EL VIAJE

PAÍS DE MONJES
Texto y fotos José Luis Muñoz

Qué diríamos si tres hombres jóvenes y sanos, en edad de trabajar, llamaran a nuestra puerta en demanda de comida. Quizá se la daríamos el primer día. ¿Pero el segundo, el tercero, todo un mes, un año, varios años?




Para la mentalidad occidental los monjes budistas son una especie de excentricidad que no acabamos de comprender. Monje puede ser cualquiera que se rasure la cabeza, ingrese en un monasterio y siga unas mínimas reglas. En Birmania, ir al ejército es voluntario; ingresar en un monasterio budista, para los varones, una obligación. Hay quiénes ingresan con pocos años, a la edad de jugar, otros en la adolescencia, adultos, ancianos. Hay quienes permanecen en la vida monástica un mes, un año, toda la vida. No existen límites temporales.




Quién viaje por Birmania verá a los monjes budistas por todas partes, como parte integrante de su paisaje, como son las pagodas, con sus cráneos rasurados, sus costosas túnicas de hilo de loto oscuras, que venden en las tiendas que siempre hay a la entrada de los templos y pagodas, y sus sandalias. Los verá solitarios o en grupo. Pasando por las casas, los comercios, pidiendo la comida con sus recipientes metálicos que los birmanos llenan de arroz, verduras fritas, pollo. No trabajan. Ni siquiera cocinan en sus monasterios en donde hay cocineros que se encargan de ello. Piden la comida y es habitual que lo hagan siempre a las mismas personas, por lo que un birmano tiene que alimentar a su prole y a los monjes budistas que se le adjudiquen. Pero tienen sus normas. Cuando van a pedir la comida no pueden rechazarla, decir que prefieren una cosa a otra; además deberán cubrirse los hombros con la túnica, andar descalzos y entonar cánticos. Y les está vedado tener sexo. Nadie puede tocar a un monje, aunque ésta es una norma que se incumple.





La vida monástica no es muy dura si tenemos en cuenta que los monjes no trabajan. Se levantan a las cuatro de la madrugada, desayunan a las cinco, hacen sus dormitorios, rezan y meditan hasta la hora de la comida, que es a las diez y media, y ayunan el resto del día para dormirse a las seis, cuando el sol se oculta.





Para nuestra mentalidad son improductivos y los tildaríamos de parásitos o caraduras. Un lujo en este mundo tan ajetreado y competitivo que unos individuos, por el hecho de vestir túnicas y rasurarse el cráneo, puedan permitirse meditar mientras otros trabajan. Pero los birmanos lo aceptan y para ellos no son ninguna carga sino seres respetados por todos.





Se calcula que en Birmania existen entre trescientos mil y quinientos mil monjes budistas, y algunas pocas de miles de monjas ─ para ellas no es obligatoria la prestación monacal ─ que visten con hábitos rosados; ninguno de ellos rinde obediencia al Dalai Lama tibetano y no tienen otra autoridad que la de sus jefes de monasterio, casi siempre elegido entre más venerable y docto de ellos.





Los monjes pusieron en jaque a la Junta Militar con sus manifestaciones no hace mucho tiempo, lo que provocó la espantada del turismo de Birmania, una de sus fuentes de ingresos y de captación de divisas, y una dura represión de un gobierno al que nadie conoce fuera de Myanmar, una dictadura discreta sin rostro definido ni presencia policial. Ahora los monjes budistas birmanos permanecen apaciblemente en sus conventos y se dejan ver a todas horas por las calles de las ciudades, por los ríos, en canoas, en transportes públicos, yendo de un lado a otro y con el semblante feliz. Es frecuente verlos contemplando las puestas de sol, extasiándose al lado de los extranjeros de ese fenómeno diario que en Birmania adquiere tan gran esplendor que a todos ilumina. Nadie los tilda de parásitos sino de hombres santos, y, sin duda, lo son.













Comentarios

Ricard M. ha dicho que…
Maravillosas fotografias, ilustradas con tu prosa siempre evocadora. Te leo siempre que puedo y nunca es en vano (que lo sepas....).
Saludos cordiales.

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