DIARIO DE UN ESCRITOR
27 de junio de 2010
La culpa de que hoy, domingo, me levante muy tarde la tiene un cubata de ron que me tomé ayer durante la fiesta de cumpleaños de Paca. Cumplía 60. Lo digo, porque está orgullosa de su edad y no lo oculta. 60 años. A mí me faltan pocos para hacerlos, año y medio. Uff. Y vinieron invitados curiosos, entre ellos un lector de Pubis de vello rojo que hace pocos meses se puso en contacto conmigo para decirme lo mucho que le gustó la novela ganadora del premio La Sonrisa Vertical cuando la leyó. Lo que son las cosas. Y ayer lo tuve sentado a mi lado, explicándome sus cuitas con la claustrofobia que le impiden coger aviones, ascensores o ir en coches con sólo dos puertas, anecdotas que pueden convertirlo en personaje, de un relato cómico. Si finalmente lo escribo, se lo dedico. La fiesta fue en una espectacular terraza con vistas sobre la ciudad y hubo tortilla de patata, matanza, cervezas, tarta de piononos y ese cuba libre de ron culpable de que hoy me levante tarde. Creo que a Paca le satisfizo mi regalo.
***
Hay quien se levanta mucho más tarde que yo. Y eso que no bebió Cuba Libre. Hoy los latinos no están. Debe de ser su día de playa. Los oiré, con su rap, cuando regresen por la noche. Sigo con Marea de sangre y meto algo de catalán en ella, un diálogo mínimo, porque en aquella época se hablaba poco, pero no sería coherente que ningún personaje de mi novela lo hablara. Lo habla Gerard, un camarero que atiende al sargento Ortiz, mi protagonista, que sólo lo chapurrea con él.
***
Comemos cocina libanesa sin ir a Beirut. En el Albayzín bajo. Ella bebe agua y yo limonada. Para compensar los excesos etílicos de la víspera. La camiseta gris escotada que lleva centra mi mirada. Los canalillos son siempre muy sugerentes. Al lado, dos policías municipales, multan a un vendedor ambulante marroquí. No se quedan con su mercancía. Todo lo que pedimos y comemos está bueno, pero no llegamos al éxtasis. Couscous de pollo a la espera de que Lola nos haga el que nos prometió. Tandori. Falafel. Cerramos con un pastelillo de hojaldre relleno de pistachos y bañado en miel. Y té verde a la mente. 32 euros.
***
Tengo un sueño. Y muero. Me transformo en agua. Me licuo. Es una sensación curiosa y placentera. Hay un cuerpo debajo. De seda. Y los labios son de agua. Ese sueño es un fogonazo. Tardo en despertarme. Me hago entonces café. Terminó de leerme los relatos. De cincuenta, tres merecen ganar. Hoy se los envío a Adriana Serlik. Y sigo corrigiendo Marea de sangre. Mañana dedicaré mi día, por completo, a Hacienda.
***
Empiezo a leer una nueva novela. Tarde, mal y nunca (Saymon, 2009) de Carlos Zanón. Buen inicio. La principal característica común de todas las novelas que voy leyendo últimamente son sus espantosas portadas. Sigue ganando La Virgen Cabeza.
***
Cojo la bici. Voy a uno de mis despachos. Antes, me tomo dos vasos de agua helada. Hoy, día sin alcohol.
La culpa de que hoy, domingo, me levante muy tarde la tiene un cubata de ron que me tomé ayer durante la fiesta de cumpleaños de Paca. Cumplía 60. Lo digo, porque está orgullosa de su edad y no lo oculta. 60 años. A mí me faltan pocos para hacerlos, año y medio. Uff. Y vinieron invitados curiosos, entre ellos un lector de Pubis de vello rojo que hace pocos meses se puso en contacto conmigo para decirme lo mucho que le gustó la novela ganadora del premio La Sonrisa Vertical cuando la leyó. Lo que son las cosas. Y ayer lo tuve sentado a mi lado, explicándome sus cuitas con la claustrofobia que le impiden coger aviones, ascensores o ir en coches con sólo dos puertas, anecdotas que pueden convertirlo en personaje, de un relato cómico. Si finalmente lo escribo, se lo dedico. La fiesta fue en una espectacular terraza con vistas sobre la ciudad y hubo tortilla de patata, matanza, cervezas, tarta de piononos y ese cuba libre de ron culpable de que hoy me levante tarde. Creo que a Paca le satisfizo mi regalo.
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Hay quien se levanta mucho más tarde que yo. Y eso que no bebió Cuba Libre. Hoy los latinos no están. Debe de ser su día de playa. Los oiré, con su rap, cuando regresen por la noche. Sigo con Marea de sangre y meto algo de catalán en ella, un diálogo mínimo, porque en aquella época se hablaba poco, pero no sería coherente que ningún personaje de mi novela lo hablara. Lo habla Gerard, un camarero que atiende al sargento Ortiz, mi protagonista, que sólo lo chapurrea con él.
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Comemos cocina libanesa sin ir a Beirut. En el Albayzín bajo. Ella bebe agua y yo limonada. Para compensar los excesos etílicos de la víspera. La camiseta gris escotada que lleva centra mi mirada. Los canalillos son siempre muy sugerentes. Al lado, dos policías municipales, multan a un vendedor ambulante marroquí. No se quedan con su mercancía. Todo lo que pedimos y comemos está bueno, pero no llegamos al éxtasis. Couscous de pollo a la espera de que Lola nos haga el que nos prometió. Tandori. Falafel. Cerramos con un pastelillo de hojaldre relleno de pistachos y bañado en miel. Y té verde a la mente. 32 euros.
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Tengo un sueño. Y muero. Me transformo en agua. Me licuo. Es una sensación curiosa y placentera. Hay un cuerpo debajo. De seda. Y los labios son de agua. Ese sueño es un fogonazo. Tardo en despertarme. Me hago entonces café. Terminó de leerme los relatos. De cincuenta, tres merecen ganar. Hoy se los envío a Adriana Serlik. Y sigo corrigiendo Marea de sangre. Mañana dedicaré mi día, por completo, a Hacienda.
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Empiezo a leer una nueva novela. Tarde, mal y nunca (Saymon, 2009) de Carlos Zanón. Buen inicio. La principal característica común de todas las novelas que voy leyendo últimamente son sus espantosas portadas. Sigue ganando La Virgen Cabeza.
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Cojo la bici. Voy a uno de mis despachos. Antes, me tomo dos vasos de agua helada. Hoy, día sin alcohol.
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