DIARIO DE UN ESCRITOR

Arán, 27 de julio de 2011

Altero todas mis rutinas hoy, salvo la de desayunar con las noticias que siguen centrándose en el nazi de Oslo. Un tipo tan educado y amable como la pareja de despiadados asesinos de guante blanco, ¡qué detalle tan inquietante!, de Funny games, la película de Haneke que veo por enésima vez en cualquiera de sus versiones en la Sexta por la noche. Bizcocho y café con leche. No es el bizcocho del último día, el que estuvieron desayunando los últimos amigos que pasaron por mi casa. En algo fallé. No puse limón, ni ralladura de su cáscara. Ya no tiene remedio.
Me olvido hoy del diario y voy a La Trastienda con el paraguas abierto. Diluvia. Un café solo mientras me conecto a su wifi. Alabo el paté del otro día. Tuvo éxito. Leo mi correo. El Miami Herald Tribune se interesa por Llueve sobre La Habana. No me sorprende. Miami es el lugar del mundo, fuera de la isla, en donde hay más cubanos. La editorial se compromete a enviarles un ejemplar. Mientras, intento un contacto con la Miami Book Fire. Ya estuve hace tres años pero no me importaría volver de nuevo. Adoro los cayos de Miami y rodar en bicicleta por su paisaje marino de ensueño.
Hoy tengo comensal. He invitado a comer a una paisana de Paul Gauguin. Se presenta a las dos y media en atuendo de montañera y con una buena botella de vino. Picoteamos el queso Idiazabal y el paté de foie y setas que compré a los vascos. Le gusta mi gazpacho. Y mi carne con patatas. Y más mis torrijas. Repasamos, entre otras cosas, la gramática parda española que le parece muy fuerte y soez. No entiende por qué todas las palabras referentes al sexo son tan groseras y suenan tan mal. Cierto. Me desafía a que diga un taco en el idioma de Moliere. Salope. Se escandaliza, es un insulto muy fuerte, el peor. Lo incorporé ayer en la novela que estoy corrigiendo, Te arrastrarás sobre tu vientre, en la boca de uno de los personajes franceses.
Sigue lloviendo mientras avanza la tarde. No nos importa hacer esa excursión que nos hemos prometido con este tiempo. Nos calzamos las botas de montaña y subimos al todoterreno después de tomar un café. Le hablo de la araña que guarda mi garaje. La conoce. Pero no me la presentó. Mientras vamos camino del Portillón seguimos hablando. Ambos somos muy locuaces, no hay silencios. Yo, que no lo fui nunca, hasta la séptima vida y ahora en la octava, como resaca, imagino, de la anterior. Tiene unos enormes ojos azules, y yo que creí que eran verdes. Debo de estar mal de la vista. No hay manera de que me tutee. Por respeto, dice. Preocupante que la gente me respete tanto. Diluvia. El peor día de todos los días para hacer esa excursión programada al Coth de Baretges al que iré mañana, pasado mañana y quizá al otro.
Dejo el coche en la pista embarrada y nos ponemos en ruta. Agua. Por todas partes. Lloviendo del cielo y brotando de las piedras, convirtiendo el camino en un río, a trechos, o en un barrizal, siempre. Chapoteamos. Seguimos montaña arriba, sin inmutarnos, con el cabello mojado y los pies nadando en las botas. Ni nos quejamos ni damos media vuelta. Un par de fanáticos de la naturaleza de los que no abundan. Me cubro con la capelina. La paisana de Jacques Brel sube a buen ritmo, más que yo. Me pregunta cosas sobre Tu corazón, Idoia. Nunca había imaginado un club de lectura así, en medio de la montaña barrida por la lluvia y la bruma. Le confieso que todos los personajes del libro, incluido el perro que tanto le extraña que el protagonista no mate, están cogidos de la realidad, una práctica común en mí e imagino que en casi todos los escritores. No creo que veamos, al culminar el Coth, la maravillosa vista del macizo de la Maladeta y el glaciar del Aneto. No importa, porque el camino es precioso, me dice. El bosque tiene un aspecto fantasmagórico, con sus altos abetos que aparecen y desaparecen entre las nubes.
Sigue lloviendo, a cántaros. La montañera fotografía una salamandra en el camino que a duras penas resiste la embestida del agua que baja por el camino como si fuera un arroyo. El lagarto negro y amarillo permanece quieto, hasta que le hacen la foto, como un consumado modelo, y luego se deja arrastrar por la corriente montaña abajo.
Me pregunta, mientras coge puñados de fresas de los bordes del camino, por qué hay tantos crímenes en mis novelas. Le contesto porque así no mato a nadie. Sólo conozco a una escritora de novela negra que fue asesina antes que autora de éxito, una excepción; sobre su crimen Peter Jackson rodó Criaturas celestiales con Kate Winslet. La ha visto. Hablamos de cine francés, de Isabell Huppert y Una mujer en África, de la belleza de Sophie Marceau, de los enormes ojos de Isabel Adjani, de la humanidad de Gerard Depardieu, de Jean Reno, Sergi López, Olivier Martínez. No hay cine en Vielha. Tendría que montar uno. Pero no tengo tiempo. Los días en la montaña siguen teniendo 24 horas, menos si descontamos las cinco horas de la excursión de hoy bajo la lluvia.
No hace frío hasta que llegamos al Coth. El final del camino, le digo. No, el final será cuando lleguemos al coche, me corrige. La bruma es tan espesa que no se ve el refugio sin guarda hasta que materialmente no estamos encima de él. Los pastos en donde dos días atrás comían los caballos están empapados de agua y nuestras botas se hunden hasta las hebillas. Nos guarecemos dentro tras abrir el pesado portón de hierro que lo cierra. El próximo día habrá que llevar una caja de cerillas para encender fuego y calentarnos las manos. Las ocho y la niebla espesa cubre la vista extraordinaria de la Maladeta que es el principal encanto de la excursión. No hay caballos por los alrededores, ni se oyen sus esquilas. Hacemos tiempo hasta las ocho y media a ver si el tiempo mejora. Empeora. Hablo de mis viajes alrededor del mundo, de tres destinos en los que me hubiera quedado a vivir: Hierro, Birmania y éste, Arán. Al final fue Arán.
Regresamos. Hemos tardado un par de horas en subir, lo mismo en bajar. Calculamos seis kilómetros y no los 2 y medio que figuran en el cartel que hay al inicio de la pista forestal. El frío aumenta y la humedad nos traspasa los huesos. Sigue el diluvio persistente. Somos un par de excursionistas locos. Yo ya lo sabía de mí, pero no de ella. Se queja, en uno de las revueltas del camino, de no haber visto a los ciervos prometidos por mí. No hemos terminado la excursión, le digo. Y así es. Doscientos metros más abajo un par de hembras jóvenes se paralizan en el camino ante nuestra presencia; una huye montaña abajo y la otra, tras subir, baja luego para reunirse en la espesura del bosque con su compañera. Luego ya no los vemos, pero oímos los bramidos. Le brillan los ojos de alegría a la montañera bretona.
Ella tampoco pisa las babosas ni cuando va en bici. Dos radicales respetuosos con la naturaleza.

Comentarios

nubisa ha dicho que…
Me traslade a tan bello lugar, visualice los glaciares y el bosque. Su comentario "porque asi no mato a nadie, me parece genial!
José Luis Muñoz ha dicho que…
Jajaja. Gracias, Nubisa. Es que es así. Me alegro de que pasearas conmigo.

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