevará a Arrés de Sus, o eso dice un letrero aunque nunca llegue al pueblo y me quede a medio camino, lo que no me supone ningún trauma (últimamente ya no alcanzo mis metas), con pronunciadas pendientes de 12 grados, perfectas para cuando por fin tenga esa nueva bicicleta de montaña entre mis piernas y pedalee enloquecido hasta la extenuación o me hernie, voy reflexionando, que para eso, fundamentalmente, me retiré lejos del mundanal ruido en mi octava vida.
El título de esa novela de Thomas Hardy resume fielmente mi presente. No la leí y debería hacerlo ahora que tengo tiempo. Pero no tengo excesivo tiempo. La que sí vi fue su extraordinaria adaptación cinematográfica que hizo en su momentos John Schlesinger, uno de los maestros del free cinema británico, en donde una mujer, Julie Christie, duda entre los tres prototipos humanos que la cortejan: Peter Finch, Terence Stamp y Alan Bates. Difícil elección. Opta por Bates, el campesino, el que está más cerca de su posición y menos riesgo supone. A mí, particularmente, el que mejor me caía era Terence Stamp, el aventurero que aparece y desaparece en la vida de Christie como un Guadiana. Eso hice yo en mi séptima vida, y con no muy buenos resultados. Lejos del mundanal ruido es una de mis películas favoritas. Otra, Rebelión a bordo. Otra, Herida de Louis Malle del que volví a ver ayer, y a emocionarme con su secuencia final, Adiós, muchachos, su film más personal. Películas que, como algunas novelas que escribo, todas, tienen que ver con mi vida.
La mente siempre está ocupada en algo, a pesar de que a veces uno desearía tenerla vacía, en blanco, o en negro, como me decía una conocida, aunque yo nunca lo conseguí y creo que era una boutade lo de tenerla en negro, porque uno piensa constantemente, y a veces eso te produce zozobra, porque el pensamiento es tan libre que escapa a tu voluntad. A veces pensamos cosas absurdas, nos pasan por el cerebro chispazos de algo al hilo de una visión, un ruido o un olor, o una canción martilleante lo ocupa sin que nada podamos hacer por evitarlo. Creemos controlarlo todo y, por fortuna, se nos escapa casi todo a nuestra voluntad (sentimientos, placeres, pasiones y emociones que van por su cuenta, sin pasar por el cerebro ni pedirle permiso). Bien, pues mi mente, mientras asciendo por la pista, se regodea precisamente en lo que quiero olvidar a toda costa, en una suerte de rebelión. Una nueva demostración de que somos dos, por lo menos, o tres.
La carretera serpentea entre bosques que van cambiando de tipo de árbol a medida que gana altura y el pueblo empequeñece abajo hasta convertirse en un punto de mapa que termina por desaparecer en una de las revueltas. Los abetos y los pinos negros aparecen a los mil metros, en una perfecta combinación cromática, plantados con la lógica aplastante del jardinero universal que es el dios Pan del que siento formar parte aquí más que en ningún otro sitio. Está nublado, han dicho que habría tormentas por la tarde pero, mirando el cielo, yo no lo creo, son nubes viajeras que quizá vuelen a otro continente. La tierra de los arcenes, eso sí, está muy húmeda, y las babosas, algunas enormes como dedos de mi mano, cruzan el asfalto con poco riesgo para su seguridad porque sencillamente no rueda ningún coche, ni anda nadie salvo yo, por esta pista forestal desierta, asfaltada en casi todo su kilometraje hasta que llega a la cota de los 1110 metros y se convierte en tierra prensada. Voy con mi cámara colgada, una pequeña mochila a la espalda en la que llevo la chaqueta de un chándal, cuyos pantalones perdí no sé cuándo ni dónde, por si refresca cuando marche el sol, y la novela que estoy leyendo, y un bastón en la mano que siempre le da a uno seguridad. Visto camiseta negra de manga corta, ceñida, vieja, muy mía, y negra, con la palabra Vorvick, título de una película de una amiga productora de cine que vi yo y pocos más, pantalón corto Coronel Tapioca y mis inseparables sandalias que han recorrido La India, Birmania, Nueva York y Egipto en mi séptima vida y ahora me acompañan por el Valle en mi octava. Durante el recorrido voy haciendo fotos, me detengo ante las flores silvestres, que siempre me parecen más hermosas que las cultivadas, y busco ese milagro de la luz que embellece las imágenes y capturan milagrosamente, no sé cómo, los pintores. Y pienso y hago juicios críticos sobre mí mismo. La autocrítica tan necesaria y que nos cuesta tanto hacer. Terapia de grupo con mis dos yo y en una habitación enorme.
En nuestra vanidad, enorme, al menos la mía, nos creemos imprescindibles y, de pronto, cuando nos convertimos en prescindibles nos quedamos desorientados, perplejos. Duele, claro, y produce un bajón automático de autoestima. Pierdes, de pronto, poder que creías detentar a perpetuidad. Bajas de la divinidad a la humanidad, de la irrealidad a la realidad, dejas de andar por las nubes para pisar suelo firme. Pero todo lo que se pierde es sustituible por algo o alguien. Y ese algo o alguien pueden ser mejor o peor que lo que se pierde, seguro que diferente. Me he propuesto, y espero conseguirlo, conjugar dos tiempos verbales: presente y futuro, y olvidarme del pasado.
Culmino mi marcha en un mirador después de siete kilómetros y medio de subida y dos horas y media invertidas. Y entonces decido regresar, porque son las ocho, al sol le quedan un par de horas de iluminarme, aunque me estaría la eternidad aquí, en el mirador, sentado, contemplando extasiado las cumbres de todas las montañas y el valle, al fondo, por donde serpentea la carretera principal y circulan camiones y coches de juguete. Intuyo, cubierto por nubes, el Cloth de Baretges, mi monte sagrado junto al que me he ido a vivir. Puedo contar los árboles del perfil de una montaña recortados contra el sol del atardecer. Aspiro profundamente el aire renovado del bosque, el olor a la savia y la madera.
Guardader de Arres indica un letrero con una foto panorámica en la que aparecen todas las montañas de enfrente, sus alturas y nombres, el lugar exacto en el que estoy. Quizá la palabra guardader sea mirador en aranés. Desciendo cuando el sol rompe todas las nubes de las montañas y las va disolviendo y esa luz prodigiosa del atardecer baña el paisaje y le da esa pátina mágica que resalta los troncos de los árboles sobre el difuminado perfil de las montañas que pierden la concreción de sus bosques por un color verde azulado uniforme. Fotografío la hierba, las flores, las ramas de los árboles tocadas por esa luz. Picoteo las fresas que crecen al borde del camino y me regala esta naturaleza feraz cuando las diviso, despuntar, rojas entre hojas delicadas como el fruto que llevan. Tan pronto llevo el bastón sobre el hombro, como un pastor masai, como lo apoyo en el suelo y me ayuda al andar o juego con él como si fuera mi brazo prolongado.
Ya bajando recibo un msg que me hace sonreír por primera vez en tres días. Río poco últimamente, cuando en mi séptima vida reía mucho. Mi carcajada, en el bosque, se une al piar de los pájaros y a los aislados bramidos de los ciervos que hoy no se dejan ver. Un amigo que se acuerda de mí, el que conservo desde los 18 años, con el que siempre estamos arreglando el mundo ante una botella de buen vino, que es cómo afloran las utopías, seguramente el mejor colega del mundo, alguien que siempre está, permanece, es pasado, presente y será futuro. Y el mensaje que recibo me reafirma que todo drama lleva en sí mismo el germen de la comedia. Sigo riendo mientras contesto y voy bajando a buen ritmo por la pendiente que fuerza mi zancada y la acelera.
Anochece y un perro, un bóxer, sale ladrando de una casa oculta y solitaria entre árboles que hay junto al camino y enmudece en cuanto levanto mi garrote, imprescindible para andar por estas montañas. A las diez entro en mi casa con piernas y pies doloridos y acompañado por las campanadas de la iglesia románica que me marca el ascenso de los escalones de la entrada tras dejar el bastón junto al paraguas y restregarme las suelas de las sandalias contra el felpudo. Antes salió una delgada luna, que fotografié volando por encima de un monte cercano, y las estrellas puntearon la bóveda celeste de mi casa amplia, infinita. Me siento ante el televisor después de devorar un bocadillo. Y me duermo viendo Un, dos, tres de Billy Wilder, que ya es difícil hacerlo con esa maravillosa comedia, lo que da la medida exacta de mi cansancio. A las cero cuarenta me arrastro escaleras arriba y me derrumbo en la cama. Ya sí, con la mente en blanco, o en negro, como me decía una conocida.
Mañana me acercaré al mundanal ruido.
Valle de Arán, 4 de julio de 2011
Ayer, en el cada vez menos interesante EPS, El País Semanal de los domingos, en el que, a duras penas, se puede leer, y no siempre, la página final que firma Javier Marías (ayer fue no siempre), había una disertación magistral de Juan José Millás al hilo de una foto aparentemente mediocre y sin sustancia bajo el título de Urnas funerarias: el alcalde de Getafe recogiendo los objetos personales de su despacho (entre ellos una foto en la que aparece él junto a Felipe González), antes de abandonarlo definitivamente, y metiéndolos en una caja. Y habla de las cajas, de su importancia en nuestras vidas, de lo que cabe en ellas, hasta nosotros mismos cuando muramos, de las cajas de cartón en las que los empleados de empresas norteamericanos vacían sus despachos una vez los llama su jefe y les dice que se busquen la vida en otro lugar, de las cajas de puros que contienen momentos de placer y reflexión, las de cigarrillos que sólo inciden en la muerte que provoca su abuso, las de los zapatos que nos aíslan del suelo, las cajas de regalo que envolvemos para que su destinatario tenga la sensación de estar destapando cajas rusas y se lleve, al final de su recorrido, una agradable sorpresa, La Caixa, la caja registradora de la tienda que marca la ganancia de una jornada, la de caudales que ansía todo atracador que se precie, etc.
La vida cabe en cajas. Todas. Mi vida, lo que me llevé conmigo de la séptima a la octava, cupo, una forma verbal que me sigue sonando fatal señores de la RAE que mantienen los irregulares vaya usted a saber por qué, en una veintena de cajas llenas de libros y media docena de maletas llenas de ropa y retratos representativos de mis seis vidas anteriores.
Hoy, que me levanto muy temprano, con la primera luz filtrándose entre las nubes del Valle, hago una pequeña caja, de cenizas, en donde meto un pijama de seda, unas zapatillas, un cepillo de dientes y otro de pelo, una tarjeta de memoria, un paquete de compresas, cinco fotografías analógicas de gran tamaño y sí, mi CD de Erik Satie, porque así me hago la ilusión de que no escucharé jamás esa música. Y lo envío a El Sur, la parte no rodada de la inacabada película de Víctor Erice, en donde se consumió mi séptima vida y dejó una columna de humo: nada.
Valle de Arán, 3 de julio de 2011
Los domingos de la montaña son muy diferentes de los de la ciudad. En la ciudad me deprimían siempre. Porque la ciudad muere ese día, sobre todo por la tarde cuando la gente se mete en sus casas y las calles quedan vacías. Aquí es diferente. La montaña no entiende de domingos, los cursos de agua siguen discurriendo por sus cauces, las nubes cruzando el cielo y superando las cimas de los montes, el viento moviendo las ramas de los árboles...¿Mejor? No lo sé.
Lo importante para subsistir y no derrumbarse son crear rutinas diarias, que den apariencia de organización y normalidad. Nunca dejar la cama sin hacer, recoger siempre los platos, ducharte y, después de hacerlo, fregar el suelo del cuarto de baño aunque no recibas ninguna visita salvo la tuya cuando regresas de la calle. Hay que estar a buenas con uno mismo pues es quien nos va a acompañar siempre hasta el final. El día que tengas problemas contigo mismo realmente tendrás un problema. Procurso que eso no suceda. Tengo recursos.
Una rutina es comprar el diario a la vecina argentina y sentarse a leer en una terraza de uno de los bares vascos, al sol. Un día, si me acuerdo, tendré que indagar por qué hay tantos bares y restaurantes vascos en el Valle de Arán, qué extraña conexión interterritorial existe entre Euskal Herria y Arán, que seguro que la hay. Bebo una cerveza porque no sé qué otra cosa se puede beber antes del mediodía y era lo que bebía en mi séptima vida que nació y murió en Granada y duró tres años y medio. La terraza del bar vecino está ocupada por los turistas que ha vomitado en el pueblo un autocar francés. En la mía hay una familia, con muchos niños pequeños que me van pidiendo educadamente las sillas de mi mesa hasta dejarme solo con la mía.
La vista desde la terraza es magnífica: montañas enormes enfrente, que parecen vayan a desplomarse sobre el villorrio, cubiertas de árboles de principio a fin, con todos los verdes del mundo. Reciben hoy una luz tan especial que permite distinguir un árbol de otro, poder contarlos, individualizarlos de la masa boscosa del que forman parte.
Leí al sol el periódico, pero no me interesó especialmente, ni siquiera era brillante el artículo de Mario Vargas Llosa sobre la nueva China que ha encontrado en su último viaje. De China sólo conozco la fascinante Hong Kong. Pasé por alto, por excesivamente larga, la entrevista con Rubalcaba. Y regresé a casa. Pero antes de comer engrasé la vieja bici, inflé los neumáticos y pedaleé diez minutos por los alrededores del pueblo siguiendo el curso del Garona bajo el sol de la una y media sudando la camiseta de la librería Negra y Criminal, la que venderá mis libros en la presentación del próximo 14 de julio en el Café Salambó. Me da pena mi vieja bici que aparcaré en cuanto dentro de dos días me compré una nueva. La dejaré para mis hipotéticas visitas; para que se hernien cuando la cojan e intenten subir una cuesta con ella.
Cocinar sin aceite es un problema. Olvidé que lo terminé ayer. Finalmente he conseguido una porción de mantequilla y en ella he guisado un pollo al curry del que no me sentí muy satisfecho a la hora de comerlo. Soso. El aceite otorga alegría. Y seguí con esa sopa que me cunde exactamente quince días. Parece magia, la multiplicación de los panes y los peces: vas echando agua y cociendo y tienes siempre caldo. Y hay una patata que resiste todos los hervores, no sé de qué estará hecha, mientras la zanahoria simplemente se disolvió.
A media tarde el cielo se ha cubierto y ha empezado a llover suavemente en la buhardilla al mismo tiempo que tronaba muy lejos, en la montaña de enfrente a la que subiré algún día de mi octava vida. Una tormenta de verano, localizada entre estas montes en las que me ubico como un ermitaño. Unas gotas que refrescan el ambiente caluroso del día y contribuyen al verdor de los pastos.
Mientras trabajaba (escribía, imprimía un original, lo empaquetaba) me he puesto a escuchar un CD de la brasileña Marisa Monte y me he dado cuenta de que ésa no era la música que me apetecía oír, con la que sintonizaba mi estado anímico de hoy, ni siquiera con la de Ismael Lo que escuché antes. Es el momento de la trompeta de Miles Davis. Lo pongo. Doo-Bop. Y me estremezco de arriba abajo con el primer tema, Mystery, que se mezcla con el rumor lejano de los truenos y el olor de anís que sale del obrador de abajo.
Hace cuarenta años moría Jim Morrison. Y aún vive. Suerte la de él.
Cuando uno muere, y cuando mueren los que te mantienen vivo en su recuerdo, ¿qué queda? Nada. ¿Qué sentido tiene ser algo que va a ser nada? Nos creemos árbol y sólo somos parte del bosque.
Valle de Arán, 2 de julio de 2011
Muere Lana Turner. Fue una guapa que nunca me gustó. Ni como actriz. Pero era guapa, espléndida, especial para los papeles de femme fatale. Creo que lo fue en la vida real. Creo que su vida real fue turbia, que anduvo mezclada con mafiosos, que estuvo involucrada en algún crimen. La perversa mantis de la primera versión de El cartero siempre llama dos veces. Milady, la mala malísima de Los tres mosqueteros a la que ejecutan estrangulándola, cosa terrible de ver. Hace cincuenta años que Ernest Hemingway se voló la cabeza. A los 61 años. No quiso vivir más. No quiso enfrentarse a ese último tercio de la vida que muchas veces no tiene otro sentido que la recapitulación. El cazador se cazó a si mismo disparando su escopeta de caza con el dedo del pie. Cuando mengua el cuerpo es muy difícil aguantarse. Me tomo una cerveza en uno de los dos bares vascos del pueblo. Ya es un rito. La camarera me conoce. Dos chicas desayunan. Un energúmeno, desde el interior del local, comenta que son lesbianas. Las chicas, que lo oyen, lo niegan. Leo Público y miro la montaña de enfrente. No parece real con sus bosques, prados, un pequeño cráter. Un día subiré a la cima. Pero tendré que hallar el camino. Y luego perderme.
Despierto en la comuna libertaria de Vic de la resaca de dos cervezas y dos mojitos que me tomé ayer en el Café Salambo con amigos que son mis lectores, y bajo la atenta mirada de la gata Espurna que ha dormido sobre mi cabeza, en un mueble. Tengo buena relación con las gatas, no me arañan, Esfumata. Y de mañana bajo a una de las ciudades de mi sexta vida para comer con el director de El Bosque. Al ser las tres, muchos de los platos que me apetecía comer se terminaron. Quería pastel de verduras, pues me tengo que conformar con espaguetis; me apetecían canelones, pues me como un atún. Menos mal que el postre, la tarta tatin, no la pidió nadie antes. Hablamos de cine, de trabajo, de mi casa, de su viaje a China, de mis ganas de vivir una temporada en Birmania, de la crisis…Luego quedamos en la cuarta casa de mi sexta vida para recoger unas películas de Marilyn Monroe que me dejé en el sótano, de mi mudanza del Sur al Norte, y unos cuantos libros de mi biblioteca: cuatro novelas de Francisco Umbral, de quien sólo leí sus artículos, y las obras completas de Goethe que, desde que oí una conversación en Salobreña entre mi homónimo y una amiga, me han entrado ganas de leer. Sí, una de mis muchas asignaturas pendientes.
Entrar en mi despacho de la cuarta casa de mi sexta vida, que está en la planta tres, me produce una sensación extraña, de que el tiempo no ha pasado por allí y se detuvo en determinada fecha. Todo sigue igual, lo que agradezco infinito. Nada me hubiera desazonado más que ver cambios drásticos en un intento de borrar a mi fantasma. En las dos estanterías que cubren las dos enormes paredes de mi biblioteca siguen mis diez mil libros, los míos y los que heredé de mi padre bibliófilo, el principal culpable de mi amor obsesivo por la literatura. En mis cajones de mi mesa de estudio, que abro, montones de manuscritos, en el sentido literal de la palabra, escritos a mano, que cojo no sé con qué intención. Todo sigue como cuando dejé esa casa hace tres años y medio. Incluso, en la mesilla del que fue mi dormitorio, sigue En busca del tiempo perdido con el punto de lectura en la página 159, en donde lo abandoné al emprender mi séptima vida para no cogerlo más. Dejo a Proust en paz, que siga en reposo. No puedo perder el tiempo ni buscarlo.
A las 16,30 pretendo ver una película que me han recomendado amigos cinéfilos. Blackthorn de Mateo Gil. Fernando Marías dice que soy clavado a Sam Sephard. Espero serlo dentro de diez años. Me hubiera gustado más que me dijera que me parezco a Eduardo Noriega. Pero la película, que pasan en los multicines de un enorme centro comercial, no la proyectan a las 16 30 sino a las 18,30. Consumir dos horas en ese centro hasta que sean las 18:30 las invierto en tomarme tres horchatas, la primera pésima, en un Haagen Dazs, lo que me obliga a tomarme un par de buenas en otro establecimiento, una para sacarme el mal sabor de boca y la otra, para disfrutarla. Pero me sigue sobrando tiempo. Y entonces me da por consumir, una fiebre inexplicable: compro toda una vajilla de platos muy clásicos con sus correspondientes boles para gazpacho, plato llano, plato sopero y de postre, alfombrillas de baño, copas de vino blanco, porque las de tinto ya las tengo, recipientes transparentes para las legumbres, una licuadora para hacer zumos de verduras, una tostadora doble, cincuenta CD vírgenes…y en esa fiebre, de poco más de hora y media por cuatro establecimientos, me dejo 300 euros. Y eso, la compra, me produce un estado de euforia que imagino desaparecerá cuando me llegue el cargo de la Visa a principios de mes. Luego sí, por fin, voy al cine. Y no sé si me parezco a Sam Shepard, puede que sí, aunque lo que más envidio del yanqui es Jessica Lange, sin duda, pero sí decirles, a los que lean estas líneas y les guste el buen cine, que se trata de un western magnífico, de una factura clásica e impecable, en la que Mateo Gil, su español director, capta a la perfección la esencia del western, su épica, sus códigos morales y, además, la ubica en extraordinarios paisajes como el Salar de Uyuni, o los Andes bolivianos. Una película para disfrutar. Y con ese buen sabor de boca cinematográfico he regresado a la comuna de Vic en donde mi amable camarada me prepara la cena porque le oigo batir los huevos de una tortilla que será de ajos tiernos, me huelo. Esto es hospitalidad. Y amigo.
Barcelona, 14 de julio de 2011
Primera presentación de la octava vida. Bajé del Valle de Arán al mediodía y, al sentarme ante el volante, me dije: en las cuatro horas de viaje preparas la presentación. No me hice caso. Mientras conducía, tomando las curvas como una flecha y dejaba atrás pesados camiones en la sinuosa carretera que bordea el pantano, no hice otra cosa que reflexionar sobre la sexta y la séptima vida. Pero la presentación, a las 8, tuvo mucho de entrañable y estuvo más concurrida de lo que preveía. Primero porque estuve acompañado de mi paisana Celia Santos y mi colega José Vaccaro Ruiz, que me quieren y los quiero. Segundo por estar en el barrio de Gracia, mi land, mi territorio. Tercero por los amigos lectores que me acompañaron: una que no había visto desde hacía cincuenta y cuatro años, que ya son años, culpable de mi cinefilia; el director de El Bosque cuyo estreno espero ansioso, colegas de mi quinta vida, cuando nadaba entre dinero (ajeno), el club de fans de Terrassa que trasladó al evento una nutrida representación y dos colegas y excelentes escritores. Faltó alguna gente cercana que se ha situado muy lejos. Glosaron mi trayectoria mis amigos presentadores. Cerré yo el acto. Y me mantuve irreductible hasta altas horas de la noche, con dos mojitos en el estómago, charlando con una argentina profesora de tango, que me instruyó sobre la historia del baile, una actriz, que ya es presencia fiel en mis presentaciones, y una venezolana de la que no me atrevo a escribir su nombre porque siempre yerro.
Arán, 11 de julio de 2011
Hoy anduve metido en una nube. Literalmente. Al atardecer, que es, para mí, una hora de magia, cuando la montaña es más bella, está más serena e inquietante en su profundo silencio. Después de andar trabajando en la primera corrección de la que va a ser mi próxima novela que saldrá en noviembre y es de un género que he tocado de forma tangencial anteriormente: terror y fantasía. Pero terror cotidiano, el que te encuentras en tu propia casa. Escribí, corregí, añadí algunas cosas al original y después, no sé por qué razón, puse un CD de Madre Deus en el Sony que me regalaron en la séptima vida. Lo escuché tumbado, sobre el parquet de la buhardilla, tal como solía hacer en mi sexta vida cuando colocaba los discos de vinilo en mi tocadiscos Vieta. Pero no lloré, para mi sorpresa, ajeno a la saudade que destila la maravillosa voz de la cantante portuguesa. Quizá hasta esté preparado para escuchar Mahler sin que me asome una sola lágrima al rostro o me entren ganas de arrojarme por el velux de la buhardilla a la calle. Me estoy endureciendo. Fue después de escuchar esa música que sentí la necesidad de ir al Cloth de Baretges, algo irracional. Lo veía desde mi buhardilla cubierto de nubes. Es igual, voy, aunque sea tarde, cerca de las ocho, voy porque algo me impulsa a ir. Tomé el coche y cogí la sinuosa carretera que sube hasta el Portillón, me desvié poco antes del puerto para tomar la pista forestal de la que conozco cada revuelta, cada arroyo, cada prado y hasta casi cada árbol y aparqué en un espacio habilitado como parking porque quería hacer el último tramo a pie. Y subí, con mi cayado y mi cámara de fotos colgada al cuello, hasta el Cloth, hasta ese maravilloso cuello de montaña solitario y fronterizo, tierra de nadie que ya es mi territorio.
No estaban los caballos, no había nadie salvo una densa niebla que devoraba el prado cubierto de acelgas silvestres para despeñarse por la otra ladera e invadir, desde Francia, Arán. Y fue entonces cuando decidí entrar en la nube, perderme en ella, tomar un camino nuevo, que nunca antes había hollado, que me llevó por unos montes extraños cubiertos de flores amarillas que parecían tropicales, muchas, punteando las laderas de las montañas. Escuché, entonces, las esquirlas de los caballos y los vi pastando en un monte próximo. Lo siguieron haciendo mientras el jefe de la manada me observaba. Bordeé un bosque extraño, de una especie arbórea desconocida, en medio de una niebla cada vez más densa que desdibujaba el paisaje cercano y borraba por completo el lejano. Reinaba la humedad, claro, dentro de esa nube. Y cierto bochorno, a pesar de que casi eran las nueve. Seguí andando hasta que escuché el bramido de un ciervo y me detuve a ver si lo veía. El ciervo siguió bramando, invisible en esa nube en el que él y yo estábamos. Y prudentemente di la vuelta, por la hora, aunque podía seguir andando y andando hasta literalmente perderme por esa montaña embrujada.
No era un sendero muy transitado y, en algunos de sus tramos, por Francia, porque estaba en Francia desde hacía una hora, había cruzado la frontera divisoria que está mismamente en donde el Cloth de Baretges desciende, la hierba lo cubría, lo disimulaba. No me perdí, a pesar de que mi vista no alcanzaba más allá de dos metros, por un paisaje al que la niebla otorgaba una belleza fantasmal, de novela gótica. Y a las nueve y cuarto estaba de nuevo en el Cloth de Baretges, sentado en el banco del refugio y mirando como las nubes pasaban por mi lado para ir a despeñarse lentamente en Arán. Algunas eran consistentes, espesas, borraban todo el paisaje, lo devoraban según avanzaban; otras se deshilachaban y fragmentaban en multitud de pequeñas nubes que dejaban ver un cielo en el que aparecía ya una luna casi plena. Terminé de leer una novela, en silencio, porque ese es un buen paraje para lecturas, y cuando cerraba el libro y alcé la vista vi dos ciervos, los que había visto cinco o seis días atrás, los mismos, que deben subir de los bosques cuando cae la tarde y a pocos minutos de la noche a devorar la hierba del Cloth. Los miré y me miraron a dos centenares de metros. No me moví para no ahuyentarlos y ellos siguieron paciendo. Podía oír el ruido que hacían arrancando la hierba. Pero cuando me levanté, porque ya anochecía y tenía que regresar, se detuvieron, dieron media vuelta y corrieron al galope en dirección Francia en una carrera elegante, con la cabeza bien erguida. Y se perdieron de mi vista en el interior de una nube que subía por la ladera de la montaña que ellos descendían.
Son mis ciervos, a los que ya conozco y quizá me conocen.
Valle de Arán, 9 de julio de 2011
Tendré que tener mucho cuidado cuando abra el velux de mi dormitorio. Hoy lo hice, para ahuyentar a una mosca pesada, y cayeron dentro de la habitación dos avispas. Cerré de inmediato cuando me di cuenta de que hay un nido en el tejado, un avispero por donde asomaban más. Por fortuna las que entraron en mi dormitorio no eran adultas y apenas volaban. A una la cacé dos horas más tarde en el cristal del velux, la golpeé con un contrato literario y, como se resistía a morir, le puse encima la pata de la mesilla de noche cuando se desplomó al suelo de parqué. La otra anda desaparecida. Quizá me encuentre esta noche y me obsequie con un picotazo. Muerte. De una avispa. Como anteayer fue de un cervatillo imprudente que no miró antes de cruzar la carretera, y la de ayer de un hombre o mujer que se fue de su casa al cementerio a pesar del buen día que hacía para pasear.
Hay otro insecto en la casa, una araña enorme en el garaje que ha tejido, a destajo, tres telas de araña en otras tantas esquinas en las que, de momento, no ha caído nadie. A esa no la mato mientras no salga del garaje y suba por las escaleras al salón. Me mantendrá limpio de insectos la planta baja. Insectos con los que familiarizo para esa próxima novela que, si las cosas no se tuercen, saldrá en noviembre. Una historia kafkiana pero muy personal. Siempre escribo sobre mí mismo. Hasta en las novelas con insectos como ésta que creo se llamará La invasión de los fotofóbicos. ¿Adivinen quiénes son los fotofóbicos? Los conocen. Los tienen en sus casas. No aquí, en el Valle.
Mando invitaciones por correo para la presentación del próximo jueves en Café Salambó. Por correo quiero decir en carta de papel metida en un sobre cerrado y franqueado en la estafeta. Para un excolega del trabajo, un chico del preuniversitario, un ciego que fue amigo mío y me sirvió de inspiración para escribir Los ojos ajenos, el Doctor, con el que coincidí en la mili, y Labios de Fresa, una chica a la que conocí hace tantos años que ya no me acuerdo y seguro que ya no será una chica. Era algo gordita, bastante mona y lucía un flequillo. Me gustaban, sobre todo, sus gruesos labios. Una camarera de Las Titas, en Granada, me la recordaba siempre que se acercaba a dejarme la cerveza sobre la mesa de cerámica. No sé si vendrán. No sé si, cuando abran la carta esos seis invitados a los que hace años no veo, me identificarán. No sé, ni siquiera, si viven. Muerte. Tanta muerte.
Después de comer he cogido la bicicleta y el casco, me he colocado las mallas negras, la camiseta más vieja, la de Vorvik, zapatillas de deporte y me he montado en mi nueva bicicleta. Hacia el Portillón, ocho kilómetros y pendientes que llegan a los 12 grados. He empezado a sentirla mía a medida que la utilizaba, cambiaba de marchas. La he comenzado a engrasar con mi sudor que me corría a chorros en cada pronunciada revuelta de esa sinuosa carretera frecuentada por ciclistas. Pero con ese sol yo era el único. Todo tiene su técnica. El ciclismo. El amor. No son tan diferentes uno del otro. Pedaleas hasta el agotamiento, sin descanso, para alcanzar la meta/orgasmo, del mismo modo que te hundes sin descanso en el cuerpo amado hasta que literalmente revientas de placer. En ambos casos no conviene tener prisas, hay que tomarlo con calma, no desgastarse en las primera pedaleadas ni en las primeras penetraciones, resistir hasta el infinito en el que placer y dolor se funden. Eso pienso mientras mi vista va siguiendo la línea blanca del arcén y cuido de no atropellar babosas. Por fortuna, la posición del sol, dibuja la sombra de los árboles sobre el asfalto. Pero sudo. Me quito el casco. Me detengo un instante para echarme agua por la cabeza de la cantimplora. Y sigo pedaleando carretera arriba esos ocho kilómetros que se me hacen ocho mil. Intento ir en segunda para reservar la primera para el último tramo de pendientes que son muy acusadas, pero no puedo más y la entro antes de que me caiga de agotamiento. Falta de entrenamiento, muchacho, y los años que pesan.
De cuando en cuando me sobrepasa un coche. Con marchas cortas zigzagueo. Y subo. Lento, pero subo. Llego a la última pendiente, quinientos metros de subida con 12 grados de inclinación. No me detengo y voy hacia arriba, al límite, con el corazón en la boca, en busca de mi orgasmo. Desde luego son mejores los otros. Pero cambio de idea cuando veo el camino del Cloth de Baretges. Lo tomo. Cambio el asfalto por la tierra. Está más fresco. Pedaleo hasta el Prat de las Bruixas, pedaleo en un par de revueltas con sus correspondientes repechos de infarto y me digo que ya estoy harto de pedalear y me apetece andar, así es que me bajo y camino. Hay fresas en los arcenes pero estoy muy cansado para cogerlas. Bebo, eso sí, un gazpacho que llevo en mi mochila color butano. Me lo tomo todo entero, en cuatro tragos y otras tantas paradas. Las ocho, indica mi teléfono móvil. Quedan dos horas de sol escasas y media hora para culminar el Cloth con la bici arrastras. Pero tengo hambre y estoy cansado. Así es que regreso, probando por el camino de tierra los amortiguadores y los frenos de disco. Funcionan. Si no funcionaran ya me habría roto una pierna. Y con una pierna rota tendría que vivir en el garaje de mi casa, dentro del coche. No me frustra no haber alcanzado ninguna de mis dos metas. Ya no tengo metas, solo caminos que no sé adónde me llevan.
Cuando alcanzó la carretera la bajo a tumba abierta, soy una flecha que toma las curvas abriéndose y frena poco antes de entrar en ellas. El aire me da en la cara. Y los insectos. Hay insectos que son duros como piedras y que chocan contra la valla quitamiedos haciendo tanto ruido como si fueran piedras lanzadas por alguien. Voy a velocidad de motorista. Cincuenta kilómetros por hora, sesenta. Una caída puede ser letal. Imagino que no freno a tiempo en una curva y vuelo al fondo del valle con bicicleta incluida. O que doy unas cuantas volteretas, rebotando en el asfalto y astillándome todos los huesos y reventándome la cabeza. Mal asunto subir los tres tramos de escaleras de mi casa con los huesos destrozados. Arrastrándome, como un insecto.
Entro en casa a las 9, muerto de hambre. Me hago un par de bocadillos de mortadela. Me preparo cuatro vasos de leche de almendras. Me estabilizo lentamente en el sofá, ante el televisor, viendo Gatacca. Lo que más aprecio es la banda sonora de Michael Nyman. La película me aburre. Pero me fijo en un detalle, en cómo el parapléjico personaje interpretado Jude Law sube las escaleras de su casa con la sola ayuda de los brazos. ¿Podré hacer yo lo mismo cuando las piernas no respondan?
Valle de Arán, 8 de julio de 2011
La gente se muere en la montaña. Hoy, en este apartado lugar lejos del mundanal ruido, alguien pasó a mejor vida, a la no vida. Todo el pueblo se congregó en los alrededores de la hermosa iglesia románica cuyas campanas tocaron a difuntos. Un coche fúnebre, con flores de la montaña, contenía el ataúd del muerto, o muerta. Miré las caras del medio centenar de congregados mientras dejaba de leer, por un momento, Público que hoy daba Full Monty: reiremos. No vi pena ni dolor en ninguno de los rostros, sino alegría. Me vi, en un flash back, en el entierro de mi padre, primero, de mi madre, más tarde, demudado. Nadie llora a los muertos cuando los llevan al cementerio. Además no es un día para llorar, el viento, que sopla con fuerza, levantó todas las nubes y luce un sol de vida, intenso. Alguien se va mientras, a su alrededor, la vida bulle. El cortejo se puso en marcha, hacia el cementerio, seguido por los lugareños, y los jóvenes, media docena, abandonaron el funeral y se sentaron en una larga mesa de uno de los bares vascos del pueblo a eso, seguir viviendo. Y bebiendo.
Proseguí la lectura del diario. Ahora caen los políticos europeos que han estado haciendo el idiota pagando a unas agencias de calificación casi delictivas contra las que hay demandas judiciales. Nos dimos cuenta todos, los indignados, de que así era, pero los cándidos políticos son muy inocentes y les siguieron pagando para que hundieran o levantaran países a su antojo esas empresas que tienen credibilidad cero. En China, país cuyo régimen político detesto, habrían fusilado a todos los directivos de esas agencias filibusteras, a unos cuantos cientos de banqueros, a unas docenas de políticos. No pido tanto. Pero sí cárcel, por favor, cárcel para tanto maldito delincuente impune.
Barcelona, 6 de julio de 2011
Bajar al mundanal ruido tiene un precio: 4 horas de una larga y sinuosa carretera que bordea pantanos repletos de agua hasta que desemboca en una autovía atestada de tráfico. Conducir te permite contemplar esa gradación del paisaje, desde el verde más verde al ocre seco del llano que sólo los cultivos de maíz transgénico y los frutales de Lleida verdean. Salí a las siete y media después de una noche corta. A las once y media entraba por la Diagonal. A las doce estaba comprando mi nueva bicicleta con la ilusión de un niño pequeño por el regalo que se hace. Parece buena, aunque pesada, por los amortiguadores que velarán por la salud de mis vertebras cuando descienda por la pedregosa pista forestal de los lagos de Liat. El empleado de Decatlhon me explica todos los detalles, pero seguro que los olvido. Salgo de la tienda montado en ella y no la siento entre mis piernas mía sino ajena, extraña. Tardaré en acostumbrarme, no será mía del todo hasta que no la engrase con mi sudor.
Siempre odié el Starbucks Café por una razón muy simple: sirven el café en vasos de parafina. Odio la parafina. Creo que lo dejé claro a lo largo de las novelas que tienen por escenario Estados Unidos. Pero entro en uno de los establecimientos de la Diagonal porque tienen wifi, media miserable hora de conexión mientras me tomo un zumo de naranja de cuatro euros y disfruto del aire acondicionado. Escribo para que la séptima vida no quede como un reguero de hiel, que no lo fue. A fin de cuentas todo es comunicación, o falta de ello. Antonioni, Bergman. Hay una película que me viene a la cabeza: Intimidad de Patrice Chereau. Un par de amantes, dos completos desconocidos, que se citan en un sórdido apartamento londinense para darse placer con sus cuerpos, una relación simplemente carnal que funciona hasta que uno quiere conocer más de su compañera que su piel y todo se hunde entonces. Cada relación tiene sus pautas, sus características propias, su ritmo. Forzarla las rompe.
Como con la arquitecta de mi sexta vida. Con la crisis ha dejado de comerse bien en todos los restaurantes que servían una comida decente. Una cerveza que sabe a hiel, unos canelones amargos, unos buñuelos de bacalao que llevan más patata que pescado, una crema catalana con más harina que huevo. Le hablo de mi casa en la montaña, de mi buhardilla que me he montado, de la que estoy tan orgulloso porque la he diseñado, con ayuda de Ikea, claro, de su república independiente. Me desvela, cosa que agradezco, porque ya no tendré que preguntar a nadie, el secreto de los vascos en el Valle de Arán. Llegaron hace muchos siglos, como habitantes de la montaña, a este curioso micropaís en donde habito, y Arán viene del euskera. Miren, sin ir más lejos, Sabino Arana, el padre del nacionalismo de Euskadi. Me cuadra todo. Aquí, en el Valle, hay una mezcla de franceses, españoles, catalanes y vascos. Y yo, que vengo de muchos sitios y no se de dónde soy. Y hablamos de Paula, de la madre de Paula, de los tíos de Paula y de lo que nos gustaría a ambos que, a su vez, construyeran familias. Y del 15 M. Y de la maldita crisis de nunca acabar que se manifiesta hasta en la comida. Le muestro mi bicicleta recién adquirida, con orgullo. Y me voy al cine mientras la arquitecta de mi sexta vida regresa a su trabajo.
No hay cines lejos del mundanal ruido, salvo una especie de barraca de feria en donde pasan películas infumables, así es que aprovecho mi estancia en Barcelona para bajar, en mi nuevo caballo, al Renoir. Una mujer en África. El título me atrae. También su intérprete. En la filmografía de Isabell Huppert que dan con el programa de mano falta uno de sus films fundamentales: La puerta del cielo. Bendito eufemismo a la altura del Rosebud de Ciudadano Kane. Leyendo el argumento de la película uno podría pensar en un remake de Memorias de África. Hay una plantación de café, una mujer valerosa y obcecada que no se desprende de ella por nada del mundo y ese maldito mal de África que no sé si experimentaré en mi octava vida, en mi novena o lo dejo para mi próxima reencarnación. Esas son las únicas coincidencias. La película de Claire Denis es un drama áspero, con ese escenario habitual y dramático de una África en descomposición que se desangra en luchas tribales, y los colones franceses no son glamurosos blancos sino gente que lucha por la supervivencia en medio de un ambiente hostil que los acaba devorando. Una película notable, estremecedora, con un buen número de bien dibujados personajes como ese ex marido interpretado por un envejecido Cristopher Lambert, el estrábico Tarzán de Greystoke, o ese hijo inmaduro que comparten ambos, un adolescente holgazán que salió del huevo antes de tiempo y no va a madurar nunca. Después de la última secuencia, impactante e inesperada, salgo del cine cabizbajo, me subo a la bici y busco mi coche que he dejado aparcado en la zona alta de la ciudad, en la montaña, precisamente, en la Avenida Pearson, la calle en donde vive mi gánster Gaspar, o Gary, Novo de la novela que estoy terminando. Realidad y ficción que se cruzan, una vez más, ya no llevo la cuenta, mientras me dirijo a uno de los almacenes logísticos en donde deje unas cuantas cajas de libros, porque toda mi riqueza son eso, libros propios y ajenos, que cargo en la parte trasera con la ayuda del director de El Bosque y tío de Paula.
Cuatro horas se tardan en regresar de nuevo al paraíso y abandonar el mundanal ruido. Y voy muy abstraído en mis asuntos, en mis planes de futuro, en la próxima visita de una pareja amiga, en las excursiones que haremos, en el Alzheimer, el que padezco yo que no me acuerdo del Cabo de Gata hasta que lo escribo, que devora la cabeza y el cuerpo de un resistente republicano, cuando, en una curva de un barranco, me topo con la muerte. El impacto es formidable, contra la parte delantera del coche, y lo desvía unos metros hacia el centro de la calzada por donde, por suerte, no circula nadie a la hora en que todo el mundo, incluidos los camioneros, están cenando. Creo que ha sido un infortunado ciervo que, sin mirar, ha saltado del arcén y ha topado con la plancha de mi coche. He llegado a vislumbrar su cabeza una décima de segundo por la derecha. Habrá muerto del golpe. No puedo detenerme para comprobarlo y mejor que no lo haga porque si está agonizando lo voy a subir en el cuatro por cuatro y se me morirá por el camino. Mejor así, que haya sido él quien haya chocado contra el coche y no yo el que lo haya atropellado. Mejor no haberlo visto, ni él haberme visto, porque quizá habría dado un volantazo y a noventa por hora me habría salido de la carretera y habría caído por el barranco.
Sigo conduciendo. Se hace de noche cuando cruzo los pantanos que preceden al túnel de Viella. Nadie circula a las diez de la noche por esa carretera. Una niebla fantasmal me recibe cuando cruzo los cinco kilómetros de esa muralla de roca y salgo al Valle. Una niebla espesa que moja el prabrisas del coche y me acompaña hasta mi casa del pueblo que parece fantasmal, pero extraordinariamente bello.
Valle de Arán, 5 de julio de 2011
Mientras tomo, por la tarde, una carretera que me llevará a Arrés de Sus, o eso dice un letrero aunque nunca llegue al pueblo y me quede a medio camino, lo que no me supone ningún trauma (últimamente ya no alcanzo mis metas), con pronunciadas pendientes de 12 grados, perfectas para cuando por fin tenga esa nueva bicicleta de montaña entre mis piernas y pedalee enloquecido hasta la extenuación o me hernie, voy reflexionando, que para eso, fundamentalmente, me retiré lejos del mundanal ruido en mi octava vida.
El título de esa novela de Thomas Hardy resume fielmente mi presente. No la leí y debería hacerlo ahora que tengo tiempo. Pero no tengo excesivo tiempo. La que sí vi fue su extraordinaria adaptación cinematográfica que hizo en su momentos John Schlesinger, uno de los maestros del free cinema británico, en donde una mujer, Julie Christie, duda entre los tres prototipos humanos que la cortejan: Peter Finch, Terence Stamp y Alan Bates. Difícil elección. Opta por Bates, el campesino, el que está más cerca de su posición y menos riesgo supone. A mí, particularmente, el que mejor me caía era Terence Stamp, el aventurero que aparece y desaparece en la vida de Christie como un Guadiana. Eso hice yo en mi séptima vida, y con no muy buenos resultados. Lejos del mundanal ruido es una de mis películas favoritas. Otra, Rebelión a bordo. Otra, Herida de Louis Malle del que volví a ver ayer, y a emocionarme con su secuencia final, Adiós, muchachos, su film más personal. Películas que, como algunas novelas que escribo, todas, tienen que ver con mi vida.
La mente siempre está ocupada en algo, a pesar de que a veces uno desearía tenerla vacía, en blanco, o en negro, como me decía una conocida, aunque yo nunca lo conseguí y creo que era una boutade lo de tenerla en negro, porque uno piensa constantemente, y a veces eso te produce zozobra, porque el pensamiento es tan libre que escapa a tu voluntad. A veces pensamos cosas absurdas, nos pasan por el cerebro chispazos de algo al hilo de una visión, un ruido o un olor, o una canción martilleante lo ocupa sin que nada podamos hacer por evitarlo. Creemos controlarlo todo y, por fortuna, se nos escapa casi todo a nuestra voluntad (sentimientos, placeres, pasiones y emociones que van por su cuenta, sin pasar por el cerebro ni pedirle permiso). Bien, pues mi mente, mientras asciendo por la pista, se regodea precisamente en lo que quiero olvidar a toda costa, en una suerte de rebelión. Una nueva demostración de que somos dos, por lo menos, o tres.
La carretera serpentea entre bosques que van cambiando de tipo de árbol a medida que gana altura y el pueblo empequeñece abajo hasta convertirse en un punto de mapa que termina por desaparecer en una de las revueltas. Los abetos y los pinos negros aparecen a los mil metros, en una perfecta combinación cromática, plantados con la lógica aplastante del jardinero universal que es el dios Pan del que siento formar parte aquí más que en ningún otro sitio. Está nublado, han dicho que habría tormentas por la tarde pero, mirando el cielo, yo no lo creo, son nubes viajeras que quizá vuelen a otro continente. La tierra de los arcenes, eso sí, está muy húmeda, y las babosas, algunas enormes como dedos de mi mano, cruzan el asfalto con poco riesgo para su seguridad porque sencillamente no rueda ningún coche, ni anda nadie salvo yo, por esta pista forestal desierta, asfaltada en casi todo su kilometraje hasta que llega a la cota de los 1110 metros y se convierte en tierra prensada. Voy con mi cámara colgada, una pequeña mochila a la espalda en la que llevo la chaqueta de un chándal, cuyos pantalones perdí no sé cuándo ni dónde, por si refresca cuando marche el sol, y la novela que estoy leyendo, y un bastón en la mano que siempre le da a uno seguridad. Visto camiseta negra de manga corta, ceñida, vieja, muy mía, y negra, con la palabra Vorvick, título de una película de una amiga productora de cine que vi yo y pocos más, pantalón corto Coronel Tapioca y mis inseparables sandalias que han recorrido La India, Birmania, Nueva York y Egipto en mi séptima vida y ahora me acompañan por el Valle en mi octava. Durante el recorrido voy haciendo fotos, me detengo ante las flores silvestres, que siempre me parecen más hermosas que las cultivadas, y busco ese milagro de la luz que embellece las imágenes y capturan milagrosamente, no sé cómo, los pintores. Y pienso y hago juicios críticos sobre mí mismo. La autocrítica tan necesaria y que nos cuesta tanto hacer. Terapia de grupo con mis dos yo y en una habitación enorme.
En nuestra vanidad, enorme, al menos la mía, nos creemos imprescindibles y, de pronto, cuando nos convertimos en prescindibles nos quedamos desorientados, perplejos. Duele, claro, y produce un bajón automático de autoestima. Pierdes, de pronto, poder que creías detentar a perpetuidad. Bajas de la divinidad a la humanidad, de la irrealidad a la realidad, dejas de andar por las nubes para pisar suelo firme. Pero todo lo que se pierde es sustituible por algo o alguien. Y ese algo o alguien pueden ser mejor o peor que lo que se pierde, seguro que diferente. Me he propuesto, y espero conseguirlo, conjugar dos tiempos verbales: presente y futuro, y olvidarme del pasado.
Culmino mi marcha en un mirador después de siete kilómetros y medio de subida y dos horas y media invertidas. Y entonces decido regresar, porque son las ocho, al sol le quedan un par de horas de iluminarme, aunque me estaría la eternidad aquí, en el mirador, sentado, contemplando extasiado las cumbres de todas las montañas y el valle, al fondo, por donde serpentea la carretera principal y circulan camiones y coches de juguete. Intuyo, cubierto por nubes, el Cloth de Baretges, mi monte sagrado junto al que me he ido a vivir. Puedo contar los árboles del perfil de una montaña recortados contra el sol del atardecer. Aspiro profundamente el aire renovado del bosque, el olor a la savia y la madera.
Guardader de Arres indica un letrero con una foto panorámica en la que aparecen todas las montañas de enfrente, sus alturas y nombres, el lugar exacto en el que estoy. Quizá la palabra guardader sea mirador en aranés. Desciendo cuando el sol rompe todas las nubes de las montañas y las va disolviendo y esa luz prodigiosa del atardecer baña el paisaje y le da esa pátina mágica que resalta los troncos de los árboles sobre el difuminado perfil de las montañas que pierden la concreción de sus bosques por un color verde azulado uniforme. Fotografío la hierba, las flores, las ramas de los árboles tocadas por esa luz. Picoteo las fresas que crecen al borde del camino y me regala esta naturaleza feraz cuando las diviso, despuntar, rojas entre hojas delicadas como el fruto que llevan. Tan pronto llevo el bastón sobre el hombro, como un pastor masai, como lo apoyo en el suelo y me ayuda al andar o juego con él como si fuera mi brazo prolongado.
Ya bajando recibo un msg que me hace sonreír por primera vez en tres días. Río poco últimamente, cuando en mi séptima vida reía mucho. Mi carcajada, en el bosque, se une al piar de los pájaros y a los aislados bramidos de los ciervos que hoy no se dejan ver. Un amigo que se acuerda de mí, el que conservo desde los 18 años, con el que siempre estamos arreglando el mundo ante una botella de buen vino, que es cómo afloran las utopías, seguramente el mejor colega del mundo, alguien que siempre está, permanece, es pasado, presente y será futuro. Y el mensaje que recibo me reafirma que todo drama lleva en sí mismo el germen de la comedia. Sigo riendo mientras contesto y voy bajando a buen ritmo por la pendiente que fuerza mi zancada y la acelera.
Anochece y un perro, un bóxer, sale ladrando de una casa oculta y solitaria entre árboles que hay junto al camino y enmudece en cuanto levanto mi garrote, imprescindible para andar por estas montañas. A las diez entro en mi casa con piernas y pies doloridos y acompañado por las campanadas de la iglesia románica que me marca el ascenso de los escalones de la entrada tras dejar el bastón junto al paraguas y restregarme las suelas de las sandalias contra el felpudo. Antes salió una delgada luna, que fotografié volando por encima de un monte cercano, y las estrellas puntearon la bóveda celeste de mi casa amplia, infinita. Me siento ante el televisor después de devorar un bocadillo. Y me duermo viendo Un, dos, tres de Billy Wilder, que ya es difícil hacerlo con esa maravillosa comedia, lo que da la medida exacta de mi cansancio. A las cero cuarenta me arrastro escaleras arriba y me derrumbo en la cama. Ya sí, con la mente en blanco, o en negro, como me decía una conocida.
Mañana me acercaré al mundanal ruido.
Valle de Arán, 4 de julio de 2011
Ayer, en el cada vez menos interesante EPS, El País Semanal de los domingos, en el que, a duras penas, se puede leer, y no siempre, la página final que firma Javier Marías (ayer fue no siempre), había una disertación magistral de Juan José Millás al hilo de una foto aparentemente mediocre y sin sustancia bajo el título de Urnas funerarias: el alcalde de Getafe recogiendo los objetos personales de su despacho (entre ellos una foto en la que aparece él junto a Felipe González), antes de abandonarlo definitivamente, y metiéndolos en una caja. Y habla de las cajas, de su importancia en nuestras vidas, de lo que cabe en ellas, hasta nosotros mismos cuando muramos, de las cajas de cartón en las que los empleados de empresas norteamericanos vacían sus despachos una vez los llama su jefe y les dice que se busquen la vida en otro lugar, de las cajas de puros que contienen momentos de placer y reflexión, las de cigarrillos que sólo inciden en la muerte que provoca su abuso, las de los zapatos que nos aíslan del suelo, las cajas de regalo que envolvemos para que su destinatario tenga la sensación de estar destapando cajas rusas y se lleve, al final de su recorrido, una agradable sorpresa, La Caixa, la caja registradora de la tienda que marca la ganancia de una jornada, la de caudales que ansía todo atracador que se precie, etc.
La vida cabe en cajas. Todas. Mi vida, lo que me llevé conmigo de la séptima a la octava, cupo, una forma verbal que me sigue sonando fatal señores de la RAE que mantienen los irregulares vaya usted a saber por qué, en una veintena de cajas llenas de libros y media docena de maletas llenas de ropa y retratos representativos de mis seis vidas anteriores.
Hoy, que me levanto muy temprano, con la primera luz filtrándose entre las nubes del Valle, hago una pequeña caja, de cenizas, en donde meto un pijama de seda, unas zapatillas, un cepillo de dientes y otro de pelo, una tarjeta de memoria, un paquete de compresas, cinco fotografías analógicas de gran tamaño y sí, mi CD de Erik Satie, porque así me hago la ilusión de que no escucharé jamás esa música. Y lo envío a El Sur, la parte no rodada de la inacabada película de Víctor Erice, en donde se consumió mi séptima vida y dejó una columna de humo: nada.
Valle de Arán, 3 de julio de 2011
Los domingos de la montaña son muy diferentes de los de la ciudad. En la ciudad me deprimían siempre. Porque la ciudad muere ese día, sobre todo por la tarde cuando la gente se mete en sus casas y las calles quedan vacías. Aquí es diferente. La montaña no entiende de domingos, los cursos de agua siguen discurriendo por sus cauces, las nubes cruzando el cielo y superando las cimas de los montes, el viento moviendo las ramas de los árboles...¿Mejor? No lo sé.
Lo importante para subsistir y no derrumbarse son crear rutinas diarias, que den apariencia de organización y normalidad. Nunca dejar la cama sin hacer, recoger siempre los platos, ducharte y, después de hacerlo, fregar el suelo del cuarto de baño aunque no recibas ninguna visita salvo la tuya cuando regresas de la calle. Hay que estar a buenas con uno mismo pues es quien nos va a acompañar siempre hasta el final. El día que tengas problemas contigo mismo realmente tendrás un problema. Procurso que eso no suceda. Tengo recursos.
Una rutina es comprar el diario a la vecina argentina y sentarse a leer en una terraza de uno de los bares vascos, al sol. Un día, si me acuerdo, tendré que indagar por qué hay tantos bares y restaurantes vascos en el Valle de Arán, qué extraña conexión interterritorial existe entre Euskal Herria y Arán, que seguro que la hay. Bebo una cerveza porque no sé qué otra cosa se puede beber antes del mediodía y era lo que bebía en mi séptima vida que nació y murió en Granada y duró tres años y medio. La terraza del bar vecino está ocupada por los turistas que ha vomitado en el pueblo un autocar francés. En la mía hay una familia, con muchos niños pequeños que me van pidiendo educadamente las sillas de mi mesa hasta dejarme solo con la mía.
La vista desde la terraza es magnífica: montañas enormes enfrente, que parecen vayan a desplomarse sobre el villorrio, cubiertas de árboles de principio a fin, con todos los verdes del mundo. Reciben hoy una luz tan especial que permite distinguir un árbol de otro, poder contarlos, individualizarlos de la masa boscosa del que forman parte.
Leí al sol el periódico, pero no me interesó especialmente, ni siquiera era brillante el artículo de Mario Vargas Llosa sobre la nueva China que ha encontrado en su último viaje. De China sólo conozco la fascinante Hong Kong. Pasé por alto, por excesivamente larga, la entrevista con Rubalcaba. Y regresé a casa. Pero antes de comer engrasé la vieja bici, inflé los neumáticos y pedaleé diez minutos por los alrededores del pueblo siguiendo el curso del Garona bajo el sol de la una y media sudando la camiseta de la librería Negra y Criminal, la que venderá mis libros en la presentación del próximo 14 de julio en el Café Salambó. Me da pena mi vieja bici que aparcaré en cuanto dentro de dos días me compré una nueva. La dejaré para mis hipotéticas visitas; para que se hernien cuando la cojan e intenten subir una cuesta con ella.
Cocinar sin aceite es un problema. Olvidé que lo terminé ayer. Finalmente he conseguido una porción de mantequilla y en ella he guisado un pollo al curry del que no me sentí muy satisfecho a la hora de comerlo. Soso. El aceite otorga alegría. Y seguí con esa sopa que me cunde exactamente quince días. Parece magia, la multiplicación de los panes y los peces: vas echando agua y cociendo y tienes siempre caldo. Y hay una patata que resiste todos los hervores, no sé de qué estará hecha, mientras la zanahoria simplemente se disolvió.
A media tarde el cielo se ha cubierto y ha empezado a llover suavemente en la buhardilla al mismo tiempo que tronaba muy lejos, en la montaña de enfrente a la que subiré algún día de mi octava vida. Una tormenta de verano, localizada entre estas montes en las que me ubico como un ermitaño. Unas gotas que refrescan el ambiente caluroso del día y contribuyen al verdor de los pastos.
Mientras trabajaba (escribía, imprimía un original, lo empaquetaba) me he puesto a escuchar un CD de la brasileña Marisa Monte y me he dado cuenta de que ésa no era la música que me apetecía oír, con la que sintonizaba mi estado anímico de hoy, ni siquiera con la de Ismael Lo que escuché antes. Es el momento de la trompeta de Miles Davis. Lo pongo. Doo-Bop. Y me estremezco de arriba abajo con el primer tema, Mystery, que se mezcla con el rumor lejano de los truenos y el olor de anís que sale del obrador de abajo.
Hace cuarenta años moría Jim Morrison. Y aún vive. Suerte la de él.
Cuando uno muere, y cuando mueren los que te mantienen vivo en su recuerdo, ¿qué queda? Nada. ¿Qué sentido tiene ser algo que va a ser nada? Nos creemos árbol y sólo somos parte del bosque.
Valle de Arán, 2 de julio de 2011
Muere Lana Turner. Fue una guapa que nunca me gustó. Ni como actriz. Pero era guapa, espléndida, especial para los papeles de femme fatale. Creo que lo fue en la vida real. Creo que su vida real fue turbia, que anduvo mezclada con mafiosos, que estuvo involucrada en algún crimen. La perversa mantis de la primera versión de El cartero siempre llama dos veces. Milady, la mala malísima de Los tres mosqueteros a la que ejecutan estrangulándola, cosa terrible de ver. Hace cincuenta años que Ernest Hemingway se voló la cabeza. A los 61 años. No quiso vivir más. No quiso enfrentarse a ese último tercio de la vida que muchas veces no tiene otro sentido que la recapitulación. El cazador se cazó a si mismo disparando su escopeta de caza con el dedo del pie. Cuando mengua el cuerpo es muy difícil aguantarse. Me tomo una cerveza en uno de los dos bares vascos del pueblo. Ya es un rito. La camarera me conoce. Dos chicas desayunan. Un energúmeno, desde el interior del local, comenta que son lesbianas. Las chicas, que lo oyen, lo niegan. Leo Público y miro la montaña de enfrente. No parece real con sus bosques, prados, un pequeño cráter. Un día subiré a la cima. Pero tendré que hallar el camino. Y luego perderme.
Comentarios
Ahora si que estarás bien allí y fresquito en Granada no se puede ni respirar.
Yo estoy en París a pasar el verano y aquí también se esta en tiempo otoñal.
Me gusta venir a beber de tus letras.
Tu libro de llueve en la Habana me acompaña lo guardo para llevármelo a la Costa Azul donde vamos tres semanas de playa, espero terminarlo allí.
Un abrazo Jose Luis