LOS RELATOS DE PLAYBOY


Este relato fue publicado en la revista Playboy, en su número 140 de Agosto 1990
LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE
José Luis Muñoz

Al diario de Levante, sobre cuyo ejemplar del 27 2 90 escribí este relato a falta de otro papel.

A Fernando Trueba, poruqe lo que sigue lo escribí haciendo tiempo antes de ver “El sueño del mono loco” en un bar de Valencia de cuyo nombre no consigo acordarme.



Toda aquella historia empezó cuando Pablo perdió su empleo en la editorial. Un buen día encontró en su mesa de despacho el sobre fatídico con la carta de despido y la indemnización en forma de un alargado cheque de siete cifras. Recurrió a Magistratura, pero ello no sirvió para conseguir su readmisión. Sobraban puestos de trabajo en aquella editorial, y más desde que la multinacional alemana extendió sus tentáculos sobre ella y la fagocitó en cuerpo y alma. La explicación de todo ello estaba en que la gente se había cansado de leer y los hombres del futuro se pasaban las horas muertas sintonizando los más de veinte canales televisivos a, relegando los libros a la mera cobertura de las paredes vacías.
Por entonces yo tenía veintiséis años, cuatro años menos que Pablo, una salud envidiable y una belleza que parecía inmarchitable. Me habían salido algunas pequeñas patas de gallo alrededor de los ojos, y, a fuerza de fruncir el ceño, dos surcos paralelos se abrían camino en mi piel entre las cejas, pero eso era todo. Cuando despidieron a Pablo, yo ya hacía muchos años que había perdido mi empleo, y pese a mis denodados esfuerzos no había conseguido uno solo que me satisfaciera y en el que durara más de tres meses.
A Pablo se le ocurrió la idea durante una noche de verano de tórrido calor. Yo estaba medio desnuda, tomando el aire en la terraza de nuestro ático, y él había salido afuera a fumarse un cigarrillo. Me miró de forma muy animal y segundos después me hacía el amor sobre el suelo frío y duro.
Se había prendido un segundo cigarrillo, mientras se ajustaba el slip a la cintura, cuando me dijo con cierto deje amargo, como si estuviera arrepentido del primitivo impulso que le había llevado a poseerme.
Creo que ya solo sirvo para esto.
Vamos, Pablo, querido. No te tortures. Encontrarás trabajo. Eres un buen profesional. Tus traducciones de Faulkner siempre han sido reputadas como excelentes por la crítica. Nadie ha traducido mejor que tú “Mientras agonizo”.
Para lo que me sirve en estos momentos.
Fui adentro a buscar una copa y cuando salí Pablo me recibió con una mirada inquieta que me desazonó.
Ya está, tengo una idea, me dijo. No te asustes. Me dirás que no, pero es un buen trabajo, te lo aseguro.
Bien. ¿De qué se trata?
Y me lo explicó. Contrariamente a lo que él pensaba, a mi no me pareció tan descabellado su proyecto.
Empezamos poniendo anuncios en el diario, y, al pie del anuncio, el teléfono, y cuando lo vimos publicado en la prensa esperamos con tensión a que el teléfono sonara. Y sonó. Yo no me atrevía a descolgarlo y le propiné un codazo a Pablo para que lo hiciera, y él, tras dudar un instante, se hizo con el auricular.
La primera vez, como en todo, fue la peor. Nuestro primer cliente era un tipo de mediana edad, gordito, que estaba tan violento como lo estábamos nosotros, o quizás más, y desviaba los ojos avergonzado cuando nuestras miradas se cruzaban. Una sensación pegajosa de incomodidad se apoderó de mí cuando me desnudé y me tumbé en el diván que habíamos dispuesto en el centro de la habitación como escenario. Pablo no lo pasó mejor que yo. Le costó muchísimo tener una erección y mucho más mantenerla. El espectáculo duró cinco minutos exactos, que fueron suficientes para que nuestro mudo espectador se levantara, fuera al lavabo y regresara con aire de alivio en el rostro. Y el momento más bello de aquella nuestra primera jornada laboral fue cuando dejó sobre la mesa las diez mil pesetas acordadas de antemano.
Pablo estaba eufórico con la facilidad con que habíamos conseguido aquel dinero y me azotó el rostro con los dos billetes.
¿Ves lo fácil que ha sido? Nos hemos dado un lote y encima nos han pagado. ¿Qué te parece?
Terrible le contesté. No me ha gustado lo que he hecho, era como si estuviera haciendo el amor con ese individuo. Me he sentido exactamente igual que una puta.
Vamos, cariño, no seas nena. No hemos hecho nada malo. Nos hemos limitado a amarnos ante un mirón, y le hemos excitado. Ha sido agradable para él y para nosotros.
¿Para nosotros? ¿Te ha gustado? A mí no me ha gustado nada, Pablo, nada.
Seguíamos poniendo anuncios y a nuestro piso acudía la gente más variopinta que imaginarse pueda. Por lo general eran tipos de mediana edad, de clase media, y varones, pero también venían sexagenarios, matrimonios y hasta alguna mujer solitaria a la que excitaban nuestros juegos amatorios.
Pronto llegamos a ganar tanto dinero como si los dos tuviéramos un trabajo fijo y decente. Pablo estaba eufórico por lo bien que salían las cosas y llevaba la contabilidad del, según él, cómodo negocio.
No te entiendo, querida. ¿Aún tienes dudas acerca de lo que hacemos?
Tengo todo tipo de dudas, Pablo. No sé si lo que hacemos es moral. Vendemos nuestra intimidad.
¿Y no es acaso peor vender nuestra vida como hacíamos cuando teníamos un trabajo fijo? ¿Crees que mis traducciones estaban bien pagadas? No, en realidad trabajaba por amor al arte, lo que me daban no compensaba ni por asomo la cantidad de horas invertidas.
Un día acudió a nuestra cita amorosa un extraño cliente. Era un hombre de sesenta y pico años que, al parecer, hacía diez días que había enviudado y se confesaba asiduo de las salas X, los videos porno, las cabinas de los sex shops y las revistas eróticas. Nuestro anuncio le había excitado la libido y allí lo teníamos sentado en su silla, dispuesto a devorar con su mirada nuestros cuerpos jóvenes mientras se amaban.
Aquel anciano demostró ser un espectador fuera de lo normal por sus apetencias. Pagaba algo más que los demás, pero a cambio exigía la veracidad del espectáculo, no el mero fingimiento de nuestros orgasmos. Pablo me penetraba pero nunca llegaba a eyacular de verdad. Con aquel anciano debíamos llegar hasta el final, no simular los orgasmos sino tenerlos realmente, y conseguir aquello nos costaba casi siempre una considerable cantidad de tiempo para regocijo de nuestro cliente que veía así multiplicada la duración del espectáculo.
No me gusta ese individuo dijo un día Pablo. ¿Con qué derecho exige que lleguemos hasta el final? ¿Qué más le da? ¿No se excita igual si yo no me corro?
Paga más, salí yo en su defensa. Busca más que el espectáculo, busca la verdad del acto sexual.
¿Paga más? ¿Y qué?
Logramos transmitirle nuestra excitación. Y eso es bueno. Ese pobre hombre ya no puede tener una erección normal y su vida erótica se ha reducido a esto. Le tengo una gran lástima.
¿Para qué quiere una erección normal? Hay gente que no se resigna al inevitable declive de nuestra carne.
Aquel anciano se convirtió en nuestro cliente más habitual. Llegaba a visitarnos más de una vez a la semana, y tanto le gustaban nuestros escarceos eróticos que llegó a venir casi todos los días.
Una tarde ocurrió un percance curioso. Pablo no alcanzaba su clímax y yo tuve que echar mano de todas mis artimañas para conducirlo al éxtasis. Moviéndome despacio, encima suyo, conseguí provocar uno de sus orgasmos más placenteros. El anciano, azorado por nuestra violenta culminación, se levantó y torpemente, ante nuestra sorpresa, se dirigió al lavabo.
Regresó a la habitación cuando ya nos habíamos vestido. Tenía la piel de la cara enrojecida y parecía muy excitado y eufórico a juzgar por su tono de voz.
Lo he conseguido. Lo he conseguido por fin, acertó a decir.
¿El qué? Preguntamos los dos a coro.
Una erección y una eyeculación. Pensaba que mi sexo había muerto definitivamente y tendría que conformarme el resto de mi vida con mirar sin tener ningún tipo de reacción física. Y no ha sido así. ¡Cuánto se lo agradezco a los dos, queridos amigos!
A mí la declaración del anciano me halagó y me conmovió. Pablo quitó hierro al asunto.
Querida, eres una sentimental. Ese tipo es tan cerdo como los demás. Un asqueroso voyeur.
No tienes derecho a ser tan cruel y despectivo con él.
El anciano siguió acudiendo puntualmente a las citas para disgusto de Pablo, que le aborrecía cada vez más. Un día, cuando ya se marchaba, me hizo una insólita proposición que me dejó aturdida. Se lo comuniqué a Pablo mientras se duchaba.
Hoy el señor Rubén me ha dicho algo que a lo mejor nos interesa.
¿El señor Rubén? ¿Quién es ese?
Nuestro mirón favorito.
Ah. El viejo sátiro. ¿Qué te ha dicho ese pájaro?
No va a venir más.
Vaya. No lo creo.
Sí. Es cierto. No va a venir más.
¿Se ha cansado de admirar nuestros cuerpos? ¿Ha memorizado ya todas nuestras posturas?
Dejará de venir, pero con una condición: desea hacer el amor conmigo.
Pablo calló y me miró a través de las cortinas entreabiertas de la ducha. Por un momento temí que armara un gran escándalo y por ello seguí hablando.
Y ha prometido recompensarme con doscientas mil pesetas.
Pablo enmudeció mientras se anudaba la toalla de baño a la cintura y salía de la ducha.
¿Y qué piensas hacer? ¿Follar con ese degenerado, con ese piltrafa, con ese cadáver putrefacto? ¿Serás capaz de hacerlo?
Tenía dudas acerca de cuál iba a ser mi decisión, y confieso que la reacción violenta de Pablo, lejos de hacerme desistir, acicateó mi deseo caritativo de complacer sexualmente a mi generoso sexagenario.
Haré el amor con él, dije con determinación.
Haz lo que te dé la gana.
Rubén vino una vez más y Pablo y yo montamos nuestro número en el diván. Pablo estaba furioso conmigo y lo demostró taladrándome con violencia mientras me tiraba del pelo y me pellizcaba los pezones.
Me estás haciendo un daño espantoso le susurré al oído.
Pero él fingió no oírme y acabó vertiéndose en mi interior entre violentos jadeos.
Cuando Pablo salió de mí, yo me acerqué al anciano voyeur, le tomé de la mano y lo conduje hasta el dormitorio haciendo caso omiso de la mirada rabiosa de mi marido.
Tengo miedo, terror me confesó Rubén. Miedo de no conseguirlo.
Relájese.
Lo senté en la cama, con cuidado maternal, le saqué los zapatos, los calcetines, cogí sus pies helados y los calenté entre mis senos.
Eres tan maravillosamente hermosa me dijo con voz entrecortada mientras hundía sus manos en mis cabellos.
Le saqué los pantalones, le desabroché la camisa, le desprendí de sus anticuados calzoncillos en medio de un ritual que parecía más de madre que de otra cosa, y madre sobre todo me sentía de aquel cuerpo escuálido, arrugado y desamparado que ansiaba resucitar entre mis dedos.
Le tomé el pene entre mis dedos y lo acaricié con suavidad mientras le besaba en la boca y dejaba que sus manos se posaran en mis senos y en mis nalgas, y, a fuerza de caricias conseguí la tórrida resurrección de su carne.
Rubén estaba gozoso y yo sentí palpitar su corazón bajo mis senos mientras me ceñía la cintura con un abrazo. Me senté a horcajadas sobre su vientre y guié con mi mano su pene repentinamente joven y endurecido al interior de mi sexo. Me agradó sentirlo allí dentro, en las entrañas, durante aquellos instantes, gozando el viejo y moribundo miembro de mi cuerpo joven. Me moví despacio sobre él mientras sus manos paseaban embelesadas y despacio, como incrédulas, por mi carne fresca y turgente y su boca áspera y seca buscaba la textura dulce de mis pezones. Me moví con más ganas sobre él hasta sentirlo duro, fuerte, potente, como el tronco de un viejo árbol en mi interior, y seguí cada vez más excitada en mis movimientos hasta que conseguí su éxtasis, y con el suyo el mío, fundiéndose nuestros fluidos gozosos, su esperma y mi flujo, en las entrañas de mi sexo en medio de una explosión de placer.
Te amo tanto me susurró Rubén al oído, llorando de emoción mientras me acariciaba con suavidad la espalda. Eres bellísima, y hoy puedo decirte sin exageración que ha sido el día más feliz de mi existencia. Ya puedo morirme en paz.
Cuando Rubén marchó dejando un talón bancario sobre la mesa, encontré a Pablo crispado, consumiendo con voracidad un cigarrillo y mirando con vértigo al vacío siete pisos abajo.
¿Se ha corrido? Preguntó como un autómata, escudriñándome con sus ojos de forma feroz.
Moví afirmativamente la cabeza y sonreí.
Se ha portado como un hombre de verdad.
¿Te ha gustado? Siguió preguntándome sin atreverse a mirarme a la cara.
Dudé un instante antes de contestar.
Me ha gustado. He sentido un placer muy especial, lo confieso. Él conseguía transmitirme su gozo y eso ha sido grande, hermoso, inexplicable.
Recibió mi respuesta como si alguien le golpeara con una barra de hierro en la cabeza y lo dejara aturdido. Pablo no ha vuelto a ser el mismo desde entonces. Encontró trabajo en una nueva editorial y sus traducciones de las novelas de Conrad han sido muy celebradas. Nuestros excitantes anuncios en los diarios dejaron de publicarse. Yo, por la tardes, permanezco próxima al teléfono por si suena y oigo la voz de Rubén. Pero mi amante sexagenario no ha vuelto a solicitarme y no he tenido noticia alguna de él. Solo me cabe el orgullo de haberle hecho, durante unos segundos, el breve tiempo que duró su orgasmo, inmensamente feliz, y sus palabras de amor correspondido aún resuenan en mis entrañas. Y cuando Pablo, de forma mecánica y brutal, como acicateado por un instinto de venganza, me toma, yo instintivamente cierro los ojos y me imagino que estoy con Rubén, y mi orgasmo es suyo esté donde esté.

Comentarios

Jordi,Hospitalet,BCN. ha dicho que…
Yo me masturbo viendo Playboy y nunca he tenido novia y cuando tengo dinero voy al barrio del Raval a buscarme una puta qué me alivie sexualmente ,como la negrita brasileña qué por 30 euros ayer me hizo muy muy feliz.

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