DIARIO DE UN ESCRITOR

Moab, 11 de junio de 2013


Desayuno en el Deny’s, el restaurante preferido de Mike Demon. A cien pasos del Motel 6. Los Deny’s no cierran nunca. La comida es aceptable y barata.  La tortilla que como está rellena de verduras medio crudas. Las tostadas hay que comerlas con mermelada de uva. Me las dejo. Te sirven agua a destajo, con mucho hielo. Y café, el que quieras. Americano, claro: agua negra.
Nos acercamos en coche al Arches National Park. El calor es espantoso y seco. Se me seca la lengua mirando el paisaje rocoso abrasado por el sol. Antes de dar un paso es conveniente detenerse en el centro del visitante, en donde se está fresco y hay un par de grifos que dispensan agua, porque en todo el parque no hay una sola gota de disponible. Así es que entramos en el centro del visitante, compramos postales, hojeo libros sobre las películas que se rodaron en Utah, todas, y nos metemos en el cinematógrafo porque se está fresco. La película es mala, no informa de gran cosa, salvo que la erosión de millones de años formó Arches National Park mientras que un río, que ya no existe, labró los cañones del Canyonlands al que fuimos ayer.
MJ se compra otro sombrero porque cree que se dejó el suyo sobre la mesa del Deny’s. Está en el coche. Así es que tiene dos sombreros, de quita y pon. Y yo llevo mi sombrero de ala ancha birmano de color verde, adquirido en una vida anterior a ésta, que me da calor.
Es muy tarde, son las once, porque nos dormimos a conciencia, así es que no tenemos tiempo más que para hacer un sendero por la mañana y pararnos en algunos miradores. Park Avenue es un camino de una milla que desciende por un pequeño cañón y sigue el cauce seco de un río. La vegetación es escasa, baja, así es que no hay más sombra que la que me proporciona el sombrero birmano que me hace sudar a chorros. Llevamos bebidas en las mochilas, pero se calientan enseguida, pero hay que beber para no deshidratarse.
El sendero es de una gran belleza paisajística. Pero el calor es tremendo. Y empiezo a entender bastantes cosas de este país mientras me entretengo en mirar las sabinas retorcidas cuyos troncos parecen estropajos, las grises plantas erizadas de espinas y alguna flor amarilla solitaria en la que hay posada una mariposa, el único ser vivo en el parque aparte de los extraños humanos que por él deambulan. El sol quema, aplasta, en ese sendero encajonado entre paredes verticales de rocas rojas oscuras que nos acechan según descendemos por esa superficie de piedra lijada en la que el agua ha dejado una impronta de trazos curvos y paralelos. El de Arcos es el paisaje del Far-West, como lo es el de Monument Valley. El tono rojizo de sus rocas deslumbra. El calor seca la boca. Me imagino que soy uno de esos pioneros que avanzan trabajosamente con su carreta por ese territorio inestable, muerto de sed y hambre. La sed y el hambre forman parte del genoma del norteamericano. Comprendo, en Arches National Park, esos vasos con tres cuartas partes de hielo picado y una de agua que suelen servirte en cuanto entras en un restaurante y con los que calmas la sed que sufrieron tus antepasados; comprendo el aire acondicionado extremo en sus hoteles; y esos platos gigantescos que ponen en los restaurantes populares. Para saciar el hambre de doscientos años atrás y la sed. Pioneros. Con ese sol cegador y esa sed yo no habría podido rechazar el ataque de los navajos en Arches National Park.
En algunas partes del camino la piedra se ha desmenuzado y se ha convertido en arena roja, como la de las dunas de Namibia. Regresamos lentamente desandando lo andado por el mismo camino, siguiendo nuestras huellas impresas en la arena, pisando esa piedra dibujada por el agua del cauce seco del río, más lento yo puesto que se me desprende la suela de goma de una de mis zapatillas y ese incidente me hace caminar de una forma rara, como si llevara en los pies zapatos de payaso, levantando mucho la pierna para que la suela suelta no se doble al apoyar de nuevo el pie y me desequilibre. Y decidimos, al llegar al coche y beber unas cuantas latas de jugos de fruta, ir al hotel a hacer la sagrada siesta, porque andar con el sol de las 2 pm es un suicidio.
El contraste entre el calor del parque, los cuarenta grados al sol, y el frescor de la habitación refrigerada, 15 grados, es una bendición. Así es que me derrumbo en la cama y dejo que el aire frío que sale de la máquina del aire acondicionado me arrulle con su soplo.
A las cinco regresamos al Arches National Park, pero ya vamos directamente a Delicate Archs, el arco más conocido del parque, el que figura dibujado en las matrículas de los coches de Utah. A las 6 pm, cuando empezamos el sendero, el sol está todavía en todo su apogeo y cae vertical sobre nuestras cabezas cubiertas por sombreros. Al principio el camino es llano, cubierto de arena roja, pero pronto empieza una pendiente que, con el calor, se hace insoportable. Va la senda trepando por una gigantesca roca de superficie  dura en donde no crece ni una sola planta; transita luego por un valle de arena flanqueado por peñascos de un rojo intenso; y termina bordeando una mole rocosa por un camino que la naturaleza ha labrado hasta llegar al anfiteatro en donde un espléndido arco  de columnas altas y amplia abertura permite ver una paisaje de montañas enmarcado.
De nuevo la naturaleza y sus obras maestras que me impresionan de este país de paisajes irrepetibles. La erosión ha labrado ese arco de columnas irregulares y hermosas y unos veinte metros de alto que emerge de esa superficie circular y rocosa. Millones de años de lluvias, vientos y temblores de tierra para moldear esa obra arquitectónica perfecta. Toda la piedra del conjunto tiene un precioso y llamativo color rojo. Tras las fotos, nos sentamos en la bancada natural, y esperamos pacientemente el atardecer mientras reponemos fuerzas y líquidos perdidos por el duro tránsito. No estamos solos. Una multitud se congrega alrededor de ese capricho de la naturaleza y ellos, con sus cámaras de fotos, forman parte del espectáculo. Hay quien trepa por las laderas inclinadas del anfiteatro para asomarse por los bordes del conjunto a abismos insondables. Yo. Mis botas de montaña se agarran prodigiosamente a esa roca limpia de piedras y tierra, como si alguien la hubiera estado barriendo a conciencia. Es roca tan dura que no permite que crezca vegetación alguna.
Tumbados, a la sombra, aventados por una brisa suave que se agradece, esperamos en vano que la puesta de sol subraye la belleza del paisaje.
-Echo en falta a los chinos - ironizo, buscándolos, sin verlos, entre el centenar de excursionistas que el espléndido arco concita.
No hago más que nombrarlos y llegan en tropel, escupidos por algún autocar que los ha dejado en el aparcamiento. Vienen cargados con sus máquinas modernas y enormes y sus trípodes, y jadeantes porque deben de haber corrido por las pendientes del sendero para llegar a tiempo de la puesta de sol. Y todos esperamos, orientales y occidentales, esa puesta de sol, expectantes, que nos regale nuevos momentos de magia, que vuelva más rojas las piedras del arco y las rocas que lo rodean, en vano, como yo esperaba la puesta del sol en Bagán, en un momento culmen de mi pasada existencia, en esa extraordinaria explanada de Birmania cuajada de templos de todos los tamaños. Miro los peñascos que me rodean, sus formas: ¿no son acaso estupas orientales? ¿No es este recinto circular presidido por el arco totémico un templo sagrado y nosotros los fieles de una religión panteísta que cree en el milagro de la naturaleza y espera la muerte del día que renacerá a la mañana siguiente?
Una turista china me roza la oreja con su potente teleobjetivo. Diminuta, va vestida con pañuelo y sombrero y cubren sus manos guantes que dejan al descubierto las puntas de los dedos para que pueda operar sobre su máquina de fotos. Otro visitante chino del parque posa frente al arco con actitud de Gengis Kahn, las manos pellizcando sus caderas y la cabeza levantada, arrogante. Van desapareciendo del anfiteatro los occidentales y quedan los orientales que llegaron tarde a la cita, cuando ya las sombras invadían el anfiteatro, que se pasean por todos lados y posan bajo el gigantesco arco.
Los rayos del sol que agoniza, los últimos antes de hundirse tras unas montañas, no dan en el arco, que queda en sombras, sino en las paredes que lo rodean y éstas enrojecen hasta convertirse en lava hirviente. Y luego la luz mengua rápidamente y el cielo que hasta hace un instante ha sido de un azul celeste se torna lechoso.
El descenso es tan rápido como lenta fue la subida. Pero la roca guarda el calor del sol, la brisa no corre y el ambiente es sofocante, como si faltara la respiración. Muchos espectadores de ese fenómeno de la naturaleza bajan a sus coches y se cruzan con otros que suben, a ver el arco a la luz de las estrellas, que quizá sea más místico que a la luz del sol. Un cubano que sube permanece sentado en el suelo, con un trapo en la boca y expresión agónica. Una chica que baja le da su botella de agua. El chino que se creyó Gengis Kahn baja por la ladera de roca cantando una ópera a voz en grito. Sube un colegio de chicas guiados por su monitor masculino. Ese hormigueo humano, inevitable, mancilla la belleza natural del parque, sobra del paisaje, le resta la quietud y misticismo del solitario cañón oscuro que avistamos ayer sin buscarlo en Canyonland.
Llegamos al coche sin ver a un solo navajo por el camino. No están en Arches National Park. No cabalgan por las llanuras ni entre las rocas del parque como sí lo hacen por Monument Valley sobre el que tienen títulos de propiedad.
Regresamos a Moab zigzagueando a oscuras por las pistas asfaltadas  hasta la carretera. Entramos de nuevo en el mismo Deny’s de la mañana a las 9:30 pm. Una camarera navaja nos acomoda y llena dos vasos con tres cuartas partes de hielo y una de agua. Sentado a una mesa vecina veo a un joven de pelo largo, que le llega hasta las caderas, y cinturón hecho con proyectiles de Winchester. A su lado una chica esquelética con los hombres tatuados y el pelo rubio recogido en la nuca. Y enfrente el marido de ella, que lleva un sombrero cónico, como de mago, y una larga perilla que riza con los dedos. Y a su lado una niña rubia con tirabuzones, hija de ambos. Busco personajes para mi novela en ese Deny’s y no los encuentro. Tampoco me sirven los camareros, con el pelo muy arreglado, modositos, piadosos mormones sin lugar a dudas.
Pido un plato espaguetis con albóndigas y salsa de tomate, y me trae la camarera navaja un plato de salsa de tomate con espaguetis y dos enormes albóndigas. MJ, tilapia con puré de patata y maíz. De postre nos decantamos por una apple pie con caramelo y helado de vainilla de la que me arrepiento porque repone todos los gramos, y alguno más, que he perdido en Arches National Park.

Cuando me veo reflejado en la ventana del Deny’s me digo que necesito un buen corte de pelo y afeitado. Mi aspecto es el de un bandolero de película de Sergio Leone. Alguien a quien no dejaría subir a mi coche y no invitaría a café, si en este país existiera el café, claro.     

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