LOS REPORTAJES DE GQ
Una hermosa muchacha insinúa su cuerpo tras una persiana entreabierta. No sabemos si es consciente de la admiración que suscita. Refugiados en el anonimato, nuestros ojos se deleitan en su piel y en sus curvas. Mientras la miramos, imaginamos lo oculto; puede que hasta la hagamos más bella en nuestra imaginación de lo que realmente es. Vemos sin ser vistos, pues si fuéramos observados a la vez por ella, nuestra mirada sería su cómplice. La mirada que nos proporciona placer es la que se dirige a nuestro oscuro objeto de deseo. ¿Acaso ella lo sabe o juega a ser observada? Esta visión, inherente casi a la condición masculina, completa y enriquece nuestra parcela erótica. Contenemos la respiración ante una puerta entreabierta tras la que la prima, la amiga de nuestra hermana mayor o la vecina se desnuda ajena al deseo que despierta. ¿Quién cerraría los ojos o pasaría de largo sin más? Nuestra sexualidad no se circunscribe exclusivamente al espacio genital, en eso diferimos de otros mamíferos; el erotismo, ese juego lúdico y estético armado alrededor de nuestros apetitos más primarios, se convierte en valor cultural.

Hay una serie de sentidos que complementan al acto procreativo y lo visten para alejarlo de la mera mecánica: el gusto, el olfato, el oído y, sobre todo, la mirada, con la que enriquecemos nuestro deseo. Miramos a nuestra amante mientras se desnuda, gozamos previamente de ella con la vista ante de con el tacto. El éxito de Gran Hermano, la entronización de la vulgaridad en la pantalla, confirma que nos gusta mirar al vecino. Hay quien está pendiente de lo que hacen esos tipos vulgares bajo las sábanas y puede pasarse horas pegado al televisor. Hay quien mete las monedas en la cabina de un peepshow para que la luz no se apague y ver así el falso orgasmo de la beldad rubia, pero no es lo mismo.

El ojo público
Un escenario de un pequeño teatro de cualquier ciudad europea. Un bien dotado actor, presunción masculina en cuanto a centímetros de virilidad, accede a las contorsiones de una vestal rubia. Una gimnasia explícita para los grupos de hombres, aunque también hay alguna pareja. Mezcla de actividad circense y exhibicionismo. Posturas imposibles que sacian la calenturienta imaginación del patio de butacas. Los exhibicionistas actúan en el escenario; los voyeurs se excitan en la platea. Dos compartimentos estancos que se interrelacionan sólo de vez en cuando. La contorsionista ilumina al público y pide un voluntario que la contente. Y puede que lo encuentre. El voyeur pasa a exhibicionista. Este tipo de voyeurismo exige la complicidad de un exhibicionista. Los esculturales culos enmarcados por los hilos dentales se exhiben por las arenas de las playas de lpanerna y Copacabana porque hay alguien que va a deleitar su mirada con la visión de esa carne prieta, morena y perfecta. La mirada lúbrica de un hombre sediento de cerveza persigue el balanceo de los voluminosos pechos de una de esas strippers que se pasean por las barras de los bares de EELTU antes de introducir un billete de 20 dólares entre la braguita y el muslo. Es la otra cara de la contemplación, la del precio exacto y la imaginación condicionada. Las miradas de los fans del tap dance, esa danza que ejercitan bailarinas que se desnudan en privado con la única condición de no ser manoseadas por sus clientes... La misma prerrogativa que tenía la misteriosa bailarina de la película de Etom Egoyan Exótica.

La inauguración de una discoteca en Barcelona. El propietario ha alquilado a una muchacha para que caldee el ambiente. Es menuda pero está más que bien dotada con descomunales senos que se sujeta con las manos mientras danza desnuda, arropada con una impresionante serviente, como Salma Hayek en Abierto hasta el amanecer. La actuación, bajo un torrente de luz azulada, congela la sala. La música disco retumba, pero nadie mueve un músculo; todos están pendientes de las contorsiones de la muchacha con su narcotizada serpiente. Los decibelios ahogan el rugido masculino cuando arroja el minúsculo tanga a la pista de baile y se pasa la serpiente entre las piernas. Luego, brillante de sudor y purpurina, se abre paso entre la gente, ajena a los dos centenares de voyeurs prendados de sus curvas.

El voyeur no debe estar desnudo, sino vestido, para disfrutar de su posición. Por esa razón, paradójicamente, una playa quizá sea el peor escenario para él: la mirada se pierde ante tanta carne. Este es un concepto que ha entendido uno de los fotógrafos más importantes de nuestros tiempos: Helmut Newton. En sus fotos, mujeres sin más prenda que zapatos de aguja, collares o esclavas pasean, con la misma seguridad o elegancia que si fueran vestidas, ante tipos encorbatados: en el contraste está el destello erótico que hace que esas imágenes deleiten nuestras pupilas. Newton nos transfiere la mirada de esos tipos, que a la vez es la suya. Los fotógrafos convierten en arte esta singular actividad visual y, gracias a ello, podemos admirar sin culpa la galería de nínfulas que retrata David Hamilton. Las calles se convierten en una exposición para la mirada lúbrica: vallas publicitarias con chicas espléndidas anunciando coches, quioscos con atractivas chicas como portadas de tentadoras revistas... sueños sólo posibles por el arte de esos prestidigitadores del instante.

De la pintura al peepshow
Antes de la fotografía, la pintura saciaba los apetitos visuales. Siempre ha habido cuadros de desnudos (mujeres bañándose, practicando ritos higiénicos, tendidas, amadas por Zeus o mirándose en los estanques) que poblaban paredes de palacios o habitaban en viviendas civiles. Los grandes pintores nos han dejado las bellezas de antaño, han plasmado su articular mirada sobre sus modelos, os han transferido sus emociones y s pasiones. Viendo en los museos s cuadros de Tintoretto, Rubens, Modigliani o Romero de Torres, nos podemos poner en la piel del pintor cuando iluminaba a brochazos a la modelo desnuda.






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